Una perla refulgente en la ruta de las estrellas

J.Á.G.
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Si hay un lugar, además de Santiago, que tenga la ruta jacobea más integrada en su alma urbana es, sin duda, Castrojeriz. La villa es travesía y parada y fonda obligada para peregrinos, pero también para visitantes y turistas.

Una perla refulgente en la ruta de las estrellas - Foto: Jesús J. Matías

Castrojeriz tiene duende jacobeo. Medita sobre el Camino. Sus calles rezuman historia y leyendas de un camino que dio y sigue dando vida a una villa que es calle mayor de la ruta de las estrellas, de un universo en el que conviven menesterosos vecinos, peregrinos y visitantes. Atrás quedan esos tiempos de esplendor que trajo el comercio de la preciada lana exportada por ricos comerciantes a Flandes. Hoy, siglos después, trata de capear con ingenio y esfuerzo tiempos de despoblación y también de pandemia. En línea a la promoción de ese turismo de calidad va la campaña Castrojeriz te cuida y, más recientemente, una iniciativa municipal, ideada por el comunicador Javier Abril, en las redes sociales con la que quiere 'vender' más y mejor el legado castreño, efectivamente un regalo para disfrutar en el que suma historia, arquitectura, arte, museos, gastronomía y entorno natural…

A los pies del cerro en el que se asientan las ya consolidadas ruinas del castillo, horadado por bodegas y casas-cueva -algunas, como la de Carlos Antón, primorosamente recuperada- serpentea el apiñado caserío de Castrojeriz. De punta a punta la calle Real, arteria principal que va de oriente a occidente, suma dos kilómetros de intrincado caserío, calles, callejuelas y plazas trufadas de encanto. La amurallada de la villa llegó a tener en el medievo siete puertas, otras tantas iglesias e igual número de hospitales de peregrinos. Pero para ordenar la visita y descubrir los atractivos nada mejor que acercarse a la oficina de turismo, en la iglesia de Santo Domingo, que es además sede de Jacobeus, centro de interpretación y también una escuela de peregrinos inserta en el proyecto de las Cuatro Villas de Amaya. Elena Reguero, técnico y guía, lo explica primorosamente y es que en estos tiempos coronavíricos solo hay visitas guiadas. Se ha perdido esa interactividad, pero sigue fascinando al visitante. El templo impone y atrae, más esos 'cubos' que compendian la ruta, Castrojeriz y sus gentes. Ese videomapping jacobeo proyectado sobre los nervios de la techumbre de la nave central es de nota. Repetir visita, aunque ahora no se pueda tocar y trastear con los ordenadores, merece la pena por esas explicaciones, anécdotas y leyendas castreñas y jacobeas, sobre todo si nos acercamos a las impresionantes ruinas de San Antón, a media legua de la villa. El desamortizado y arruinado hospital, entre Hontanas y Castrojeriz, fue erigido por la orden de los antonianos, que hicieron de la protectora tau su santo y seña. Miles de historias se agolpan entre los derruidos muros de la que fue preceptoría general en la que se daba cobijo a peregrinos, pobres y enfermos. Curaban el mal de fuego, una suerte de pandemia neuropática provocada por la ingesta de pan de centeno contaminado con el hongo cornezuelo. En su interior hay un albergue privado -cerrado por la pandemia- que sigue guiando y ofreciendo descanso al caminante. A unos metros está la 'casa de los corazones' de Mau, un peculiar sanantonio italiano, prendido como un alfiler al Camino de Santiago. Rememora sus viajes a la India y por el mundo y su voluntariado junto a los recordados Julián Campos y José Santino Manzano, pero este 'monje salvaje' -como se define- es sobre todo un ejemplo de vida y humanismo jacobeo. Además comparte filosofía y vida con Nela, su pareja polaca. Bautizan su vivienda en Castrojeriz como "la casa del silencio". No tiene llaves, la abren de par en par a visitantes y peregrinos. Es espacio de culto al sosiego, la armonía y la meditación, pero también al diálogo y el encuentro de culturas. Esos corazones que tejen con lavanda son toda una declaración de amor y paz. No son hippies desubicados, son testimonio de fraternidad jacobea de la buena.

Hay que seguir como los andarines y pasar bajo la majestuosa arcada hacia Castrojeriz. La colegiata de la Virgen del Manzano espera y también Emilio Marín, un castreño voluntario que la explica con todo lujo de detalles. Tiene todo aprendido de carrerilla y eso no es poco porque el templo románico ojival -gótico de transición- atesora un espléndido museo sacro comarcal en el que se muestra una cuidada selección de pinturas, esculturas, orfebrería, tapices e incluso una colección de casullas junto al altar mayor, con un soberbio retablo de Mengs, que es autor también del de la Anunciación y el de san Juan Bautista. Te pongas donde te pongas este último siempre te está mirando porque se adapta al óculo. Hay mucho que ver y admirar, como la talla de la Virgen del Manzano, el tríptico de la Virgen con el Niño o la Virgen de las Cerezas. Todo muy mariano y de primorosa factura.

Siguiendo las flechas amarillas, en la otra punta de casco urbano está otra de las joyas arquitectónicas castreñas, la iglesia de san Juan. En ella se centró el mecenazgo de los ricos prohombres y comerciantes laneros como los Gutiérrez Barona, Castro-Mújica y López Gallo y se nota. El misterio sigue envolviendo al arcosóleo de los dos últimos templarios castreños y otras tumbas. El templo es catedralicio y tiene además un singular claustro que acoge en ilustrado paseo una exposición que relata los orígenes y la historia de Castrojeriz. La villa tuvo el primer fuero condal de esa Castilla que se convertiría en reino, otorgado por el conde soberano García Fernández y en el que se consagraba la nobleza villana. Isabel Amo y su hija, en la temporada de verano, enseñan un templo que es una auténtica caja de sorpresas. Entre ellas ese políptico de Ambrosius Benson, integrado por doce tablas de la mejor pintura flamenca. Los tapices del círculo de Rubens o la pintura de la Deposición de Cristo, de El Bronzino, son piezas singulares y únicas, pero hay muchas más. Solo hay que descubrirlas en el peregrinaje por el templo, como los arsóleos de los dos últimos templarios castreños.

El orden de los factores no altera el producto ni la sensación de estar en una suerte de máquina del tiempo, cuando visitantes y peregrinos se adentran por la calle Real o por el largo paseo de la de la Puerta del Monte, donde aún son perceptibles los restos de esa muralla, que descendía desde el castillo bajaba hasta el actual cámping y regresaba a la fortaleza junto a la iglesia de San Juan. Los cuatro cubos del palacio de los Camarasa, recientemente recuperados, son vestigios de la fortaleza y también un restaurado portillo. Se rinde además homenaje a los peregrinos con un monumento obra de Bruno Cuevas, aunque en realidad el mejor memorial a los romeros jacobeos son esos albergues y hospederías, privadas y municipales, que se esparcen por la villa y en los que se siente como en su casa. Este paseo es además moderno zoco para ferias como la del ajo.

En este deambular por Castrojeriz, a veces complicado y esforzado por obras y pendientes, merece la pena acercarse al arco de la Sardina, una de las siete puertas de la villa y que daba acceso al mercado de pescados. No se conserva la arquería pero sí algunas de las casas medievales porticadas. Otro ejemplo de esta arquitectura popular asoportalada la tenemos en la singular y estrecha Plaza Mayor. Nada que ver con la de Villadiego, por ejemplo, pero sí tiene su encanto por los soportales de uno de sus lados. La antigua cárcel es hoy sede del ilustre Ayuntamiento castreño.

En esa arquitectura civil y de servicios no se puede pasar de largo en ese paseo del edificio del Sindicato Agrícola, en la calle Piñol Massot, reputado notario destinado en Castrojeriz que impulsó la construcción en rojo ladrillo. La villa, como otras muchas, cuenta con museo etnográfico, en una casona restaurada en su día por la escuela taller y que acoge una amplia colección de aperos, herramientas, máquinas y utensilios tradicionales. Una pena que no esté actualmente operativo, aunque si quieren ver una antigua bodega reconvertida en bar hay que acercarse a El Lagar. Cuentan que esquinado edifico fue antes sinagoga.

En esto de dar usos hosteleros a edificios históricos los castreños son únicos. Ahí está la Casa del Cordón, que acoge restaurante y un albergue con encanto, entre otros edificios históricos puestos en valor. Dentro de esa arquitectura civil que habla de glorioso pasado hay que apuntar el solar de los conde de Castro. Del soberbio palacio que debió ser -conde y reyes como Fernando I residieron también en el - solo se conservan cuatro torreones con traza amurallada. El edificio estaría unido al castillo y protegido por un fuerte. La casa solariega de la Gutiérrez Barona es hoy, por cierto, una acogedora residencia de mayores.

Además del barrio de San Antón, Castrojeriz y su alfoz acogió conventos y monasterios, el más señero y que se conserva hoy es el de Santa Clara, con 15 monjas clarisas que oran, laboran... y elabora una espectacular repostería. Son de clausura, pero no es difícil verlas en los rezos durante horas conventuales tras la rejería de la iglesia. El templo es el único espacio que se puede visitar de este señorial monasterio situado a casi un kilómetro de la villa. Los franciscanos también tuvieron comunidad en la localidad para asistir a pie de camino los peregrinos, pero hoy del convento, situado en la parte baja de la localidad, que linda con la fuente de la Cambija, solo se conservan restos cubiertos por hiedra y maleza.

Castrojeriz, como se intuye nada más llegar no es flor de un día, y su alfoz piden alargar la estancia varios e incluso disfrutar de un veraneo. Porque esta perla jacobea está engastada en ese enjoyado brazalete que forman las cuatro villas de Amaya y todos esos bellos pueblos de la comarca Odra-Pisuerga.

*Este reportaje se publicó en el suplemento Maneras de Vivir el 10 de octubre de 2020.