«Es duro que pueda ser la última vez que hablemos»

I.M.L.
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Dos ucranianas que llevan ocho años residiendo en Aranda de Duero viven con miedo el día a día del conflicto en su país, temiendo por sus familias, que no quieren salir de allí

Yuliya (i.) y Olena temen por el futuro de sus familias en Ucrania, deseosas de que puedan abandonar el país y vengan a Aranda para vivir con ellas. - Foto: Paco Santamaría

La distancia de 3.500 kilómetros entre la capital ucraniana y Aranda no resta dramatismo a las noticias que llegan desde allí para los vecinos de la capital ribereña que proceden de una tierra que ahora está sufriendo una guerra. De hecho, lo intensifica por no poder hacer nada para ayudar a sus familias. Esa es la situación que soportan dos mujeres ucranianas que llevan ocho años en Aranda, Olena Strybak y Yuliya Nosova. «Me paso la noche pendiente del teléfono, en cuanto se ilumina ya lo estoy mirando», relata Yuliya, que tienen la memoria de su móvil llena de fotos y vídeos de la situación allí. El de Olena está igual, «nos comunicamos por Telegram porque es la única forma de estar informados pero no sabemos por cuánto tiempo» comenta con temor al corte de las comunicaciones con Ucrania.

Sus familias viven en distintas ciudades pero están soportando el mismo miedo y las mismas calamidades. La hermana de Olena reside en Starokorstantinov, una ciudad de 34.000 habitantes a 300 kilómetros al oeste de Kiev con importante presencia militar. «Me mandó la foto del agujero del sótano en el que se meten cuando suenan las alarmas», explica mostrando la imagen en su móvil. «Le despertó por la noche la claridad cuando empezaron a bombardear el aeropuerto que hay allí», recuerda las primeras informaciones de su hermana el 24 de febrero. «Cuando te dice que puede ser la última vez que hablemos, te sientes impotente porque desde aquí no puedes hacer nada», confiesa antes de que la emoción le quiebre la voz.

Ante la escalada de violencia, viendo su ciudad totalmente bombardeada, la hermana de Olena intentó llegar a la frontera con Polonia, pasando antes por la casa de sus hijas, en Lvov, a 70 kilómetros de los controles fronterizos. «Tardó 12 horas de viaje sin parar y, cuando llegaron a 35 kilómetros de la frontera, sin agua ni comida, se quedaron allí atrapados, con el frío de la noche, no avanzaban y decidieron volver otra vez a Lvov», resume la epopeya de la huida frustrada. «Mis sobrinas no quieren irse para no dejar a sus parejas y mi hermana no quiere dejar a sus hijas», explica con resignación Olena, aunque entiende que no quieran abandonar a los suyos, porque los hombres de entre 18 y 60 años no pueden dejar el país por si se les necesita para luchar.

La familia de Yuliya vive en Kremenchuk, una gran ciudad industrial a 270 kilómetros al oeste de Kiev, junto al río Dniéper, y ellos tampoco quieren dejar sus casas. «Mi padre tiene 82 años y no quiere irse, mi hermano con su mujer y sus tres hijos, dos mayores de 18 años, tampoco se van, la mujer de mi hermano no quiere dejar a su marido, sus hijos y su padre allí», relata Yuliya, que ve cómo, de momento, su ciudad se está salvando de los bombardeos rusos. «Mi hermano y su familia han pasado tres días bajo tierra en un sótano y ahora se han ido a casa de mi padre, por miedo, aunque tengan que dormir en el suelo», cuenta.

Yuliya tenía un billete de avión para viajar Ucrania de vacaciones el 18 de marzo, que ahora no podrá utilizar. «Mi familia me dice que qué bien que no tenía el billete antes, porque me habría pillado allí la guerra, pero yo preferiría estar allí con ellos», dice con la sinceridad que da el dolor por lo que están pasando los suyos.
«No queremos la paz de Rusia», insiste con rabia Yuliya, «lo podemos decir en ruso, ucraniano o español, Putin quédate en tu país». Con esta firme declaración resumen el coraje de un pueblo que al que están invadiendo en una guerra, como todas, absurda.