Paisaje de una historia infinita

ALMUDENA SANZ
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El cántabro Emilio González Sainz comparte su universo pictórico y la evolución experimentada en la última década en 'El paseante'

Emilio González Sainz, durante la presentación. - Foto: Luis López Araico

Los paisajes de Emilio González Sainz son imposibles. También infinitos. A veces, sus figuras humanas se revelan como personajes de una historia. Otras, la luminosidad de su paleta de azules y verdes invita a abandonarse sin más a una absoluta placidez. Sus caminatas por la naturaleza, por los valles de su Torrelavega natal y los prados verdes y mágicas montañas del norte de Castilla, marcan su producción creativa, con una clara evolución en los últimos once años, que queda recogida en El paseante, la exposición que descubre al pintor cántabro en la Sala Pedro Torrecilla de la Fundación Cajacírculo hasta el 27 de marzo.

Los óleos más viejos datan de 2010, con paisajes oníricos de una pincelada precisa, profusión de elementos de la naturaleza, rocas, lagos, juncos, pájaros, árboles, que afloran con protagonismo frente a la figura humana, pequeña en medio de unas atmósferas oscuras e inquietantes. Quedan muy lejos de la pincelada liviana y luminosa de las obras de los últimos tres años, la mayor parte de la muestra. Los personajes ganan presencia, la línea del paisaje se estira sugerente e irrumpen arquitecturas que apuntalan la ensoñación. Los tonos fríos se mantienen en la paleta con una luz derrochona y empiezan a flirtear, de forma tímida, con el rojo. Vuela en la falda de Claude y se agarra al jersey de la cabeza que habita Isla espejismo.

«El cambio es evidente. En 2010 estaba en un punto en el que la pintura se movía en el más estricto naturalismo, cuando más influenciado he estado por los pintores nórdicos, sobre todo Patinir, que era mi monstruo en ese momento. Una pintura en la que representaba de manera idealizada la naturaleza que quería recrear en mis cuadros, las montañas, los ríos, las aves, los ermitaños, estaban llenos. Quería representar todas esas cosas que yo amo. A partir de ahí, sin yo buscarlo, los he ido despojando de contenido, desnudando, eliminando ese exceso de helechos, flores, troncos, y en los últimos años he llegado a una pintura más sobria y contenida, donde cada vez tiene más importancia el mundo del subconsciente, el surrealismo, por el que no había transitado, y aparecen escenas imposibles, hombres levitando, caminos en el cielo...», aboceta el autor sobre esa transformación, siempre dentro del paisaje.

Porque González Sainz, que es uno de esos artistas que afirman que todo lo que tiene que decir de su obra lo hace pintando, confirma lo que El paseante grita: es un pintor paisajista.

«En el paisaje encuentro mi inspiración. Me gusta caminar por la montaña, el senderismo, la naturaleza, la ornitología. Todo esto se funde en mi ser de pintor. Ese bagaje visual que voy almacenando en mis paseos es el que me nutre a la hora de pintar», desvela e incluye en esa mochila la inevitable influencia de los pintores que le han precedido y, lector voraz confeso, de la literatura. Nunca y nada de forma directa.

Pone en primer plano al Renacimiento, los primeros paisajistas nórdicos (Patinir, Brueghel El Viejo, El Bosco) y los italianos del Quattrocento, a partir de Giotto. «Pero soy un devorador de pintura, de todas las épocas. El Romanticismo, el Barroco y las vanguardias del siglo XX, especialmente el surrealismo, son escuelas que siempre estoy mirando», aprecia el pintor que cuando se pone frente al caballete dialoga con Hooper, Friedrich o Picasso, con un caballero que fuma en pipa en el cielo, una señorita desnuda que se mira en el espejo o unos amantes enfadados. Nunca sabe quién aparecerá por el estudio. 

 

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