Muere a los 79 años Ignacio del Río, el 'enfant terrible' del arte burgalés

R. Pérez Barredo / Burgos
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Una gran pérdida. La cultura burgalesa pierde a uno de sus hijos más grandes, un pintor genial y un personaje irrepetible. El último. Con la desaparición de Ignacio del Río se pone fin al capítulo más brillante de la historia de la pintura en Burgos

El barco procedente de la República Dominicana regresaba cargado de emigrantes desencantados -bultos silentes, quebradas sombras-, que pisaron tierra con la laxitud con que llegan a la orilla los restos de un naufragio. Todos, salvo uno: un joven de ojos despiertos, guapo como un galán de cine, que descendió del paquebote con dos loros sobre el hombro y toda la luz del Caribe en la mirada. Era Ignacio del Río. El mismo que un día pasearía una cría de cabra por el Espolón gris de los años 50 ante las atónitas miradas de sus vecinos. Era el muchacho rebelde y dotado para la pintura que regresaba a España con la intención de comerse el mundo. Lo hizo, pero a su manera: renunciando al Parnaso y a los libros de Historia del Arte por gozar de mejor vida sin por ello dejar de dar muestras permanentes de su genialidad con los pinceles. Aunque ayer dejase de respirar al día que cumplía 79 años de edad después de pelear contra una enfermedad caníbal, Ignacio del Río, el enfant terrible de la pintura burgalesa, es inmortal: está en sus obras y en el rastro indeleble de su torrencial personalidad.

El artista ha hecho mutis sin perder ni un ápice de lucidez ni de rebeldía: todavía en su últimos días quería levantarse, pintar, tomarse un vino, acariciar el cálido cuerpo de ébano que le ha acompañado en el último tramo del viaje porque la vida «es para vivirla». Tampoco extravió la dignidad el maestro: aunque sabía que se estaba muriendo y maldecía para sus adentros, ni un amargo lamento brotó de su boca salvo cuando el dolor apretaba. Temía morirse solo y nada más lejos de aquello ha sucedido. No ha dejado de estar acompañado y mimado como un príncipe, rodeado a todas horas de familiares y amigos, una legión interminable que, de alguna forma, ha invertido los papeles, habiendo sido el artista, en esta ocasión, el retratado: las interminables muestras de cariño han dado como resultado el cuadro de un hombre de cuerpo entero que fue generoso hasta el paroxismo, que sacralizó la amistad y amó furiosamente a quienes lo amaron.

La cultura burgalesa pierde con Ignacio del Río a uno de sus hijos más grandes, siempre admirado como artista y a veces controvertido como personaje, una creación a caballo entre la bohemia y el malditismo, imagen que supo cultivar con dotes de experto jardinero y que le granjeó muchas simpatías y adhesiones, algunas críticas y rencores. Pero era una pose: Ignacio era un ser tierno, de corazón grande y puro. Y si tuvo algún enemigo, fue él mismo. Ignacio era un elemento fundamental del paisaje de esta ciudad. Era Burgos: el Burgos visible e invisible, el de los palacios y el de los tugurios, el burgués y el mundano, porque el artista frecuentó con idéntica pasión los salones dorados y el lumpen más canalla. Hombre fieramente humano.

Con Ignacio del Río se cierra el que es probablemente el capítulo más brillante de la historia de la pintura burgalesa. Era el último de una estirpe irrepetible, a la que pertenecen nombres comoModesto Ciruelos, Luis Sáez, José Vela Zanetti o Jesús del Olmo. Ignacio era un pintor talentoso, superdotado, intuitivo, proteico, con un don para el color y la luz. Y una destreza infinita para el retrato. Sus cuadros se han expuesto en los cinco continentes. En su primera época, quizás la más valiosa e interesante, fue un torrente de innovación que aunaba tradición y un conocimiento exacto de la pintura, como si en su paleta se hubiesen concitado todas las vanguardias, pero también algo del Goya más negro y del más inquietante Velázquez. Trasunto de su personalidad, la pintura de Ignacio delRío siempre fue incendio y pasión vital, la carnalidad del color y la exuberancia de las formas.

Aunque nunca abandonó la exploración y las obras menos canónicas, las últimas épocas mostraron a un artista más mundano, quizás menos audaz, sin que por ello se resintiera el resultado final, casi siempre genial, portentoso, y fueron reconocidos, celebrados y aclamados sus cuadros de gallos, sus plazas de toros, sus flores, sus sensuales desnudos, sus marinas, sus otoños de oro, los paisajes invernales en los que la nieve, tan pura, daba verdaderos escalofríos. Cualquier exposición de Ignacio era una fiesta. Y Burgos no dejó jamás de rendirse admiradamente, incluso quienes evitaban el elogio, a su vecino más indómito y pintoresco, al ser humano tan libre y juguetón como un niño que una vez soñó con ser pintor y supo hacer de su vida la mejor obra de arte.

Ya está Ignacio con su hijo Ulises, con sus amigos Bernardo y Jorge, con todos aquellos seres que le ayudaron a ser lo que fue. Se hará una ceremonia civil en el tanatorio de San José a las seis de la tarde de hoy. A las siete será incinerado. Se podría anotar, como escribiera su gran amigo Victoriano Crémer, que «al cabo de una vida, larga en aventuras y de una pelea a corazón partido por la conquista de los secretos más profundos del arte, Ignacio del Río descansó, contempló la inmensa geografía del mundo habitado y registrado en el lienzo y se sintió conforme consigo mismo».

Amén.