La gran familia del bar Hilario desde 1929

A.C. / Agüera de Montija
-

Tomasa González, Sita, y su hija Belén Calleja, tercera y cuarta generación, regentan en Agüera uno de los pocos bares y ultramarinos que sobreviven en los pueblos de la comarca

Tomasa González, Sita, y su hija Belén en el Bar Hilario, donde trabajan juntas, la primera desde hace 40 años y la segunda desde hace 14. / A.c. - Foto: A.C.

Su abuelo Jesús González se levantaba a las dos de la madrugada de la cama para servir café a un transportista de Arnuero (Cantabria) y poder seguir viaje por aquellas duras carreteras de la primera mitad del siglo XX. Sus hijos siguen parando en el Bar Hilario y recordando aquella generosidad. Hace poco un motorista holandés «empapado hasta los huesos» permaneció tres horas asomado a la chimenea del bar secando su ropa. En la calle nevaba y el pequeño negocio al pie de la carretera Nacional 629 que surca el puerto de los Tornos fue su salvación.  Como lo ha sido para miles de personas desde 1929.

Y cuál es el secreto para sobrevivir a una guerra, posguerra, sucesivas crisis, pandemia y mucho más. «El boca a boca, la tradición familiar...», dice Tomasa González Martínez, Sita para todos. Y la dedicación, el esfuerzo y el trabajo también. Porque el pequeño bar y ultramarinos de Agüera, uno de los pocos que sobreviven en los pueblos de la comarca, abre todos los días del año, salvo Año Nuevo, de nueve y media de la mañana a nueve y media de la noche mínimo sin descanso para comer, y hasta más tarde los fines de semana y en verano, cuando el pueblo montijano se llena de visitantes. Solo el próximo sábado va a cerrar por una causa mayor, el bautizo de Mara, la única nieta de Sita. Ella creció detrás de la barra. También sus hijas, pero solo una, Belén Calleja, lo ha convertido en su trabajo. La tercera y la cuarta generación del Bar Hilario trabajan juntas en armonía y lo mismo sirven un café de puchero La Fortaleza (no hay máquina de café), que cargan un saco de patatas de Losa, ponen unos huevos fritos con panceta y morcilla -muy apreciados por la clientela- o venden unos perrochicos, embutidos de Villarcayo, miel de Espinosa o pastas de Liérganes.

La misma estética. El pequeño colmado atrae la vista, porque reúne productos de droguería, aseo personal, alimentación... un poco de todo. Y además conserva la estética de hace más de noventa años, con la misma barra con la que abrieron en 1929 los bisabuelos Jesús y Tomasa, las mismas mesas y estanterías y unas cuantas botellas que han ido cogiendo solera con el humo de las velas y el tabaco que antaño llenaba las tabernas.

Sita hace gala de una memoria prodigiosa, como la de su padre. Repasa en unos minutos la historia familiar y reconoce en los antiguos libros de cuentas a los vecinos de distintos pueblos de Montija. «Desiderio Núñez, el panadero; Ángel López, el abuelo de los propietarios del Restaurante El Ribero; César Villasante, el dueño del antiguo molino...» y podría seguir. Sus abuelos, de Agüera ella y de Espinosa él, se casaron el 18 de febrero de 1928 y un año después comenzaron a regentar un almacén de patatas y hacer tratos con el ganado y un poco de todo. La licencia oficial del negocio es de 1933, pero Sita insiste en que el ultramarinos estaba abierto ya en 1929. Lo heredaron sus padres, Hilario, hijo de Jesús y Tomasa, y Tere, de Espinosa, hija de Ceferino el Pícaro, y María la Viva, que se casaron en 1957 y se hicieron cargo del bar en 1962. Sita ya lleva 40 de sus 60 años atendiéndolo y su hija, de 33 años, catorce.

Cuando era pequeña Sita recuerda que allí se vendía de todo, hasta aspirinas o aquellos cuadernos azules que traían de la librería de Santiago Rodríguez de Burgos. De Bilbao por el tren de la Robla llegaba mucha mercancía. En aquellos tiempos todo se compraba en el pueblo. El abuelo Hilario falleció con 86 años hace muy poco. «No hay pueblo que hables de él en el contorno y no le conozcan», recuerda su hija Sita.

A ella seguro que también la van a recordar en el norte de la comarca y parte de Cantabria, aunque por el Bar de Hilario pasan transportistas, viajeros que lo tienen como «parada obligatoria» cuando van a la playa, muchísimos seteros que aprecian los boletus edulis de los montes de Agüera y, sin duda, la gran familia que ya forma la clientela habitual.