Las últimas almas de Santa María la Real

S.F.L.
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Las hermanas María Jesús y Fátima ingresaron en el Monasterio de Vileña en 1954, donde residieron hasta que se quemó. Repasan sus vivencias en el 800 aniversario de su fundación

Las últimas almas de Santa María la Real - Foto: S.F.L.

Con paso firme y una sonrisa de oreja a oreja, la hermana María Jesús Vélez nos recibe en el monasterio de San Felices de Burgos, donde reside junto a otras cinco monjas de la comunidad de Madres Cistercienses Calatravas. Tiene nada menos que 86 años pero su agilidad y energía no delatan su edad. De igual forma, un ligero brillo en su mirada revelan algo poco usual. Algo que se aprecia claramente tras mantener una ligera charla con ella. La religiosa es clara y vívida en sus conversaciones y recuerda cada momento significativo mientras residió en el Monasterio de Santa María la Real de Vileña, en el que ingresó en 1954 con la mayoría de edad recién cumplida.

A los pocos minutos aparece la hermana Fátima, que a pesar de estar más cerca de los 97 que de los 96, conserva su tierno rostro de siempre. Ayudada de su cachaba, toma asiento junto a su compañera y en cuanto coge la confianza que su timidez le permite, comienza a relatar una historia con suma delicadeza, acompañada de todo tipo de detalles que hacen trasladarse hasta los últimos años de vida del convento, fundado hace 800 años por la que había sido reina de León, Doña Urraca López de Haro.

Las últimas supervivientes de Santa María la Real recuerdan con total lucidez el día que sus vidas cambiaron para siempre. La transición de la hermana Vélez se desarrollo en paz, pero la de la más mayor sufrió algún que otro altibajo. «Estuve llorando sin parar más de una semana, ninguna compañera tenía compasión para mi. Me dio mucha pena dejar a mi familia», expone la religiosa con ojos vidrioso. El Señor fue el que les dio la iluminación de ingresar en un convento de clausura y las dos reconocen que todavía hay momentos complicados. «Podía ver a mi madre y mis hermanos cada dos semanas porque vivían en Vileña, pero la hermana Fátima lo tenía más complicado», expone sor Vélez.

Con cierto rostro de sufrimiento expresan el frío que pasaron en el convento, hoy en estado de ruina, en el que llegaron a residir 21 hermanas. «Nos levantábamos a las 3 de la madrugada para rezar y la acción la repetíamos otras seis veces», declaran. El edificio del siglo XIII de 20.500 metros solo conservaba el calor en la sala donde se ubicaba la gloria, por lo que en los meses de pleno invierno soportaban condiciones «realmente duras».

Tras el incendio ocasionado en 1970 que arrasó con el inmueble, los vecinos de la pequeña localidad burebana consideran que su legado «pervivirá eternamente». Uno de lo niños de la época evoca el momento en el que celebraron en la iglesia del convento la primera comunión. «Allí se conmemoraba la liturgia de Semana Santa, su cantamisa algunos curas de la zona, los actos religiosos del pueblo conjuntamente con las monjas, y por supuesto, allí permanecíamos todos los chicos del pueblo dispuestos a ayudar. También recuerdo con agrado el rito de la paz porque para los monaguillos suponía el momento más interesante de la misa», expone Miguel Ángel Santiago.

El municipio siempre vivió a la sombra del Monasterio y el caprichoso destino quiso que su desaparición coincidiera, en parte, con la despoblación de la zona. Apenas se mantienen dos decenas de vecinos día a día que se «afanan en mantener vivo el recuerdo de un enclave que disfrutó de momentos de gran esplendor», aclara.

Tras el fatal incendio, las hermanas permanecieron cuatro meses alojadas en la Casa del Maestro y del Médico que el alcalde, Eduardo Gutiérrez, cedió a la comunidad. Pero las casualidades de la vida desencadenaron en que una mujer de Villarcayo ofreciera un terreno de su propiedad para que las religiosas se trasladaran. «Hasta que se construyó el nuevo convento residimos otros cuatro años en un propiedad de Águeda, a la que no olvidaremos nunca», manifiesta la hermana María Jesús. «El día que lo inauguramos la Madre Rosario daba saltos de alegría por los pasillos. Fuimos muy felices allí pero al quedarnos las dos solas no tuvimos otro remedio que marcharnos. Nos ofrecieron 26 conventos y yo me decanté por este de San Felices», apostilla sor Fátima.

Y en él siguen, elaborando pastas y realizando algún trabajo de costura, felices pero con el corazón dividido entre los muros del cenobio de Vileña, en el que descubrieron lo que significaba la clausura, y el de Villarcayo.

Historia.

Santa María la Real no fue un Monasterio de gran renombre, aunque en sus techumbres mudéjares figuraban los escudos de familias nobles como los Lara o Rojas. Poco después de su fundación sufrió asaltos y ataques. En el siglo XIX llegaron las tropas francesas a la comarca burebana, con quienes las monjas tuvieron que colaborar económicamente de forma forzada, y también las temidas desamortizaciones, lo que las llevó a abandonar el convento en 1868 y recogerse en las Huelgas, donde pasaron cuatro años. 

Un fuego que duró 18 días.

Un sol radiante azotaba desde primera hora de la mañana de un 21 de mayo de 1970 la localidad de Vileña. Como venía siendo habitual, las monjas cistercienses del Monasterio de Santa María la Real se encontraban en una sala de la última planta del edificio elaborando las faldas que una empresa de Burgos les había encargado. La hermana María Jesús tuvo que dejar de lado durante unos minutos su labor para recibir a un veterinario que acudió a comprobar que las 1.100 gallinas que habían comprado se encontraban en buen estado.

Al regresar de nuevo a los trabajos de costura, la religiosa percibió un olor intenso que provenía de alguna dependencia cercana. «En esta habitación hay tufo», expresó a sus compañeras. «Pero nadie me lo tomó enserio», expresa. A continuación se subió al alto de la habitación para tener mejor visibilidad con la aguja y observó que salían pequeñas llamaradas a través de muchísimas tejas. «¡Madre, que se quema el convento!», alertó al resto de monjas.

Para dar la voz de alarma tocó las campanas y vecinos del propio pueblo y de La Vid de Bureba se acercaron hasta el inmueble para auxiliar a las residentes y ayudar en todo lo posible. «Vinieron los bomberos de Burgos, Miranda y Briviesca, pero ya nada se pudo hacer. El fuego se extinguió pasados 18 días pero gracias el apoyo de todos, pudimos salvar las obras artísticas que custodiábamos», añade. El fuego marcó el final del Monasterio, que a partir de entonces quedó en desuso.