El último bohemio

R. Pérez Barredo / Burgos
-

Vivió como quiso, alma libre y pura. Fue el niño juguetón, el adolescente eterno, el irredento provocador, el personaje popular, el pintor genial. Supo que no tenía remedio: que había llegado al mundo para que la vida le dejara huella, y no al revés

Atesoraba su mirada socarrona e inteligente el brillo indiscutible de una vida vivida desaforadamente. No le dio tregua Ignacio a su existencia desde que sintió la llamada de la selva.Contra los deseos paternos pero con la complicidad materna, un día hizo el petate y se largó a París, que era la capital del mundo, el lugar en el que todo era posible: también los sueños. Siempre a su manera, hizo lo que le vino en gana, enarbolando en su pabellón pirata la bandera de la libertad: jamás existió nada capaz de detener ese torbellino irreverente que siempre fue Ignacio del Río. Se entregó apasionadamente a la pintura, y también con arrebato al amor y al vino, a las noches de incendio y de naufragio.

Supo, antes de tiempo, que no tenía remedio. Que él había aterrizado en este mundo para que la vida le dejara huella, y no al revés.Quiso vivir por encima de todo, aunque con ello sacrificara un mayor reconocimiento a su obra. Humanísimo Ignacio. Compaginó su aprendizaje en academias de pintura (donde el maestro Rigoberto Arce atisbó un diamante) con efímeros trabajos como telefonista, delineante e incluso en una fundición que casi le funde. Pero el mundo se le hizo pequeño. Le gustaba pintar. Necesitaba pintar.Sólo quería pintar. Pintar. Pintar. Pintar.

Era un niño cuando llegó a París y se instaló en aquella buhardilla de la Rue des Escoles en la que se retrataría como un trasunto de Van Gogh; quien regresó a Burgos era un hombre con vértigo y asombro en la mirada, empapado de Kandinsky, Mondrian, Paul Klee, Picasso... y con tanta sed de gloria que hubiera podido beberse elArlanzón de un trago como había hecho con elSena. Pero fue dura y obstinada la realidad, y a aquella ciudad provinciana le costó asumir el arte de vanguardia que exhibía aquel joven inconformista y contestatario, que ya apuntaba maneras de clochard. Aunque vendía obras en el Rhin y en el Pinedo, la urbe era estrecha, tanto como las mentes que la habitaban.

Lo intentó en la República Dominicana gobernada por el sátrapa Trujillo, donde vivió intensos meses: fue boxeador a 25 dólares el combate, croupier de casino y ayudante de Vela Zanetti, que ya era un pope en aquel caribe macondiano. No trinaron demasiado e Ignacio volvió por donde había venido pero acaso con más sueños de pintura en el alma. Seguía haciéndosele pequeña su ciudad natal. Si no había quedado claro, él quería pintar.Pintar, pintar, pintar.

Mar y tierra

Así que no se dio por vencido, y puso tierra -y mar- de por medio durante una buena temporada, arrastrado por la azarosa corriente del río de la vida: expuso en galerías de varios continentes y fue celebrado por la crítica; vendió cuadros y ganó dinero. En el instante de decidir entre la gloria o la vida no lo dudó: escogió la vida. No le importó quedarse al borde de todo. Quizás de la leyenda. ¡Cuánta decencia! ¡Muerte a los ascetas y los académicos! Y con los años y los cuadros se fueron esfumando algunos sueños y sucediéndose las mujeres y los hijos, los amigos y las noches, la ebriedad, la magia y el delirio.

Y aunque nunca dejó de viajar, de patearse Europa y cruzar el Atlántico como quien sale a tomarse un vino al bar de la esquina, por fin pareció encontrar su sitio. No en Creta, ni en Atenas, ni en La Haya, ni en Palma de Mallorca, ni en Madrid, ni en Santo Domingo, ni en La Habana, ni en Bogotá, ni en Los Ángeles.En ninguno de los sitios en los que vivió, salvo en el que vio la luz primera: en Burgos, su tierra de otoños incendiados y nieves imposibles, adonde llegó después de su periplo por el mundo a finales de los años 60.

Siempre Burgos

Ubierna, Las Huelgas y El Espolón fueron su hogar.Desde allí (aquí) siguió proyectando su arte al mundo. Desde aquí fue esculpiéndose Ignacio hasta modelar el ángel terrible que terminó por ser: prodigio de luz, estantigua en la noche, narciso sin espejo, trapecista sin red, bohemio irredento, histrión tonante, provocador deslenguado, pintor genial, orgulloso vástago de la soledad y la lluvia. Ha sido Ignacio el hijo pródigo de una ciudad que lo ha reverenciado y envidiado, admirado y criticado, pero que jamás se entendería sin su figura tan reconocible -el sombrero a lo Bogart, el pañuelo al cuello, ese perfil canalla de adolescente eterno, el dislate al borde de la boca. «Ahí va Ignacio», decía alguien, cualquiera, y todo el mundo sabía que ese Ignacio era él y no otro- y sin las anuales muestras de su genio, aquellas exposiciones que anticipaban la Navidad y en las que solía mostrar un poco de lo que él quería y un mucho de lo que gustaba a los demás. Pero cualquiera se hubiera quedado a vivir para siempre en sus otoños, en sus marinas, en sus retratos y en sus paisajes. Era puro talento; la vida furiosa hecha gama cromática.El inventor de la luz.

Se ha muerto Ignacio del Río después de vivir como quiso, que no es poco. Se ha muerto el último bohemio, el último gran pintor vivo de una ciudad repleta de maravillosos pintores vivos, y esta ciudad se ha puesto descolorida, como les sucedía a aquellos dibujos que pintaba en tiza sobre las aceras del Barrio Latino de París, cuando era más joven y creía que iba a vivir para siempre. Los terminaba por borrar la lluvia, como ha hecho ahora la muerte con la que siempre fue su mejor obra, acaso su obra maestra: él mismo. Ya está Ignacio camino de la luz. Hasta siempre, maestro.