Larga vida a la cochambre

R. Pérez Barredo / Burgos
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El 5 de julio se cumplirán 40 años del primer gran festival de rock de España. 4.000 hippies tomaron Burgos para una cita que ya es mítica.

Si no fuera por la greñuda melena y la barba de camborio de arrabal, el fulano podría pasar por el último Elvis, aquel hombre hinchado y vencido por su propio mito que apenas se podía embutir en unos pantalones de campana y no dejaba de sudar cuando subía al escenario. El tipo que se parece al rey del rock también está de buen año, fuma compulsivamente y apenas se le ven los pies: los acampanados bombachos blancos se lo impiden. Ese hombre que se desenvuelve por las entrañas de la plaza de toros de Burgos como el más chulo de los apoderados es el gran protagonista de una historia de leyenda.

De un acontecimiento mítico que cumple ahora 40 años y que ha pasado a la posteridad como 'La invasión de la cochambre': cuando Burgos acogió uno de los primeros festivales de rock y pop celebrado en España. Sin duda, el más importante hasta la fecha. El gran muñidor de aquel evento insólito y pionero era José Luis Fernández de Córdoba, promotor musical, embaucador de primera y pícaro negociante. Fue él quien consiguió venderle al concejal de Festejos del Ayuntamiento de Burgos ese festival, mucho más parecido a lo que se había visto en Woodstock que a una verbena de las fiestas de San Pedro, a cambio de 2,5 millones de pesetas. Un pastizal.

Sucedió el 5 de julio de 1975. Todavía vivía el dictador, aunque ya se disponía a doblar la servilleta. Reducto de los más fieles principios del caduco régimen, ciudad en tonos grises, rosario de la aurora, Burgos pasaba por ser el último lugar en el que podría pasar lo que pasó. Qué pasada. Por eso el papelón de Fernández de Córdoba fue de aúpa. Y por tales méritos merece la gratitud del recuerdo. El crítico musical burgalés Diego A. Manrique, que lo vivió de cerca, admite que Fernández de Córdoba era un «fantástico buscavidas listo como el hambre», aunque tuvo un enfrentamiento con él que finalmente quedó en nada, por fortuna.

 Da igual que el festival terminase siendo un desastre en todos los aspectos: el sonido resultó horroroso; la luminotecnia, paupérrima; las pérdidas económicas, mayúsculas por las pocas entradas vendidas, apenas 2.000 jóvenes pagaron las doscientas pesetas que costaba porque otros tantos entraron en el recinto con pases que nadie supo nunca de dónde habían salido. Decíamos que da igual que resultara a la postre un fiasco: fue algo único, que permanece indeleble en la memoria de quienes lo vivieron. Por eso es ya un acontecimiento legendario.

El desembarco el día 4 de julio de algunos de los miles de melenudos adictos a los canutos, el LSD y el amor libre produjo estupefacción entre los burgaleses 'de orden', que eran mayoría, naturalmente. El grueso llegó el mismo día del concierto. Cuentan que Jesús Ordovás, periodista y locutor de radio, luego de cruzarse con monjas, curas y militares camino de la plaza exclamó: «¡Qué ambientazo! ¡Como en Monterrey!», en alusión al macrofestival celebrado en California en 1967 que fue precursor del de Woodstock del año 69.

Caballo de Troya

Las autoridades franquistas, que se temían lo peor, algo así como un caballo de Troya con Sodoma y Gomorra en su interior, no quitaron ojo a la multitudinaria legión de hippies: infiltraron a secretas entre sus filas y los grises montaron guardia en el entorno del coso burgalés y en las orillas del Arlanzón, donde se levantó una improvisada comuna que ofreció imágenes inolvidables para los ojipláticos nativos. Rincones también señeros -y más céntricos- de la vieja urbe castellana registraron fotografías inusuales en aquellas horas.

El fotógrafo Eliseo Villafranca capturó con su cámara la estampa de unos hippies descamisados tomando el sol en Los Cuatro Reyes del paseo del Espolón para estupefacción de las piedras sagradas del suelo bendito. Para Manrique no hubo realmente entre los burgaleses tanto recelo u hostilidad como curiosidad. «El desconocimiento, la desconfianza, venía por ambas partes», evoca. El musiquero burgalés disfrutó, pero menos de lo que hubiera deseado.Su condición de anfitrión de colegas se lo impidió: «Sufrí el síndrome del que monta una fiesta: finalmente es el que menos disfruta. Tuve que buscar alojamiento para amigos que no se podían pagar una pensión. Y preparar bocadillos y bebida para repartir entre ellos; sabía que iba a pegar el sol en la plaza».

Para alcanzar la eternidad se necesita material acelerante. El del festival de rock de Burgos fue un titular de prensa; el que, con toda la intención de conseguir exactamente lo contrario, regaló para la historia Javier Zuloaga López, director de La Voz de Castilla, órgano oficial del Movimiento y rotativo fundado en 1940 que se hallaba en horas bajas. El periódico salió el día de marras titulando a cinco columnas: 'La cochambre invade Burgos'. La leyenda estaba en marcha. A la troupé musiquera no le hizo gracia el arrojadizo palabro y se organizaron hogueras con los papeles. Pero no llegó la sangre al río: había demasiadas expectativas puestas en las 15 horas seguidas de rock&roll y estupefacientes para detener once trenes y distraer la ira.

El concierto

Todas las tendencias y estilos musicales que arraigarían en esa segunda década de los 70 estuvieron representadas en el festival: el jazz-rock catalán, el rock urbano, el heavy metal, el rock andaluz e Hilario Camacho como representante de la corriente de cantautores. Eduardo Bort, Storm, Triana, Gualberto, John Campbell, Burning, Eva Rock, Alcatraz, Orquesta Mirasol, Companya Electrica Dharma, Tilburi, Falcons, Granada, Tartessos, Iceberg y Bloque dieron, pese al nefasto sonido, lo mejor de sí mismos para solaz de la peña, que se puso morada a vino peleón y a sus cositas entre un calor sofocante.

Diego A. Manrique confirma el mal sonido y la poca gente.«No se registró un llenazo, desde luego, pero había suficiente público, y muy enterado. El equipo de sonido resultó muy, muy flojo. Realmente, el cabreo del público fue moderado: tres o cuatro años después, esa frustración habría terminado en disturbios», recuerda. Un jovencísimo Álex Grijelmo, colaborador de La Voz de Castilla, fue el enviado especial al concierto. Huelga decir que intentó pasar desapercibido. «Me tocó escribir la crónica del festival e intenté curar las heridas que había abierto el editorial de portada con aquel título», apunta el periodista burgalés. Hace siete años se honró esta cita con una exposición fotográfica. Hace cinco, algunos de los protagonistas regresaron al coso acompañados por los depositarios musicales del resto de los primeros. Tal vez este aniversario pase desapercibido. Sin embargo, nada hará que pierda su halo ya legendario.

Larga vida a la cochambre.