Bojack Horseman, la crisis de la modernidad

Marina Alcázar López
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Esta serie de animación para adultos, original de Netflix, narra las desventuras de un caballo antropomórfico que vive como puede en Hollywoo, una versión caricaturesca de Hollywood

Dios ha muerto. Ya no existe un mentor divino que nos ampare y guíe nuestros pasos. No hay destino; no hay un camino definido. De repente, libertad plena: responsabilidad plena. Sobre nuestros hombros pesa la ardua tarea de agarrar papel y lápiz y escribir nuestra propia historia, porque no somos tan importantes como para que nadie más se moleste en escribirla por nosotros. 

Este parece ser el mensaje de fondo en Bojack Horseman, la serie de animación para adultos, creada por el cómico, guionista y productor estadounidense Raphael Bob-Waksberg para la plataforma Netflix. El protagonista es el caballo antropomórfico homónimo, que vive en una mansión situada en Hollywoo, un reflejo satírico de Hollywood. Comenzó a emitirse en el verano de 2014 y, tras seis brillantes temporadas, hace muy poco que nos ha regalado un final tan conveniente como inesperado. 

Solo con los minutos introductorios del primer episodio, el espectador ya tiene una imagen bastante clara del personaje principal: un actor sin talento, venido a menos, que se hizo famoso en la década de los 90 gracias al éxito de la comedia de situación Horsin’ Around. En la actualidad, sin embargo, emplea la totalidad de su tiempo en autocompadecerse, recordar la gloria perdida y sumarle ladrillos a la fachada de narcisismo tras la que esconde un potente complejo de inferioridad. 

Bojack justifica lo deleznable de sus acciones bajo el mantra de que ha tenido una infancia difícil, sin amor, en la que ha lidiado con los problemas de una familia desestructurada. Desde niño ha sufrido las consecuencias de las frustraciones de sus padres. Ahora, una parte de sí mismo trata de exculparle de sus malas decisiones, argumentando que sus vivencias anteriores le predisponen a adoptar una moral tosca y egoísta. 

Sus pretextos pueriles, acompañados de las drogas y el alcohol, ayudan a crear una barrera contra el ejercicio de introspección que lograría que Bojack saliera del ciclo vicioso de lástima y odio en que se ha transformado su rutina. 

Funciona, hasta que aparece Diane. una chica mitad vietnamita, mitad americana, contratada por el editor del caballo para ser su escritora fantasma y redactar su biografía, tras los desastrosos intentos del actor de hacerlo él mismo. La joven le hace al protagonista algunas preguntas demasiado incisivas para él, el tipo de cuestiones mordaces que había optado por guardar en el sótano de lo más hondo de su conciencia, y que duele y avergüenza enormemente sacar a la luz. 

Cuando toda su vida queda reflejada en papel, a Bojack no le queda otra que enfrentarse a sí mismo y responsabilizarse de sus acciones. Debe aprender que ser buena persona no radica en autoflagelarse continuamente, ni en consagrar la creencia infundada de que bajo su comportamiento ególatra, yace la esencia de un ser afable y honrado. Ahora, nuestro protagonista está solo contra él mismo; está despierto. Y Dios ha muerto. 

Bojack Horseman es una serie amena, tan tronchante como abrumadora. Tan ligera de ver, como pesada de asimilar. Su final no es tal; no cierra nada, no completa el puzle, porque emula a la vida misma, donde las historias complejas carecen de cierre. Se trata de una animación que disfraza toneladas de reflexión bajo el manto de una comedia liviana, sutil y aparentemente frívola. Una manera de digerir, a base de carcajadas, la angustiosa idea de que la vida es un sinsentido gigante del que debemos aprender a responsabilizarnos si queremos disfrutar.