Los cirujanos del arte

H.J.
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Durante la restauración de la Catedral, decenas de personas se afanaron en aplicar adecuados tratamientos para recuperar su esplendor. Dos de ellos nos cuentan aquí su experiencia, a caballo entre lo profesional y lo espiritual

Francisco Jesús del Hoyo (policromías): «Este es un trabajo que enriquece todos los días. Es un lujo poder compartirlo y descubrir sorpresas» - Foto: Alberto Rodrigo

Enrique Barrio y Francisco Jesús del Hoyo recuerdan perfectamente el día que les llamaron para emprender la ingente tarea de restaurar a fondo la Catedral de su ciudad, aunque entonces no eran conscientes y se tomaron aquello como un encargo puntual. Barrio tenía que echar un vistazo al estado de conservación del rosetón del Sarmental. Del Hoyo fue contactado para preguntarle si podría devolver los colores a la cúpula de la capilla de las Reliquias. Ambos dijeron que sí, y se pasaron años trabajando en la seo.

Las suyas son dos de las caras visibles entre las decenas de personas que emplearon miles de horas para devolver al gran templo burgalés su esplendor y para asegurar su salud como monumento de cara al futuro, a partir de aquella caída de la escultura de San Lorenzo que despertó todas las alarmas en el verano de 1994. 

Coloquialmente se les conoce como restauradores, pero son verdaderos cirujanos del arte. Y se implican tan a fondo en sus labores que acaban yendo más allá de lo profesional, hasta llegar a connotaciones filosóficas y espirituales porque, aseguran, uno ya no vuelve a ser la misma persona ni el mismo artista cuando una obra así pasa por sus manos.

Enrique Barrio (vidrieras): «Si la Catedral era un enfermo, ahora podemos decir que está curado, pero es un anciano y tiene que someterse a revisiones periódicas»Enrique Barrio (vidrieras): «Si la Catedral era un enfermo, ahora podemos decir que está curado, pero es un anciano y tiene que someterse a revisiones periódicas» - Foto: Alberto Rodrigo

Francisco Jesús es restaurador de escultura y pintura sobre bien mueble e inmueble y su labor en la catedral se centró, sobre todo, en la restauración de policromías tanto en piedra como en madera a lo largo de unos 13 años. Él iba para veterinario, pero no le dio la nota para estudiar en Madrid, y lo cambió por las Bellas Artes: «Tenía la idea romántica de la restauración, de un señor en su taller con su música clásica y su tablita», aunque la práctica le ha enseñado que, en realidad, uno se llena de polvo subido a un andamio, pasa mucho frío cuando está en una catedral sin vidrieras, los huesos y los músculos acaban padeciendo las corrientes y tampoco se olvida del calor acumulado en las cúpulas durante el verano.

Enrique, sin embargo, ya había mamado el mundillo de la restauración gracias a su hermano, Santiago Barrio. Él ya sabía que desmontar las vidrieras era una tarea penosa en la que se soportan días de lluvia y de helada, aunque luego ofrezcan también sus ratos de satisfacción cuando el restaurador se las lleva a su taller y la mima en condiciones controladas.

Pese a proceder de puntos de partida profesionales tan distintos, ahora ambos son amigos, comparten confidencias, se entienden con la mirada y demuestran un apasionamiento sincero cuando recuerdan sus trabajos en la joya gótica burgalesa. Admiten que trabajar en su ciudad, recuperando un templo que ambos habían conocido desde niños y donde habían vivido momentos especiales en el ámbito personal y familiar, es distinto a todo lo demás. «La presión es mayor porque quien te lo encarga, a quien debes y quien luego juzgará el resultado, es gente conocida», reconoce Del Hoyo. Pero ojo, porque «un médico burgalés no atiende mejor a uno de aquí que a un señor de Jaén», advierte Barrio.

De cualquier forma, el calibre de un encargo así genera un vínculo especial no solo con la obra, sino con todo lo que entraña. “Es inevitable no dejarse contaminar voluntariamente. Una de las cosas más bonitas de restaurar patrimonio es que cada vez que una obra pasa por tus manos tú eres otra persona, otro artista, te enseña a entender el arte y la historia de otra manera porque siempre hay un intercambio de información con otros especialistas, una sorpresa, descubrimientos que surgen en sitios por donde habías pasado y donde habías mirado mil veces. Y cuando subes a una cúpula, te pasas horas y al bajar de nuevo parece que vuelves al mundo de los mortales, que has aterrizado llegando de otro planeta».

Con los ojos divinos. Cuentan con verdadero cariño que «es un trabajo que enseña y enriquece todos los días», un pequeño lujo profesional el poder contribuir con su granito de arena a un edificio por el que han pasado tantísimas generaciones y gremios diferentes hasta configurar la Catedral tal y como la vemos hoy en día. 

Y encima, siempre con margen para la sorpresa: «Ese es su encanto», coinciden Barrio y Del Hoyo. «Tenemos muchos momentos especiales dentro de la Catedral, figuras que nadie puede contemplar porque están muy lejos o porque están directamente ocultas pero que los maestros de distintas épocas dejaron ahí simplemente porque Dios lo ve todo, ese era el pensamiento. Cuando uno contempla una obra de arte no solo tiene delante la historia o la moda de entonces, sino una implicación y un compromiso de los oficios, los artesanos y los artistas que traían la mejor piedra, la mejor madera, los mejores canteros, porque había que hacerlo bien, se viera o no se viera».

Esa concepción religiosa de la construcción catedralicia es una de las claves para valorar todavía más y mejor lo que, ocho siglos después, ha llegado hasta nuestros ojos. «Cuando nace la Catedral, la belleza se relacionaba directamente con la divinidad. Imaginemos cuando el fiel entraba a la iglesia y se encontraba con aquello iluminado por la luz natural de una manera tan especial. Veía las figuras de la Virgen, de Jesucristo, de los apóstoles, de todo aquello en lo que él creía. Se encontraban realmente en el cielo», explica Enrique.

«Algo tan sencillo como el color y la imagen. Antes nadie veía fotos ni cuadros más que cuando accedían a un edificio así. Nadie tenía las láminas de Ikea ni las pantallas de los móviles, iluminadas y a color, que ahora nos rodean. Debía de ser absolutamente impactante entonces, porque hoy en día nos sigue sorprendiendo».

Los restauradores llevan a cabo, en parte, una labor de arqueología artística porque deben buscar bajo las capas del tiempo técnicas y estilos de distintas épocas, compararlas con los maestros de hace siglos que realizaron una obra de arte y que exige ponerse en su lugar para comprender cómo trabajaban y qué hacer ahora para arreglarlo o limpiarlo. Y al mismo tiempo su labor es la de un personal sanitario altamente cualificado.

El diagnóstico. Tienen que atender al enfermo, aplicarle cuidados, operarle cuando sea necesario y además dejar establecido un diagnóstico para el futuro. ¿Cuál sería el informe emitido para la Catedral, siguiendo el símil cirujano? «Pues que el paciente está curado pero es un anciano. Debe someterse a revisiones periódicas y atender las recomendaciones de mantenimiento para sus estructuras, protección y todos los elementos que la componen», relata Barrio, a lo que Del Hoyo añade: «Con la carrerilla que hemos cogido en la restauración global, es el momento de no dejar que se vuelvan a acumular problemas y patologías, para que nunca nos tengamos que ver en la misma situación. Seguir con la conciencia de conservación». 

Desde el principio de los tiempos, el artista es el famoso y el restaurador casi siempre es anónimo, pero lo tienen asumido. «Debe ser así, si no la Catedral estaría llena de firmas», bromean. A veces dejan escondido en algún rincón de la obra restaurada unas siglas, una fecha e incluso una moneda de nuestro tiempo o un papelito a modo de cápsula del tiempo. 

Siempre con el cuidado de mantener un equilibrio entre actuación novedosa y respeto. Con la premisa de que lo que hagan debe ser discernible y reversible, sin destacar en exceso, mejorando lo que se encontraron. Aplicando el bisturí dejando la menor cicatriz posible, y siempre pensando en que el enfermo, la paciente catedralicia, tenga una larga y excelente calidad de vida con la vista puesta, como querían sus creadores, en la eternidad.