Ya no era el Maradona que enloqueció a todo un país en el Mundial. Tenía 33 años, y atrás quedaban sus mejores años en el Barcelona o en el Nápoles cuando aterrizó en el Sevilla en 1992 junto a Bilardo. Pero su presencia disparó el interés mediático del que, para muchos, era el mejor jugador de la historia.

Y aquel Sevilla visitó El Plantío en enero de 1993. Lucía el brazalete de capitán y su número 10. Sobre el campo se movía poco, pero cuando tenía el balón en los pies hacía lo que quería, en una plantilla donde estaban ilustres como Unzue, Suker o Diego Pablo Simeone.

El Real Burgos no estaba bien. El proyecto con Theo Vonk al frente no había funcionado y en el banquillo estaba Monchu, un técnico asturiano de la anterior etapa con Novoa en el banquillo. El once inicial de aquel Real Burgos estaba formado por Elduayen; tres centrales como Bastida, Olaizola y Tendillo; dos carrileros, Bengoetxea y Lito; un centro del campo con Joseba Aguirre, Boerebach y Limperger; y arriba, Fenoll y Narciso.

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