Hijos de la eterna crisis

ANGÉLICA GONZÁLEZ
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Desde que iban al colegio solo han oído hablar de dificultades por todas partes y no han recibido una sola buena noticia. Casi el 40% de los jóvenes burgaleses de entre 30 y 34 años vive con sus padres. Algunos valientes, sin embargo, dan el salto

La pareja, en su coqueto apartamento. - Foto: Alberto Rodrigo

Cristina Ibeas y Josué Martínez, 28 y 32 años: «Con un solo sueldo no nos podríamos haber ido a vivir juntos, la mitad se hubiera ido en el alquiler»

Dentro de unos días hará dos años que Cristina Ibeas, de 28 años, y Josué Martínez, de 32, tomaron la decisión de dejar la casa familiar e irse a vivir juntos después de un lustro como pareja. Y no fue una decisión tomada a la ligera sino «un salto meditado» porque él trabajaba pero ella aún estudiaba un máster que compaginaba con pequeños empleos que le iban saliendo. En aquel momento Cristina había terminado las prácticas y aunque todo  pintaba bien no estaba segura del todo de que le fueran a contratar en esa misma empresa (al final resultó que sí) y recuerda con una sonrisa y un cierto nerviosismo que cuando llegaron al bonito estudio en el que viven solo le quedaban doscientos euros en la cuenta.

Hace unos meses su situación ha cambiado. A él le rescindieron el contrato y en la actualidad cobra el paro y prepara unas oposiciones porque lo que más desea, como todo el mundo, es tener un puesto fijo y un sueldo asegurado. Los dos están de acuerdo en que de forma individual nunca se hubiera podido independizar: «Con un solo sueldo no nos podríamos haber ido a vivir juntos, la mitad de lo que cobramos se nos hubiera ido en el alquiler».

Adrián coloca ordenadamente la colada. Adrián coloca ordenadamente la colada. - Foto: Patricia

Es lo que le pasa a la mayoría de los jóvenes. Cristina dice que salvo una de sus amigas, que también vive en pareja, el resto aún siguen en la casa de los padres y Josué, que es cuatro años mayor, dice que sus conocidos ya están fuera aunque muchos compartiendo piso. Lo de independizarse de forma individual es complicado.

Y luego está el tema emocional. La madre de Cristina  llevó regular que su hija se independizara. Esta joven, graduada en Turismo, había estado fuera varios años por estudios y reconoce que le costaba volver a la casa familiar: «Yo lo tenía en mente lo de irme de casa pero mi madre creía que era algo mucho más lejano. Lo cierto es que  les dije con tiempo que íbamos a empezar a mirar casas pero a ella no le hizo mucha gracia, no quería que me fuera». En el caso de Josué la vieron algo más normal: «No fue traumático, fue natural porque soy más mayor».

Dos años después, el balance de su vida en pareja es muy positivo, dicen: «Nos entendemos muy bien, no fue un cambio muy radical sino muy orgánico», afirma Cristina. «Nosotros hemos aspirado siempre al compromiso», añade Josué. La pareja -que no ha pensado en casarse ni en registrarse como pareja de hecho y que aunque a veces habla de hijos es algo aún muy lejano- se da mucha autonomía y cada uno de ellos hace muchas veces planes por su lado. Quizás sea ese su secreto. 

Adrián Gil Gutiérrez (23 años): «Soy el único de mis amigos que se ha marchado de casa.  A la mayoría le da envidia»

Dice que a sus padres les pareció «raro pero bien» su decisión de independizarse con apenas 23 años y unos contratos de trabajo muy precarios. «Mi madre me dijo lo mismo que la vez que le conté que me iba a tatuar: 'No te vas a atrever'. Y vaya si me atreví», cuenta Adrián Gil Gutiérrez, a la vez que enseña su brazo bien dibujado. Este chaval que va currando allá donde una empresa de trabajo temporal le envía -ahora lo está haciendo en una fábrica ubicada en un pueblo a 40 kilómetros de Burgos- y que no le hace ascos a nada (ha sido socorrista y repartidor, ha estado en una empresa de congelados y en otra de radiadores) lo que quisiera es encontrar una cosa «de lo suyo», que es el deporte y el contacto con la naturaleza, no en vano hizo el ciclo de Grado Superior en Enseñanza y Animación Sociodeportiva. 

Pero mientras eso pasa, no solo no está quieto sino que se ha marchado de casa porque quería ser independiente «y no tener a mis padres todo el tiempo detrás ni dar explicaciones». Así que jugando un día a la play con un amigo le preguntó: «¿nos vamos de casa?» y el otro, que al principio se mostró más remolón, terminó diciendo que sí. Así que ambos con el hermano del primero se pusieron a buscar piso y ahora los tres habitan uno pequeño pero bastante limpio y ordenado: «Aquí la forma de organización es que el que mancha, limpia», dice Adrián.

Es consciente de que lo que ha hecho no está al alcance de la gente de su edad y de que si no compartiera el piso con sus dos compañeros hubiera sido imposible dar el salto: «Soy el único de mis amigos que se ha marchado de casa. A la mayoría le da envidia pero también sé que sin compartir la casa con dos más hubiera sido imposible porque los precios de todo son muy altos », afirma, mientras da los últimos toques para que su casa quede lo más aseada y recogida posible. 

Adrián se apaña más o menos con la cocina y si no, consulta en internet. «Mira, el otro día un compañero estaba haciendo unas albóndigas mirando en Youtube, pues esa receta ya la sabemos. No soy de los que van a casa a por un táper pero es cierto que cuando mi madre, que es muy repostera, me dice que ha hecho bizcocho, voy corriendo a por él».

Insiste en que es «una experiencia genial» y que lo mismo que tiene de bueno lo tiene de malo: «Ahora yo soy el responsable de todo lo que hago y eso es muy bueno porque decido yo, pero también tiene una parte dura y es que tengo que asumir todas las decisiones que tomo». A eso se le llama también madurez.