El lermeño que fundó Brasilia

R. Perez Barredo / Burgos
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El burgalés Federico Ortega Martínez, fallecido el pasado mes de enero, fue uno de los progenitores de la capital de Brasil, la ciudad que soñó Niemeyer. Creó una empresa que ha levantado decenas de edificios y emplea a 200 personas

Campo da Esperança es uno de los cementerios más ilustres de Brasilia. En él yacen enterrados muchos de los fundadores -allí llamados pioneros- de esta ciudad soñada, una de las más jóvenes del mundo: fue creada de la nada a mediados del siglo pasado, constituyendo uno de los legados urbanísticos más fascinantes del globo: es la ciudad de Niemeyer, aquel prodigio y referente arquitectura universal contemporánea. En Campo da Esperança fue sepultado el pasado mes de enero con todos los honores el señor Federico Ortega Martínez, uno de aquellos pioneros que contribuyeron a levantar una de las ciudades más fascinantes de la tierra. Diez años antes, el Club dos Pioneiros de Brasilia le tributó un merecido homenaje, en el que recibió una medalla de oro y un diploma con los que se le quiso distinguir como «uno de los líderes de la construcción y consolidación de Brasilia como capital de todos los brasileños».

Federico Ortega Martínez era burgalés. Y aunque vivió en Brasil los últimos 60 años de su vida, jamás olvidó su tierra natal, su querida Lerma, en la que vino al mundo el 8 de marzo de 1926. No fue una infancia fácil, evocan sus hijos Emilia y Roberto. Eran años duros, de escasez y de hambre, a los que no contribuyó a mejorar la guerra civil que desangró España entre 1936 y 1939 y que marcó la juventud de Federico por las ausencias. Fue a la escuela hasta los 14 años en que la abandonó para ponerse a trabajar con su padre, que era albañil, y así contribuir al mantenimiento de esta numerosa familia lermeña. Con su progenitor aprendió el oficio. Y aprendió lo que es el sacrificio y el trabajo duro, interminable, para poder sobrevivir.

Se casó en Lerma en febrero de 1955 con una burgalesa, Pilar, natural de Villatoro. «Mi padre no estaba dispuesto a que mi madre pasara penurias.Él quería algo mejor para ella. Y como siempre fue un hombre muy trabajador y muy enérgico no lo dudó y un mes después de la boda se embarcó hacia América», cuenta Emilia. Había destinos más naturales, como México, Venezuela o Argentina, pero Federico optó por Brasil pese a la barrera idiomática. «La vida en España se le hacía dura y sin perspectivas de mejorar, por eso no dudó en emigrar». Se fue solo, confiando en poder llevarse a su esposa lo más pronto posible, una vez hubiese encontrado trabajo. Por todo equipaje llevó una bolsa con una muda y una caja de herramientas. Su primer destino fue Sao Paulo. «Mi padre contaba que su primer día en Brasil cogió las herramientas y al salir de la pensión el dueño, que era español, le preguntó que adónde iba. Mi padre respondió que a buscar trabajo. El hombre, que se había percatado que sabía leer y escribir, le comentó que siendo ilustrado no tendría demasiado problema y que podría dedicarse a labores no tan físicas. Y acertó: comenzó vendiendo camisas, aunque nunca dejó de trabajar como albañil: aprovechaba los fines de semana para hacer trabajillos aquí y allá», señala con orgullo su hijo Roberto.

El emigrante burgalés prosperó poco a poco. Se asoció con otro emigrante español, Germán, originario de Asturias, con el que compró un terreno en el que ambos construyeron una casa en año y medio.Con el dinero de su venta pudo traer a su mujer y a su primera hija, Mari Carmen.

La tierra prometida

En 1960, junto a su socio, se trasladó a Brasilia, que acababa de ser inaugurada. Era algo así como la tierra prometida, donde todo estaba por hacer. «Fue una aventura, porque era un lugar donde no había nada de nada. Pero mi padre creyó que habría muchas oportunidades», apunta Emilia. El traslado no fue fácil, ya que la pequeña Mari Carmen falleció con cuatro años y medio. «Fue un golpe muy duro, que destrozó a mis padres». Federico se volcó en el trabajo: montó un bar y una fábrica de muebles que dio muy buenos resultados. Para mitigar el dolor por la ausencia de su primera hija, nacieron Emilia (una de las primeras personas en venir al mundo en Brasilia) y Roberto.

«Tuvimos una niñez muy digna, llena de cariño, con regalos y viajes. Pudimos ir a una escuela privada, algo que era muy caro entonces, y después ambos estudiamos una carrera universitaria», dicen los hermanos Ortega.Emilia es abogada; Roberto, ingeniero civil. La sociedad que el emprendedor lermeño tenía con el asturiano se liquidó amistosamente y Federico se dedicó a la construcción. Con unos pocos obreros levantó un hotel en una de las zonas más céntricas de la capital brasileña.

Mientras construía su primer gran edificio, se asoció con un gallego y montó una empresa de juegos electrónicos, negocio que se prolongó durante años y con el que obtuvo beneficios que le permitieron, años después, culminar su gran sueño: la creación de Construcciones Ortega (COL). Federico había enviudado en 1972 y en adelante se centró en trabajar, trabajar y trabajar para sus hijos. «La construcción estaba en el ADN de mi padre. Siempre estaba construyendo, siempre estaba pensando en construir aquí y allí», subrayan sus hijos, con los que impulsó después de su formación aquella gran empresa que le procuró el reconocimiento de la las autoridades de la ciudad como uno de sus pioneros.

 «La constructora es una empresa mediana, en la que tenemos aproximadamente 200 empleados», cuentan los hijos del empresario lermeño. En estos años, han construido decenas de edificios comerciales y residenciales, y la empresa se mantiene con buenos resultados pese a la crisis que está viviendo el gran país americano. «Felizmente, mi padre viajó mucho, siempre le gustó, fue a Portugal, Francia, Alemania, Italia, Estados Unidos, México, pero su lugar preferido, lo que más le gustaba era volver siempre que podía a Lerma, su ciudad natal».

Federico Ortega falleció el pasado 8 de enero a los 88 años de edad. Fue enterrado en Brasilia, la ciudad que le reconoció y condecoró como uno de sus padres fundadores y le procuró un funeral a su altura. Su primera gran obra, aquella construcción céntrica y coqueta, uno de los primeros alojamientos para visitantes que tuvo la ciudad, sigue dando servicio. En Brasilia continúa abierto, como testimonio de la huella burgalesa en la capital del país, el Hotel Pilar.