Martín García Barbadillo

Plaza Mayor

Martín García Barbadillo


Verano, 1987 Escena 2

16/08/2021

En el verano del 87 el cine vivió un momento de gloria, o eso pensábamos nosotros. Se estrenaron Arma letal, La chaqueta metálica, Robocop y Depredador. Javi, Rulo y yo nos las vimos todas en el Cordón o el Tívoli; siempre los lunes a primera sesión, el día del espectador, comiéndonos esas colas a pleno sol que se alargaban por la calle Santander. Pero nuestro idilio eterno con el celuloide se produjo un jueves en el Gran Teatro, un cine enorme, elegante, pero ya decadente. Como muchos de los chavales que andaban por la ciudad en ese agosto tórrido, nos acercamos al ciclo de terror que programaban; chavalas no recuerdo a ninguna. No era nuestro género favorito, pero era barato, a la sombra y no había nada mejor que hacer. Eso sí, en los carteles no advertían de que el verdadero terror estaba fuera de la pantalla.
Llegamos un poco justos, soltamos 300 pelas en la taquilla y entramos a una especie de bacanal adolescente con sillones de terciopelo gastado. En el 87, los heavies dominaban la Tierra y aquella sala parecía su cueva secreta o una convención mundial de fans de Iron Maiden; casi todo el mundo llevaba la camiseta del grupo. Nosotros no teníamos nada en contra de los heavies, pero no éramos heavies; nos molaban Los Nikis, Siniestro o Kortatu. Sintiéndonos minoría étnica, pillamos tres asientos en el patio de butacas. Rulo no se había quitado aún sus Rayban negras para parecer más duro en ese ambiente. Y fue poner el culo en la butaca y nos empezaron a llover, a nosotros y a todos, cosas de los dos pisos superiores. Al principio eran cascos de pipas, luego kikos, y después de todo. Rulo se levantó y se puso a gritar para arriba. Al poco nos cayó algo líquido que, por no pensar otra cosa, convinimos que era coca-cola.
No paraba de entrar gente, aunque la sala estaba llena; unos chavales colocaron un pequeño sillón del vestíbulo a nuestro lado, mientras el acomodador, un viejo vestido con uniforme gris raído, deambulaba impotente con su linterna de petaca en la mano. Al fin se iluminó la pantalla, daban Pesadilla en Elm Street, un clásico de la casquería gruesa. Cada vez que salía Freddy Kruegger , el malo, liándola era jaleado como si fuera el guitarrista de los Maiden en el solo de The Trooper.
Ya en la calle, cegados de nuevo por el sol, Javi dijo: «Menuda mierda, no me he enterado de nada». «Pues tío, el lunes te vas a ver Dirty Dancing», le soltó Rulo, «nosotros nos venimos mañana a La matanza de Texas, pero desde arriba. ¿Verdad, Víctor?». Y allí estuvimos; primera fila, primer anfiteatro.