Los Burgos de Hemingway

R.P.B.
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En el 60 aniversario de su muerte, una serie documental retrata la vida del gran escritor norteamericano, un apasionado de Burgos -para él, era la ciudad más hermosa de Castilla- y amigo íntimo del diestro burgalés Rafael Pedrosa

Foto inédita de Pedrosa y Hemingway con la cuadrilla de Ordóñez en Los Vadillos (30 de junio de 1959). - Foto: Familia Pedrosa

Antes de salir por la Puerta Grande de la posteridad, Rafael Pedrosa recordó muchas veces a Ernest Hemingway. El genial escritor norteamericano había sido su amigo, algo que el matador de toros burgalés llevó siempre a gala, con especial orgullo. Atesoraba el diestro numerosas anécdotas compartidas con el rubicundo novelista apasionado de la Fiesta. Muchas. La recién estrenada serie documental 'Hemingway', que puede verse en la plataforma Filmin, es un retrato definitivo del autor de novelas tan influyentes como El viejo y el mar: en ella se abunda en la vida y obra del atormentado escritor sin eludir sus zonas de sombra, como su carácter tonante o su alcoholismo. Está, también, su pasión por los toros y por España. Y aunque a don Ernesto se le vincula especialmente conPamplona y los Sanfermines, mantuvo una relación íntima también con Burgos y muy especialmente con un burgalés, el gran Rafael Pedrosa, con quien tanto quiso.

Prueba de ello, la foto inédita que ilustra este artículo. Fue tomada en junio de 1959, en la plaza de toros de Los Vadillos. Hemingway se hallaba en España mezclando trabajo y placer: se había comprometido con la revista Life a narrar la experiencia de seguir por los ruedos de todo el país a las dos figuras del toreo del momento: Antonio Ordóñez y Luis Miguel Dominguín, a la sazón amigos suyos. El día 30 toreaba el primero en la Cabeza de Castilla, y Hemingway asistió al coso burgalés con la mejor compañía posible, su amigo Rafael Pedrosa. Juntos asistieron a una faena deslumbrante, ya que Ordóñez triunfó. Y de lo lindo.Cortó dos orejas a los toros de Cobaleda y salió por la Puerta Grande. Conserva la familia del maestro burgalés una entrada de ese día con el autógrafo del autor de Por quién doblan las campanas. «Siempre tuvieron muy buena amistad. Mi padre le admiraba mucho», evoca Bárbara Pedrosa, hija pequeña del matador.

Aquel verano del 59 fue el último de Hemingway en España. Su vida siempre al borde del abismo (aventuras, accidentes, heridas, cicatrices, la desenfrenada pasión por el alcohol) le habían sumido en una depresión ciclotímica. Pero amaba España y los toros. Y aquellas semanas fueron felices. «Este es un verano maravilloso. Quien no pueda escribir aquí no podrá hacerlo en ninguna parte», anotaría en el reportaje, que terminó convertido en libro bajo el título Un verano peligroso. Para el autor de Fiesta, Burgos siempre fue la ciudad más bonita de la vieja Castilla. Así la describía: «Siempre sorprende entrar en Burgos. Podría ser cualquier otra ciudad al verla en la hondonada entre montes hasta que uno distingue el gris de las torres de la catedral y, de súbito, llega a ella». Aquella faena de Ordóñez del 30 de junio quedó bien retratada en el reportaje: «La corrida fue buena aunque los toros de Cobaleda resultaron difíciles y peligrosos. Uno de los que le tocaron a Antonio únicamente podía lidiarse con la derecha. El cuerno izquierdo no cesaba de buscar al matador. Por tanto, Antonio lo toreó hábilmente con la diestra y lo mató bien. Su segundo toro era asimismo difícil, pero supo corregirlo igual que al de Barcelona el día antes. Estuvo a su altura acostumbrada, realizó una faena clásica y mató de manera excelente, clavando la espada muy alta. Le dieron ambas orejas. Su trabajo no pudo ser mejor y no permitió que se advirtiese lo difícil que era la res», escribió.

El novelista, que comió ese día en Casa Ojeda, donde firmó la entrada, y compró queso para su adorada Gertrude Stein, regresó a Burgos días después.Por nada del mundo quiso perderse la corrida de Miuras que iba a lidiar su buen amigo Pedrosa. Faltaría más. Hacía más de tres décadas que tan famoso hierro no se dejaba ver en Burgos, tal era la expectación que levantó la cita. La corrida deslumbró al escritor norteamericano, que fue muy claro en su análisis: « «Fueron los mejores toros de la temporada, y uno de ellos el más noble y completo que había visto en muchos años. Hizo cuanto estaba a su alcance menos ayudar al puntillero después de que lo derribaron». El maestro Pedrosa obtuvo saludos y ovación. Un éxito si se tiene en cuenta la peligrosidad de los astados, que trajeron de cabeza al equipo médico en aquella calurosa tarde del 5 de julio.

Regalos. Evocó muchas veces Rafael Pedrosa un gesto habitual de cercanía del escritor con los toreros: solía ofrecerles un trago de whisky de su petaca. «Tuve la suerte de conocerle, de gozar de su amistad y de que me viera torear. Le gustaba mucho estar con los toreros, y tenía detalles con todos. Llevaba siempre una petaquilla y solía ofrecérnosla amistosamente. Era un hombre culto, de una gran simpatía y de trato agradable. Lo quise mucho porque él nos quería a nosotros», confesó en cierta ocasión el diestro de Villatoro. Si aquella tarde de Miuras le ofreció la petaca al matador burgalés, no lo sabremos nunca. Pero sí que esa petaca acabaría siendo propiedad de Rafael Pedrosa. No en vano -por eso el título Un verano peligroso le viene pintiparado al libro que surgió de aquella estancia de Hemingway en España-, antes de emprender el regreso a Estados Unidos, el autor de París era una fiesta sufrió un aparatoso accidente de tráfico de Aranda de Duero cuando volvía de una corrida en Nimes (Francia) a finales de agosto.El vehículo en el que viajaba se accidentó en el corazón de la Ribera por culpa de un pinchazo. Era un Ford alquilado por su anfitrión, el millonario Nathan Bill Davis (que poseía en Málaga la lujosa finca La Cónsula, donde tanto tiempo pasó el escritor) y que conducía en el momento del siniestro, quedó destrozado, si bien sus ocupantes, entre los que estaba Valerie (futura nuera del premio Nobel) salieron golpeados pero indemnes.

Rafael Pedrosa acudió a ver a su amigo. Y éste, en un gesto postrero (ya no volverían a verse) le regaló la petaca. «Esa petaca acompañó a mi padre durante muchos años». Lo cuenta con orgullo Bárbara Pedrosa, quien también atesora un ejemplar de El viejo y el mar dedicado y firmado por Hemingway. Casi nada. Dos años después de aquel intenso verano, y tras abismarse en el infierno de la depresión, los delirios paranoides y una incipiente demencia senil, el formidable autor de Adiós a las armas tomó la suya -una escopeta Boss calibre doce- y se fue al jardín del Edén antes de que rompiera el alba. (Para Bárbara).