Claudicar, escapar o morir

Issa Ousseni (EFE)
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Además de sembrar el caos con sus atentados, los yihadistas han empezado a exigir un diezmo a una población que está optando por huir de sus hogares para escapar de la muerte

Un joven posa junto a su campo de mijo en los alrededores de Niamey, amenazado por una plaga de orugas - Foto: EFE/ Issa Ousseini

Sentada en una colchoneta a la sombra de un árbol, con un bebé en las piernas, Fouré Hinsa relata cómo dejó su aldea huyendo de los yihadistas. De pedirles llevar el burka a ellas y dejarse la barba a ellos, pasaron a cobrarles un diezmo y luego a matarlos por no querer engrosar sus filas. Solo les quedó una salida: escapar.

Hinsa es una de los miles de personas que huyeron en mayo de sus pueblos de Níger a causa de la violencia, que ella sufría día a día en Daba, una aldea de la región de Tilláberi situada en la zona conocida como las tres fronteras -donde confluyen las de Níger, Burkina Faso y Mali-.

Según los datos aportados hace unos días por Naciones Unidas, entre el 1 y el 19 de mayo, cuando salió de Daba, 43 civiles fueron asesinados en la zona, otros 22 secuestrados y 16.193 personas se vieron forzadas a dejar sus casas y refugiarse en lugares más seguros de Níger. Los ataques terroristas pasaron de 93 entre enero y abril de 2021 a 136 en el mismo período de 2022.

Hinsa encontró refugio a unos 120 kilómetros de Daba, en la escuela primaria de Komba, una localidad a unos 25 kilómetros de Niamey donde 15 familias de su aldea, sobre todo madres y niños, viven ahora entre la indigencia y la hambruna.

«Todos los habitantes de Daba y de las aldeas aledañas huyeron de sus casas», asegura esta mujer de unos 40 años en el recinto de la escuela.

Cuenta que hace unos cuatro años los yihadistas aparecían en grupos de seis u ocho «para pedirles a los hombres que se afeitaran la cabeza, se redujeran el largo de los pantalones, usaran turbantes y se dejaran crecer la barba, y a las mujeres que se pusieran el burka y no salieran de casa por ningún motivo». Luego comenzaron a exigir a los aldeanos el pago de un diezmo de acuerdo al tamaño de su ganado, más adelante les quitaron los animales y acabaron por llevarse a los jefes de las aldeas, los imanes y sus familiares para matarlos fríamente en el monte, explica.

«La presión se ha vuelto insostenible desde principios de este año 2022, cuando decidieron atacar a todos indiscriminadamente, ante la negativa categórica de nuestros maridos de sumarse a sus filas para luchar contra el Ejército», prosigue Zeinaba Tahirou, sentada en la misma estera de Hinsa.

Con poco que comer, las familias tienen ahora al menos un techo donde dormir seguras. Diallo Amadou, jefe del comité de gestión de la escuela de Komba, explica que les deja quedarse en las clases cuando los estudiantes están de vacaciones.

«Nos apiadamos de ellos y por eso abrimos las aulas para recibirlos. Pero desde que están aquí no han recibido ninguna asistencia alimentaria», se queja este hombre.

Otras familias que huyeron de la misma zona encontraron refugio en las casas de gente que las acoge y algunas viven en «refugios improvisados construidos apresuradamente con la ayuda de los aldeanos».

Un camino mortal

Entre los desplazados también hay algunos mayores. Como Ali Doullé, un septuagenario de Daba que caminó más de 10 kilómetros con la ayuda de su yerno antes de conseguir un vehículo que le llevara a Komba.

Como el resto, huyó de allí en mayo, cuando los yihadistas lanzaron un ultimátum: si en 72 horas no abandonaban sus pueblos, les matarían.

«Es difícil decir el número exacto de personas que huyeron a toda prisa del pueblo de Daba y las aldeas aledañas tras el ultimátum de los yihadistas, justo después del Ramadán (abril), pero superan las 5.000, entre mujeres, niños, jóvenes y adultos», declara Doullé, melancólico.

Recuerda cómo recorrieron unos 120 kilómetros hasta llegar a Komba, un camino que para algunos resultó mortal. Hubo familias, explica, que decidieron establecerse en aldeas a lo largo del camino debido al hambre y la fatiga. «Fue muy doloroso, como un calvario».

«En el camino, dos personas murieron de hambre y agotamiento, a pesar de que no tenían ninguna enfermedad cuando salieron del pueblo. Nuestros hombres los enterraron en el lugar para que pudiéramos volver rápidamente a la carretera», confirma Hinsa.

Las familias llevan tres meses en Komba y no han recibido por el momento ninguna ayuda alimentaria. «Las autoridades locales vinieron a vernos para evaluar nuestras necesidades. Desde entonces, hemos estado esperando. Sobre todo, necesitamos comida», murmura Halimatou Idrissa, sentada en una estera, apoyada contra el tronco del árbol.

«Nuestros hijos se pasan el día llorando de hambre. Nos contentamos con hojas de moringa hervidas, mezcladas con harina de yuca con sal y chile para calmarlos, pero necesitamos comer algo más», afirma.

Siete años sin maestros

En lugar de la comida esperada, hasta finales de mes las autoridades locales les ofrecieron solo dos cajas de jabón.

«Los que tienen hambre, ¿tienen tiempo para pensar en lavarse o lavar la ropa?», se pregunta el anciano Ali Doullé, que dice haber comenzado a perder la visión por la mala alimentación.

En la aldea desierta de Daba, la escuela cerró sus puertas hace siete años bajo la presión de los yihadistas, pero el centro de salud permaneció abierto hasta que la población se fue.

«Expulsaron a los maestros de la escuela hace siete años, pero perdonaron a los sanitarios porque (los yihadistas) iban al centro para recibir tratamiento cuando estaban enfermos», explica Zeinaba Tahirou, otra desplazada de Daba.

Privadas de alimentos, con un futuro incierto, estas personas expulsadas de sus tierras ya no tienen siquiera la posibilidad de sembrar sus campos este año, el que era su medio de vida hasta que los yihadistas les echaron de sus hogares.