El joven que escapó del horror nazi

ARSENIO BESGA
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John Carr firma un relato sobre el camino que emprendió su padre, Chaim Herszman, para huir del antisemitismo. Su viaje por Europa le llevó al campo de concentración de Miranda

Chaim Herszman, ya como Henry Carr, en Londres en el año 1946. - Foto: EDITORIAL CATEDRAL

Los ojos azules, el pelo rubio, la tez clara, un nuevo nombre y un crucifijo colgado del cuello permitieron a un muchacho judío de apenas trece años recorrer la Europa ocupada por el nazismo, sobrevivir al holocausto y, finalmente, contarle su historia a su propio hijo. John Carr relata en su obra El día que escapé del gueto, de la Editorial Catedral, la dura experiencia de su padre, Chaim Herszman, mientras huía de las garras de Hitler. En su larga travesía por el viejo continente, este joven polaco llegó a estar recluido por un breve lapso de tiempo en el campo de concentración de Miranda de Ebro.

En el momento en el que el brutal antisemitismo comenzó a extenderse por Europa, las vidas de muchas personas cambiaron para siempre. Chaim ya había visto como su condición religiosa podía privarle de amistades y compañía. A este muchacho le gustaba jugar al fútbol, pero para hacerlo tuvo que fingir que sus creencias eran aquellas aceptadas, el cristianismo. Su hijo, John Carr, recuerda que este deporte «fue una fuerza unificadora en los primeros años de vida» de su padre. Sin embargo, en la etapa inmediatamente posterior no encontró un refugio similar.

El protagonista del libro vivió en el «primer gran gueto» del nazismo en Polonia, situado en Lodz, en 1939. El hambre, las condiciones infrahumanas, las vejaciones, los ataques indiscriminados y la represión componían el menú de cada día. Ante esto, algunos chicos como Chaim salían del barrio para adueñarse de algo de comida o, incluso, algún objeto con el que practicar el trueque. Esa metodología tenía fisuras, como quedó patente poco después. Un guardia descubrió al padre de John Carr en el acto, por lo que el chico solo tuvo la opción de defender su vida y, por tanto, arrebatársela al soldado.

En ese instante comenzó su viaje, y su mayor tormento. Chaim tuvo presente a su familia en todo momento, pero debió dejarlos allí, en Lodz, mientras se embarcaba en su huida por Europa. Parte de la población polaca, particularmente la de creencias hebreas, tenía la esperanza de que la Unión Soviética les acogería y defendería. De hecho, Chaim creía que uno de sus hermanos vivía libre allí, aunque años más tarde descubrió que estaba recluido en Siberia. En cualquier caso, cuando se presentó en la frontera entre su país y la URSS, confirmó que su plan era una ilusión.

Los soldados del ejército rojo lanzaron granadas contra el grupo de represaliados por los nazis en el que se encontraba Chaim mientras trataban de cruzar. Solo él sobrevivió a aquella noche. Solo él pudo escapar hacia un nuevo destino: Francia. El joven judío de ojos azules afianzó su identidad con un nuevo credo y nombre, Henryk Karbowski. Así logró atravesar Polonia y llegar a Alemania. En el epicentro de la barbarie nazi, también consiguió hacerse pasar por un chico polaco y cristiano que quería avanzar hacia el oeste. Y lo hizo, terminó alcanzando suelo galo.

Una vez más, el destino quiso ser cruel con Chaim. Cuando estaba refugiado en una granja, aún con su falsa identidad, enfermó de amigdalitis. Los delirios le llevaron a hablar en voz alta mientras le operaba un soldado nazi y le descubrieron. Estaba circuncidado. El alemán le dio ventaja para que escapara. Así las cosas, acabó junto a un pequeño grupo de judíos que quería atravesar España para llegar a Gibraltar y, más tarde, terminar en Gran Bretaña, donde se unirían al combate antifascista. Precisamente, ese mismo plan lo tenía entre ceja y ceja el padre de John Carr, por lo que se adhirió a la facción.

Según colocó un pie en los Pirineos, la vida volvió a ponerle la zancadilla. Una caída le dejó el tobillo maltrecho y hasta que no aparecieron dos soldados franquistas nadie más lo encontró. Estos, directamente, le apresaron. Con ello, Chaim, que había cumplido 14 años hacía muy poco tiempo, llegó al campo de concentración de Miranda. Carr relata en su obra que a su padre le sorprendió el tamaño de aquel presidio. Contaba con innumerables barracones, salas, cabinas, soldados, edificios y, sobre todo, represaliados. El autor de El día que escapé del gueto reconoce en exclusiva para este Diario que «no vio esto como una gran parte de la historia», así que no «presionó» a Chaim «para más detalles». Pese a ello, asegura que este «recordaba con cariño a algunos de los chicos que conoció allí».

Entre los muros de la prisión franquista se encontraban personas de todas las religiones, de multitud de nacionalidades, de diferentes ideologías políticas. Los reclusos solo tenían una cosa en común: el fascismo había decidido perseguirlos. Chaim, por primera vez en su corta existencia, tuvo algo de fortuna y logró que un diplomático británico le ayudara a sobrevivir. Viajó a Madrid con este, pero se fugó porque no confiaba en ningún plan que no fuera suyo, y llegó a Gibraltar. Desde el peñón, montado en el carguero HMS Letitia, logró desembarcar en las costas británicas, unirse a la resistencia polaca y, años más tarde, formar una familia en Escocia.

Para sus hijos, sencillamente se llamaba «papá», aunque en Gran Bretaña se le conociera por Henry, en Alemania por Henryk y en Polonia por Chaim. Eso sí, John Carr, el autor de sus memorias, reconoce que «es muy buena pregunta» plantearse qué nombre resulta preferible para dirigirse a este superviviente. Desde su punto de vista, «Chaim siempre estuvo ahí», por lo que la elección no puede resultar más sencilla.

«Si algún día lo olvidamos, podría volver a suceder»

John Carr explica que su obra «estaba destinada a ser una automedicación». Sin embargo, tras contar a su familia algunos fragmentos, le insistieron en que la historia debía salir a la luz. Para recopilar tanta información necesitó años de charlas con su padre, lo que resultó muy «doloroso» para Chaim. Como «la memoria puede ser poco confiable» corroboró los hechos con otras fuentes y, así, dio forma a El día que escapé del gueto. Al margen de las recomendaciones de sus allegados, John sentía «la obligación de contar» este relato «como un recordatorio de lo que pasó».

«Si algún día lo olvidamos, podría volver a suceder», dice. Aunque «haya enormes diferencias entre lo que le pasó a Polonia en 1939 y en Ucrania hoy, hay similitudes». «Habrá niños que perderán a su familia, que verán cosas terribles que nadie debería ver», lamenta. Eso sí, al igual que muchos alemanes que conoció su padre, no debe señalarse a toda la población. «Ninguna cultura, pueblo o religión tiene el monopolio de la virtud o el mal, solo mira a los que protestan contra Putin», analiza.