El último refugio

ALMUDENA SANZ
-

Las buenas temperaturas y la menor presencia de personas en la calle hace que la Unidad de Mínima Exigencia (UME) reciba usuarios a cuentagotas. El lunes, Alfonso estaba solo

Alfonso vio un rato la televisión antes de que el sueño le llevará a la cama, que ya tenía preparada al otro lado de la pared en una imponente estancia de techos altos y vetusta piedra. - Foto: Valdivielso

La noche primaveral que regaló el otoño el pasado lunes tiraba de la manga de todo hijo de vecino para quedarse en la calle. En Venerables, a la entrada del albergue municipal, el último cigarrillo, la última bocanada de libertad del día y la última parrafada antes de adentrarse en casa dibujaba una animada charla. Pasaban unos minutos de las nueve y, con pesar por parte de algunos, había que retirarse. Todos se encaminaban hacia el mismo acceso. Pocos lo hacían por la puerta que conduce a la Unidad de Mínima Exigencia (UME), un servicio que no pide ningún compromiso a quien lo requiere, simplemente brinda un refugio (en todos los sentidos) en las difíciles noches del invierno burgalés. 

Se puso en marcha el pasado día 3. Poco más de dos semanas lleva y los demandantes llegan a cuentagotas. Quirino, uno de los trabajadores que velan por el sueño de estas personas, comenta que hasta la fecha hay poco trajín.

El delegado diocesano de Cáritas, Fernando García Cadiñanos, confirma que apenas lo han utilizado dos o tres personas al día. «La demanda, en general, es menor, aunque la UME hasta diciembre no se anima. Además de las buenas temperaturas, que influyen, se nota que hay menos gente en la calle. Se buscan la vida, se meten en infraviviendas o se hacinan en casas», traza y añade que la imposibilidad por el toque de queda de llevar a cabo el programa Café y Calor, con el que se recorrían toda la ciudad, también frena la asistencia porque en esos recorridos animaban a muchos a acercarse a la entidad. Con todo, García Cadiñanos remarca que, «afortunadamente», la demanda no es grande. 

Esa fotografía se reflejaba tal cual el lunes. Alfonso es el único usuario. «Estoy solo, no tengo a nadie que me moleste ni a nadie molesto». Acaba de llegar del comedor de San Vicente de Paúl y, sentado en una silla de madera, con su mascarilla y un sencillo teléfono móvil sobre la mesa, ve la televisión. Un parchís y una oca asoman en una estantería y una pequeña biblioteca ocupa uno de los rincones que brinda esta sala de techos altos abovedados y arcos ojivales.

Su cama es la única extendida. Las otras siete están recogidas. Alfonso tiene 68 años y cuenta que está en la UME a la espera de que le resuelvan su pensión y poder irse a una residencia. No llega a explicar cómo acabó en la calle. Solo dice que su hermana se la jugó tras la muerte de sus padres. Nacido en Cáceres, se trasladó con 11 años a Tarragona y se ganó la vida como camionero. Cuando lo dejó se puso con su hermano a pintar. Acabaron mal. Tampoco termina de concretar cómo aterrizó en Burgos, pero el caso es que aquí se empadronó. 

Confiesa que tiene mucho miedo al bicho porque padece de los bronquios. Ese temor fue el que le trajo de nuevo a la ciudad del Arlanzón desde Tarragona, donde había vuelto hace más de un año invitado por un amigo, con el que estaba la mar de bien en una finca en medio del campo. «He estado de puta madre, pero cogí miedo al virus y pensé ‘a ver si me va a dar un día un yuyu y, si necesito algo, yo estoy empadronado aquí’. Allí en Tarragona no podía arreglar nada y allí son diferentes. Aquí te tratan de otra manera, te ayudan, pero allí nada, finito, no tienes derecho a nada», señala agradecido a Cáritas y al Ayuntamiento. «No tengo edad de estar por ahí», dice ante una imagen de Santa Luisa de Marillac. 

Alfonso se queda con la mirada en la pantalla. Van a dar las diez. Toque de queda. Esa noche, nadie más llama a esta puerta siempre abierta.