La absurda catalanidad del Cid Campeador

R. Pérez Barredo / Burgos
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El historiador catalán Alfonso Boix desmonta para DB la teoría del presunto origen catalán del héroe medieval que sostiene con vehemencia Lluís Maria Mandado i Rossell, pseudoinvestigador gerundense

El historiador catalán Alfonso Boix desmonta para DB la teoría del presunto origen catalán del héroe medieval que sostiene con vehemencia Lluís Maria Mandado i Rossell, pseudoinvestigador gerundense.

 

1. Toponimia y etimología.

Desmontar las teorías sobre el presunto origen catalán del Cid que sostiene Lluís Maria Mandado no le ha supuesto al historiador también catalán Alfonso Boix demasiado esfuerzo. No en vano, asegura, éstas se caen por sí solas desde cualquier punto de vista. Así, el estudio El Cid de valència era català o quan i com els catalans van fer Espanya, señala Boix, tiene como base la idea de que, en el Medievo, existía un inmenso reino catalán que se extendía desde la actual Cataluña hasta Oporto, alcanzando incluso Almería: el ‘regne Daragó’, nombre relacionado con la Corona de Aragó (en catalán, Corona d’Aragó). «Lluís Maria Mandado explica que esa ‘d’ apostrofada sería una mala lectura de ‘Daragó’, que sería a su vez una variación de ‘Tarraco’, nombre heredado de la provincia romana. Frente a él, otros reinos tendrían un carácter honorífico (y cito, traduciendo): «En Castilla, son los reinos de León, Sevilla, Jaén, Toro, Olva… y, en Cataluña, el reino de Valencia». Además de la cantidad de errores que hay en esta frase, la documentación regia en latín de la Corona de Aragón aparece siempre el famoso ‘Dei gratia rex Aragonum’ (‘rey de Aragón por la gracia de Dios’), sin esa confusa ‘d’ que alega Mandado. En los documentos latinos de Jaime I tras conquistar Valencia leemos «Nos, Jaime, por la Gracia de Dios rey de Aragón, Mallorca y Valencia, conde de Barcelona y Urgell, y señor de Montpellier»), con los títulos más importantes primero, reino de Valencia incluido».
Sin ese reino Daragó, buena parte de las teorías de Mandado resultan ya «insostenibles», en palabras de Boix. Así, Vivar «habría sido adoptado por los castellanos como lugar de nacimiento del Cid para evitar toda referencia a la supuesta cuna del Campeador, Viver (Castellón). La teoría se apoya en que los topónimos se parecen mucho, pero, entonces, ¿no podrían ser candidatos también Vivar de Fuentidueña (Segovia), Viveiro (Lugo), Viver de la Sierra y Viver de Vicort (ambos en Zaragoza), Viver de Segarra (Lleida), Viveros (Albacete), el Viver antes independiente de Serrateix (Barcelona) o incluso Saô Salvador de Viveiro (Portugal)?», se interroga el historiador que desenmascara esta peregrina tesis.
«La gran teoría del volumen radica en la demostración de que no hubo un solo Cid, sino que se trataba de una dinastía originaria del Urgell. Por ello, Mandado ve huellas de este topónimo por doquier, aunque no queda claro si se refiere a un origen catalán de los nombres, o que se usaron para ocultar dicho condado. Así sucedería entre B-urg-os y Urg-ell, pero, por la misma razón, Nelson Mandela podría haber fallecido en Urgell (oculto por Johannesb-urg-o), y Robert Louis Stevenson y Graham Bell serían catalanes (nacieron en Edimb-urg-o)».

 

2. Heráldica y onomástica.

La heráldica «es analizada con muy poco criterio científico, buscando huellas de topónimos catalanes en Castilla. Esto es insostenible desde que hemos rechazado la existencia del reino Daragó y, además, Mandado compara elementos heráldicos muy habituales en toda Europa. Así, un águila bicéfala como la del escudo del Pallars, es típica en los escudos de múltiples naciones e imperios; otro tanto sucede con el león rampante, los bezantes, el jaqueado o los palos rojos sobre campo de oro. Si la cosa no encaja, el autor la interpreta libremente: las tres columnas del escudo de Ciudad Rodrigo no pueden ser otra cosa que las barras catalanas; ve olivos en los escudos de Oliete (una sabina), Aldearrodrigo (robles y encinas) y Vivar del Cid (‘un árbol arrancado de sinople’, sin especificar más.
Las interpretaciones toponímicas al margen de todo criterio filológico mínimamente serio se extienden a la onomástica, a los nombres de los personajes. Que Abengalbón sea interpretado como ‘A-venja(r)-al-bo’ (‘A vengar al bueno’), saltándose toda referencia al histórico señor de Molina ibn Galbún resume la nula fiabilidad de los análisis y sus grandes dosis de creatividad. Asegura que el Cid Campeador (no la supuesta dinastía, sino el que conocemos como conquistador de Valencia) era en realidad Ermengol V de Urgell. Mandado explica que Ermengol (‘Hermenegildo’, en castellano) significa ‘el que hace grandes ofrendas a Dios’. Esto es correcto, pero no lo es tanto su peculiar análisis que, apoyándose en el origen germánico del nombre, le lleva a deducir que ese dios no podía ser otro que Odín (nuevo error: si acaso, Wotan, pues Odín es escandinavo), lo cual sonaría muy pagano entre gentes cristianas: por eso, Ermengol V habría decidido utilizar el nombre de Rodrigo, ‘caudillo famoso’.
Esta teoría es insostenible al contrastarla con la documentación latina medieval castellana y catalana, donde podemos hallar ese nombre. Así, la reina Urraca hizo donación de la villa de Cevico en 1119 a ‘Domna Estefania Comitis Ermegodis filia’ (se trata, precisamente, de Ermengol V). Otro ejemplo: Sant Ermengol, obispo de la Seu d’Urgell (1035), aparece en su testamento sacramental como ‘Ermengandus’, descartando los supuestos ecos paganos del nombre. Son sólo dos de los muchos documentos que incluyen este nombre, pero son, además, muy representativos por poner en entredicho las argumentaciones de Mandado.

 

3. Las fuentes.

El tratamiento que Mandado da a las fuentes es acorde al resto de análisis del libro, afirma Boix. «Como es bien sabido, existen fuentes numerosas relacionadas con el Cid, especialmente a nivel cronístico. Sin embargo, las fuentes fundamentales son tres, y todas ellas aparecen citadas en el trabajo de Mandado: el Cantar de Mio Cid, el Carmen Campidoctoris y la Historia Roderici. De las tres, califica al Carmen Campidoctoris como «obra de referencia». Se trata de un poema que sólo conserva 129 versos, alabando hasta la exageración diversas hazañas del Cid. Su brevedad y poca fiabilidad hace que sea la fuente menos relevante para los especialistas, frente a la Historia Roderici, hoy por hoy considerada el polo opuesto: la más completa y fiable biografía del Campeador, a la que Mandado relega a una posición marginal, haciendo referencia a ella en más que contadas ocasiones, de manera casi anecdótica».  
La importancia del Carmen radica en que fue encontrado en el monasterio de Ripoll, «lo cual permite al autor defender el origen catalán de los Cides. Pero, si, como afirma, el Carmen fue escrito en Cataluña y se leyó en la boda de una de las hijas de un Cid... ¿por qué el héroe no aparece con el nombre de Ermengol, si ya hemos visto documentación medieval en la que figura tal nombre, y en su lugar aparece ‘Rodericus’? Lo mismo sucede en la Historia Roderici, y también en la famosa carta de donación a la catedral de Valencia, se halla el único autógrafo del Cid -el famoso ‘ego Ruderico’-, hoy aceptada mayoritariamente como genuina pero que Mandado cataloga como falsa».
En el caso del Cantar de Mio Cid, el poema entremezcla realidad y ficción, como las actuales películas «basadas en hechos reales», apunta el historiador. «Mandado hace malabarismos varios para encajar ciertos datos históricos con la narración del poema, y a todo ello hay que sumar errores varios: no, Jimena no aparece en el Cantar defendiendo Valencia tras la muerte del Cid; y no, tampoco aparece un Giraldo Cervellón. Y también defiende que el Cantar fue escrito en catalán, y para ello afirma que, frente a la anarquía de la métrica en el poema castellano, un Cantar catalán estaría compuesto de decasílabos con un acento (¡que confunde con la cesura!) en la sexta sílaba. El autor no ofrece un solo fragmento de varios versos seguidos que permita comprobar esa armonía métrica, sino que, como reconoce él mismo, presenta sólo los versos más oportunos a su teoría. Evita así enfrentarse a versos como el primero del Cantar, De sus ojos tan fuertemente llorando, que ofrece muchas traducciones posibles. Aunque eso tampoco sería un problema: cuando hace falta, Mandado adapta la traducción para que funcione con su teoría, aunque no sea una traducción literal».
El ejemplo más extremo, y que refleja cómo este libro «no es más que una bola de nieve de errores que no hace más que crecer como las excusas que acumula un mal mentiroso para justificar lo que empezó siendo una mentirijilla, se produce al descalificar al Llibre dels Feyts del rey Jaime I de Aragón. Para Mandado, la dinastía de Cides conservó Valencia tras la muerte de Ermengol V, así que la capital del Turia jamás estuvo en manos almorávide. Así que el autor presenta a un Jaime I débil, pusilánime, que se inventa la conquista del reino de Valencia para aparentar ser un gran conquistador, y que (y traduzco) «hice alterar la [historia] de los Cides regalándolo a los castellanos», contradiciendo incluso la acusación sostenida a lo largo de este libro, ya que los castellanos no se habrían apropiado de la figura del Campeador, pues Jaime I se lo habría «regalado». Si, en lugar de tanta creatividad, el autor hubiese consultado debidamente no ya las fuentes castellanas que tan poca confianza le inspiran, sino las árabes (ausentes salvo por unas pocas anecdóticas menciones) sabría que la Historia de al-Andalus de ibn Al-Kardabus señala que el Campeador murió en 1099, lo cual invalida que pudiera tratarse de Ermengol VI (muerto en 1102) y que los almorávides sí conquistaron Valencia en 1102, ratificando la veracidad del relato de Jaime I en su Llibre dels Feyts)».