La antesala del cielo

Samuel Gil Quintana / Burgos
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Situado en el Paseo de los Pisones y levantado en 1973, el Monasterio Cisterciense de San Bernardo congrega en el interior de sus muros a doce mujeres religiosas dedicadas en oración, formación y trabajo al retiro espiritual

La puerta de salida al patio exterior, mágico y transitado lugar del monasterio. - Foto: Valdivielso

Asomaba la mañana del 15 de enero de 1973 cuando las 16 monjas que formaban la Comunidad Cisterciense de San Bernardo en Burgos se trasladaban desde las Calzadas hasta el recién levantado monasterio situado en la, por aquel entonces, despoblada zona del Paseo de los Pisones. Desde aquel día, el pasillo que enlaza la puerta principal del complejo con el locutorio monacal ha permanecido impávido al paso del tiempo. Recorriéndolo, puede sentirse una intriga ansiosa, provocada por el fervor que supone descubrir algo sorprendente, inimaginable o revelador, nunca antes visto; monjas de clausura -o de vida contemplativa, como ellas prefieren ser denominadas-, sobre las que recae la mirada fulgurante del foráneo: «Son ellas, existen, ahí están», piensa.

Sin embargo, entre las cuatro paredes del mencionado locutorio, donde sus inquilinas reciben a todo el que ruega por visitarlas, y tras la verja que, ahora sí, permanece abierta para acoger una agradable conversación, tan sólo aguarda la alegre sencillez de quienes han sido capaces de escapar de las vanidades del mundo y mirar a Dios a los ojos, con valor.

Un perfecto ejemplo de ello son Lourdes Aparicio -abadesa-, Rosa Ana Izquierdo y María del Mar Ruiz -las más jóvenes-, tres de las doce madres ‘Bernardas’ que en la actualidad componen la comunidad. Sus mejillas sostienen un imperturbable estado risueño, como si unas cuerdas invisibles fueran impulsadas, desde lo alto, por los títeres de la felicidad plena. Y de algún modo, así es. Aunque únicamente es uno el títere que les mantiene en esa dicha, ese al que ellas llaman Señor, y del que aseguran estar completamente enamoradas. Su llamada, según explica Rosa Ana, puede percibirse de la forma más inesperada. «Es sencillo y a la vez complicado. Sencillo porque tú no tienes que hacer nada; la iniciativa siempre es de Dios. Y complicado, ya que es difícil permanecer a la escucha de lo que Él te quiere decir».

Han pasado 19 años desde que Rosa Ana pisara por primera vez el monasterio y, ahora, con 36, aún recuerda el motivo que le llevó a cruzar hacia el otro lado. «Siempre fui una apasionada de la vida de estas mujeres. Me pregunté qué es lo que harían aquí dentro que les hacía tan felices, para yo, estando fuera y siendo joven, teniendo todo lo que podía tener una chica de mi edad, no alcanzar ni por asomo esa felicidad. Esto, sumado a la experiencia con Cristo, jugó un papel fundamental», confiesa.

Lo que pasa y lo que queda

Ante la falta de vocación en la juventud, Rosa Ana lanza un mensaje: «Debe encontrarse consigo misma, porque las cosas materiales pasan, incluso la vida. Vivimos en un mundo de materialismo pasajero en el que al final lo único que queda es encontrarse con uno mismo y con Dios, eso es lo que perdura para siempre».

Entre las razones por las que vivir la religiosidad no está de moda, quizá se encuentre la manera de mostrar el retiro monástico. «Hay determinadas jóvenes a las que no les atraen ciertas comunidades, y, por el contrario, otras sí. No es que sea un problema, pues cada lugar tiene sus características, pero puede ser uno de los motivos por los que se echa en falta ese sentir general de vocación», concede María del Mar, otra de las jóvenes madres que insuflan de una renovada brisa el cenobio.

Opuestas al popular pensamiento de que las religiosas de vida monástica habitan completamente alejadas de la labor por el prójimo, manifiestan que «nuestro cometido es la oración y estar aquí. Cerca de Dios y, al mismo tiempo, de la gente. Aunque no se nos vea, han de saber que caminamos junto a ellos», a lo que la madre abadesa añade: «Nuestra vida tiene sentido ofrecidas, aportando nuestro granito de arena a la salvación de la humanidad».

Y es que la mayor manifestación procedente de su proximidad al Señor se da cita en el espíritu. «El estar cerca de Dios te transforma la vida. Sin tú quererlo, sientes paz, y alegría. Pero no paz y alegría física, que también llega a exteriorizarse, sino interior. Tan interior, que todo lo demás se convierte en algo volátil y secundario», relata Rosa Ana.

La jornada de estas monjas da comienzo a las 5.30 de la madrugada y toca a su fin en torno a las 10 de la noche. Durante ese tiempo, se dedican principalmente a la oración, la lectio divina (lectura espiritual), el trabajo en la elaboración de pan eucarístico (hostias) y la formación intelectual.

Al bordear el claustro del convento, cuyos ventanales permiten el paso de una luz incesante procedente del floral y ajardinado patio, puede escucharse el silencio. Un silencio del que, según María del Mar, la sociedad carece. «El mundo está lleno de ruido, música en los oídos, etc. Mucha gente no soporta el silencio, y es precisamente en el silencio donde Dios habla», proclama. En cuanto a la fe y su explicación, esta misma religiosa se encarga de citar a Teresa de Lisieux: «Cuando no se ve a Dios, es como si las nubes estuvieran delante del sol. No es que Dios no esté, es que hay algo que nos estorba y no nos deja verle con claridad. Pero Dios siempre está, nunca deja de estar».

En una era repleta de desigualdad, conflictos bélicos, crisis económicas y espirituales, Rosa Ana reclama el primer anuncio, pues «todos hemos de dar ese primer paso que supone entonar el ‘yo soy cristiano’». Sobre la maternidad como misión femenina, la superiora, Lourdes, destaca: «Cuando tomas esta decisión, es porque ya te has enamorado de alguien con mayúsculas, aunque ciertamente es Él quien se enamora de ti, puesto que es quien nos llama. Renuncias, por lo tanto, a ser madre física, pasando a ser madre de toda la Iglesia. Es en ese instante cuando el corazón se te llena, quedando entregada a los demás».

Docencia en toledo

Los próximos dos meses serán para la madre Rosa Ana una prueba de fuego. Viajará a Toledo, donde instruirá junto a otras dos religiosas a un gran número de novicias del Cister. Allí, llevará a cabo una función docente, formando intelectualmente a las futuras madres. «Impartiré clases de lunes a viernes, y sobre ellas, las alumnas realizarán trabajos prácticos, los cuales deberé revisar. Así, irán adquiriendo la formación intelectual adecuada, premisa principal para con nuestra congregación», alega. Será su primer gran ensayo como profesora, por lo que las expectativas son altas.

De vuelta al pasillo, la fervorizada intriga del comienzo ha desaparecido, sustituida por el llanto de despedida y el gozo de haber sido traspasado. Es turno de deshacer lo andado, valorando cada uno de los veintiséis pasos que conducen, de nuevo, hasta la puerta de salida. El alma rebosante y ligera, insuflada de savia nueva. Y un pensamiento reflexivo merodea la mente. Lo efímero, que se deja atrás, bien podría servir de escarmiento. Porque no es posible huir indemne de la antesala del cielo.