Carlos Briones Llorente

Entre ciencias y letras

Carlos Briones Llorente


Ciencia básica y aplicada

06/11/2022

Cuando paseamos por Fuentes Blancas o la ribera del Arlanza, dos ejemplos cercanos, nos vemos rodeados por una amplia diversidad de seres vivos: animales, plantas y hongos, que se sumarían a infinidad de microorganismos si en nuestra mochila lleváramos un microscopio. Compartimos ecosistemas con otras formas de vida que crecen a temperaturas moderadas (incluso en Burgos), en aguas neutras, a presión de una atmósfera y con bajos niveles de radiación.

Pero existen muchos seres vivos en lugares con condiciones físico-químicas muy alejadas de las que nos son familiares: en las salinas, sumergidos en aguas similares al ácido sulfúrico o a la lejía, en los hielos de la Antártida, junto a volcanes submarinos, a presiones de cientos de atmósferas, rodeados de muy altas concentraciones de metales, en el agua de refrigeración de reactores nucleares, dentro de las rocas del subsuelo o flotando en las nubes.

Como nuestro entorno cercano lo consideramos 'normal' (antropocentrismo ante todo), llamamos 'ambientes extremos' a todos los demás, y 'extremófilos' (etimológicamente, amantes de los extremos) a los microorganismos y algunos organismos pluricelulares que habitan en ellos. Dentro del campo de la astrobiología, esto nos permite conocer la gran capacidad de adaptación que tiene la vida a entornos de la Tierra muy diferentes, y con ello planteamos que algunos seres vivos podrían desarrollarse en otros planetas o satélites, en los que las condiciones son realmente extremas. Recordando al poeta surrealista francés Paul Éluard, «hay otros mundos, pero están en éste».

La investigación sobre microorganismos extremófilos supone por tanto un trabajo de ciencia básica, enfocado a entender la evolución, diversidad y adaptabilidad de los seres vivos. ¿O es mucho más que eso?

En 1964, el microbiólogo norteamericano Thomas D. Brock comenzó a investigar en las aguas termales del Parque Yellowstone, la caldera volcánica más grande de América, preguntándose si podrían existir seres vivos en esas condiciones extremas. Allí, en una surgencia llamada Mushroom Spring, descubrió una especie bacteriana que vive a temperaturas entre 50 y 80º C. En el artículo publicado en 1967 denominó Thermus aquaticus a ese microorganismo, que se convertía así en el primer termófilo (amante del calor) conocido. 

A partir de la década de 1980, otros científicos comenzaron a utilizar la proteína que en T. aquaticus replica su genoma (llamada Taq polimerasa) para amplificar a alta temperatura moléculas de ADN de cualquier secuencia y longitud. Con ello, inventaron y patentaron un proceso cíclico denominado 'reacción en cadena de la polimerasa', en inglés polymerase chain reaction (PCR). 

El bioquímico (y polémico personaje, pero esa es otra historia) Kary Mullis recibiría el Premio Nobel de Química en 1993 por la PCR: una técnica que hoy utilizamos en todos los laboratorios de biología molecular, biotecnología y biomedicina del mundo. De hecho, desde el inicio de la pandemia de COVID-19, la PCR está siendo el sistema más fiable para diagnosticar la infección por el virus SARS-CoV-2 y su uso ha movido miles de millones de euros. A casi todos 'nos han hecho una PCR' en algún momento de los últimos tres años, y hemos escuchado a políticos y opinadores profesionales pronunciar con frecuencia estas tres letras, probablemente sin conocer el funcionamiento de dicha tecnología ni su exótico origen.

Hay muchos más ejemplos, en este y otros campos de investigación, que demuestran cómo esa división que algunos siguen defendiendo entre 'ciencia básica' y 'ciencia aplicada' no es adecuada ni realista. Lo que existe es la ciencia, sin apellidos, y sus aplicaciones... aunque éstas puedan tardar en aparecer. Los países con mayor desarrollo tecnológico (y, por tanto, los más ricos) aprendieron hace décadas dos cosas: que es imprescindible invertir de manera sostenida en ciencia, y que hacerlo sólo en la supuestamente aplicada, cercana a las necesidades del mercado en cada momento, es un grave error que acaba saliendo muy caro.