Y Pepe Asdrúbal... echó a volar

Beatriz S. Tajadura
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Último capítulo de un relato por entregas. Cada domingo ha aparecido un nuevo episodio de Pepe Asdrúbal, un burgalés ficticio de 80 años, huraño, ridículo y desesperado por visitar a su nieto en Alemania. Para conseguirlo, ha tenido que aprender a comportarse como un veinteañero. Pero Pepe Asdrúbal ha descubierto que la juventud de hoy no es como la de antes

 

Pepe Asdrúbal odiaba quemarse con el aceite de los huevos fritos. Siempre le saltaba una gota chisporroteante de la sartén, al brazo o al dorso de la mano, dejándole una marca roja que escocía terriblemente. «¡Vaish!», exclamaba. Y metía la mano bajo el grifo. 
Pero ese día no pudo hacerse huevos fritos. Primero, porque el supermercado Día estaba cerrado (las latinas se habían rebelado) y no le quedaba aceite. Y segundo, porque el médico le había prohibido tomar grasas. Así que esa mañana, en vez de sus huevos fritos, Pepe Asdrúbal desayunó muy sanamente:un vaso de agua, una manzana y un tazón de café con leche.
Eso mismo le explicó esa mañana al médico: «Oiga, usté. Que yo ya no tomo grasas ni ná de lo que me dijo que no tomara. Yme tomo el Sintrom todas las mañanas, para el corazón. Que ya se sabe, gente castellana, gente sana».
El doctor le escuchaba con los ojos muy abiertos. Primero miraba a Pepe Asdrúbal y después a unos papeles que tenía entre las manos. «Aquí tengo los resultados de su análisis- dijo el médico-. Nunca había visto nada igual» Pepe Asdrúbal se removió inquieto. «¡Ay, San Agustín! ¿Qué me pasa?». El doctor deslizó los papeles en su dirección. Pepe Asdrúbal los husmeó sin entender una sola palabra. «Anticuerpos- leyó confusamente-. ¿Esto es lo de las manifestaciones?». El médico frunció el ceño. «Bilirrubina...- siguió leyendo Pepe-. A usté le gusta la canción de Juan Luis Guerra- y creyendo que no le oía nadie más, canturreó:- Ay, me sube la bilirrubina cuado te miro y no me miras, aay. Inyéctame tu amor con insulina, que no lo quita ni la aspirina». 
El doctor le rogó que se detuviese. «Vamos a ver, señor Asdrúbal...», empezó. «¡Doctor, por favor!- imploró el viejo-. ¡No puedo morirme ahora! ¡Esta noche sacan al campo a Neymar!». El médico hizo caso omiso y preguntó: «¿Dice usted que come sano?». Pepe Asdrúbal dijo que sí muy seriamente. «Y poca cosa, señor. Que de golosos y tragones están llenos los panteones, pues de hambre nadie vi morir, pero de mucho comer cien mil. Los consejos de mi madre también he seguido: he evitado los frijoles, pues con ellos y con coles salen pedos a montones. Tampoco he escatimado en verduras, pues es cosa verdadera que de un cólico de acelgas nunca murió rey ni reina».
El médico parpadeó. «Usted se ha tragado el refranero popular», comentó. Pepe Asdrúbal se encogió de hombros. «El Frente de Juventudes le curte a uno- respondió, y de golpe puso el puño en alto-. ¡Y no me quiero morir!». Pepe Asdrúbal se levantó y salió de la consulta en un santiamén.
«¡Ay, Dios!- se dijo al cerrar la puerta-. ¡Que la palmo en dos padrenuestros!». Gritaba tan alto que organizó un alboroto en la sala de espera. Las cabezas se volvían a mirarle y una de ellas se levantó a preguntarle qué sucedía. Resultó ser la vecina, la madre del niño gordo que tanto le atormentaba. «Pero señor Asdrúbal, por favor, ¿qué ha pasado?». Pepe se puso la mano en la cara y gimió: «¡Que me muero, que me muero!». Y se alejó con paso rápido, hacia la puerta de salida. La desconcertada mujer asomó la cabeza en la consulta y preguntó: «¿Tan mal está mi vecino?». 
Pepe Asdrúbal se fue a casa cabizbajo. Llevaba la cara más larga que la Duquesa de Alba y arrastraba los pies sonoramente. Solo de pensar en la muerte, se ponía tan triste que le daban ganas de comprarse una bandeja de pastelillos y comérselos en un rincón. Unas reinosas o unos canutillos del Landa. No los hubiera compartido con nadie, se los hubiera metido él solito y después relamido la nata del bigote. Pero cuando entró al portal de casa y se encontró allí al niño gordo, cambiaron sus intenciones. En vez de enfadarse y perseguirle con el bastón, Pepe Asdrúbal invitó: «¿Te tomas unos pasteles conmigo? El médico dice que me voy a morir y no quiero estar solo».
Al principio, el tocino desconfió. Pepe Asdrúbal siempre había sido su enemigo. El viejo odiaba al niñato y el niñato hacía todo lo posible por alimentar ese odio. Pero después reparó en que Pepe Asdrúbal tenía los ojos lastimeros y parecía sincero.
«Ya sé que tú no deberías tomar bomboncitos- añadió Pepe Asdrúbal, mirando las morcillas del niño-. Pero anda, deja que te invite esta vez. Te prometo que no te arrearé». Y los dos se fueron a la confitería Alonso de Linaje del Espolón. Pidieron un chevallier de nata para cada uno, cuatro obuses rellenos de crema y otros cuatro hojaldres con manzana. Para beber, dos horchatas bien frías, acompañadas de un plato con canutillos. «Esto es mejor que la comida que te pasan por debajo de la puerta, ¿eh, gordillo?», rió Pepe Asdrúbal. El tocino le miró con enfado, pero después comprendió que bromeaba y sonrió también.
Pepe apenas probó bocado. Se apoyó contra el respaldo de la silla mientras el niño lloraba de placer frente al chevallier. El bollo estaba esponjoso y remojado en leche, y la nata era tan fina que se deshacía en la lengua. En un momento dado, el tocino levantó la cabeza y le dio tímidamente las gracias. «Esto lo hace porque se va a morir, ¿no?», inquirió el niño. Pepe Asdrúbal pagó la cuenta y le acercó el pastel que quedaba. «Tómatelo tú, chorizote, que te va a saber mejor que a mí. El niño que mama y come, dos barbas pone».
Pepe Asdrúbal se disponía a marcharse cuando el niñato le agarró de la manga. «Espera, viejo. ¿Te vas ya?». Pepe Asdrúbal respondió que sí, que tenía algo importantísimo que hacer. «Me despido ya, albondigón. Te perdono por todas las cochinadas que me has hecho». El niño hizo un ademán con la cabeza y se estrecharon las manos.
Pepe Asdrúbal lo dejó lamiendo las migas del plato. Salió de la pastelería sin dar más explicaciones, como Mariano Rajoy, silenciosamente. Tenía muy claro lo que debía hacer. Paró un taxi y pidió que lo llevara hasta el aeropuerto de Burgos. Aprovecharía el nuevo vuelo directo Burgos-Berlín. El alcalde lo había inaugurado antes de las municipales, esperando ser reelegido. Anda que no son tontos los políticos ni nada. 
En esas, Pepe Asdrúbal desoyó la advertencia del Papamoscas, que le había aconsejado no volar a sus años. «Con lo viejo que estás, la palmas antes de llegar al control de seguridad», había dicho. Pero a Pepe no le importó. No pensaba esperar más para ver al nieto. Así que compró el billete («¡Jesús! ¡Qué robo! ¿Qué son ustedes, del Partido Popular?»), se apretó los tirantes y montó en el aeroplano.
El viejo se sentó y aseguró a Lola, la panza. Después se santiguó repetidas veces. «Santa María purísima, sin pecado concebido, guárdame de los vientos, los rayos y las azafatas». Y así fue cómo el avión despegó hacia Alemania, la tierra de las salchichas, de la austeridad y de la canciller Angela Merkel con el flequillo cortado a lo fraile. «¡Allá voy, alemanes!- pensó Pepe Asdrúbal, agarrado a su asiento-. ¡Apártense todos, que donde esté un burgalés no entra un teutón!». Y se imaginó a sí mismo con un queso de Burgos en la mano y una morcilla en la otra, alzándola triunfalmente. «¡El Asdrúbal Campeador!». 
Y así voló el héroe Asdrúbal, antes de que la muerte se lo llevase. O eso creía él, pues desconocía que nada más salir del hospital, su vecina había entrado a la consulta y había preguntado al doctor:«¿Tan mal está mi vecino?». Y que el doctor, sorprendido por lo que acababa de suceder, había respondido: «El señor Asdrúbal se ha marchado corriendo, sin dejarme terminar. Y yo solo quería decirle que está más sano que un niño».
Pero eso, Pepe Asdrúbal no lo sabía. En un acceso de pánico, había apartado todos sus miedos y subido al avión. Una locura de kamikaze, teniendo en cuenta que al viejo le daba más miedo volar que a Urdangarín compartir taxi con el Rey de España. Pepe Asdrúbal había cometido una locura tan impropia de un anciano, que su decisión produjo efectos inimaginables, pues en lo alto de la Catedral de Burgos, el Papamoscas olisqueó el ambiente y sintió algo extraño. «Vaya, algo acaba de cambiar- dijo suspicaz-. Creo que mi amigo Pepe acaba de hacer algo increíble. Veamos... ¡Ha echado a volar!». Y no solo eso. Pepe Asdrúbal había nadado en la piscina de El Plantío, ampliado su conocimiento en el Museo de la Evolución Humana y hasta había perdonado al tocino. Había hecho cosas que no se esperan de burgalés entrado en años. El Papamoscas, sonriendo, miró el reloj que le servía de soporte y pensó: «Vamos a dar la hora en honor de Pepe Asdrúbal». Y el llamador resonó por toda la Catedral, mientras el autómata abría y cerraba la boca con solemnidad. A su lado salió el Martinillo, tocando las campanas con gran alboroto. 
A kilómetros de distancia, en el aeropuerto berlinés de Schönefeld, Pepe Asdrúbal se paró en seco. Se sentía renovado, como si acabasen de darle una gran alegría. Si se hubiera mirado en un espejo, habría descubierto que las arrugas se habían ido, y también la panza Lola y los callos de los pies. Pero no hizo caso de espejos, porque había localizado a su nieto entre la multitud. El jovencito lo esperaba radiante. «¡Abuelo!- gritó, corriendo en su dirección-. ¡Pero qué joven estás! ¡Si no te reconozco!». Pepe Asdrúbal sonrió. Estaba borracho de felicidad. «Es que me he propuesto ser joven, majete. Para venir a verte a ti». 
 
(BEATRIZ S. TAJADURA ES BECARIA
 EN DIARIO DE BURGOS)