John Wayne era de Burgos

R. Pérez Barredo/Vivar del Cid
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Alberto Pascual pone rostro a una historia poco conocida: la de quienes emigraron a Estados Unidos para trabajar como vaqueros en el lejano oeste americano

Alberto acaricia a Linda y sus ojos se pierden tan lejos que alcanza a ver recortarse el inconfundible perfil de las Montañas Rocosas de Oregón y, más allá, la silueta serpenteante del cañón que durante milenios ha horadado el río Colorado, en la desoladora Nevada. Son paisajes familiares para este hombre de frente despejada, mirada ancha y áspera piel, cincelada por años de intemperie y soledad. Las fincas aradas que se extienden más allá de Vivar del Cid nada tienen que ver con los interminables pastos de su juventud, aquellas tierras del medio oeste americano a las que llegó siendo un adolescente y por las que guió miles de cabezas de ganado como el mejor cowboy de los grandes western de John Ford o Howard Hawks.
La poco conocida, por escasa, emigración española a los Estados Unidos encierra historias poderosas. Alberto Pascual pone el rostro a uno de esos capítulos casi invisibles: el que cuenta cómo un grupo de rudos y audaces castellanos desafío al destino cruzando el Atlántico rumbo al lejano oeste americano. «Aquí la vida estaba mal y los sueldos eran bajos. Había que buscarse un futuro», explica Alberto, que hoy no posee un rancho, sino una granja de cerdos en su pueblo natal de Vivar del Cid. «Había quienes marchaban a Suiza, a Alemania... Cerca de Tobes había un hombre que era patrón de ganado en Estados Unidos, y por ahí salió la oportunidad de ir a trabajar allí. Mi padre, Fidel, aceptó. Y yo me animé también, un año después. Me tiraba el oficio de pastor. Mi difunto abuelo también lo había sido. No sé si serían los genes. Jamás me importó pasar mucho tiempo solo».
Alberto llegó a Estados Unidos en 1967. Tenía 17 años. Su primer destino fue Oregón, donde pasó tres meses al frente de 2.000 ovejas. Recuerda que la adaptación fue difícil. «El primer año fue el más duro: el trabajo era distinto, las costumbres eran distintas, el idioma era distinto. Y siento tan joven como yo era, me costó más adaptarme», admite. Coincidió con muchos vascos en los primeros meses, lo que le ayudó a sobrellevar el brusco cambio. En Oregón Llovía mucho, era muy duro. Por eso me marché a Wyoming, donde estuve mejor aunque hiciera mucho frío, hasta 25 grados bajo cero. Pastoreaba a caballo y era más llevadero. En Wyoming pasé por lo menos tres años». Pronto el idioma dejó de suponer una barrera para el pastor burgalés: «Me entendía lo justo para el trabajo. No me hizo falta aprender más». A los cuatro años obtuvo la tarjeta de residencia (que aún conserva) que le hubiera permitido seguir en el país aun sin contrato de trabajo.
Nómada irredento, este diestro pastor se trasladó a un nuevo estado, más al oeste: Nevada. «Allí estuve unos cinco años». Pagaban bien, la vida era llevadera. También fue vaquero en California, donde pastoreó entre septiembre y mayo durante sus últimos años de estancia en el Far West americano, y en el estado de Utah, quizás su favorito «porque el terreno era muy bueno, la sierras muy fértiles y las ovejas allí daban poco trabajo». Pasó momentos difíciles el emigrante burgalés, como cuando las borregas, en las orillas de los ríos, pisaban arenas movedizas que las hundían sin remedio. «Había que sacarlas con lazo, tirando del caballo. Se pasaba mal, mal», recuerda. En el norte siempre pastoreó Alberto a caballo, John Wayne burgalés, y naturalmente con sombrero. «Allí lleva sombrero hasta el gato».
No ha olvidado los imponentes paisajes de su juventud. «No los terminabas con la vista. Es increíble lo grande que es aquello. Caminabas millas y más millas. Las sierras eran impresionantes. Había que subir por ellas en mulas o a caballo hasta que encontrabas unas praderas, aparcabas el ganado y pasabas el verano», evoca con nostalgia. Sí: nostalgia. Alberto Pascual recuerda los diez años que estuvo en América como los mejores de su vida.
«Se ganaba bastante bien. Y yo gastaba poco. Nunca tuve casa. Llevaba una vida nómada. Volví a Burgos en 1978 animado por la familia, creyendo que aquí podría empezar una vida nueva pero no me valió la pena. Me tenía que haber quedado. Y en el año 84 quise volverme pero al morir mi padre me ablandé por mi madre y me quedé. Pero yo me hubiera ido bien a gusto. Aquí hay demasiados impuestos, demasiada política, demasiadas envidias.Y siempre estamos puteados.En Estados Unidos, si trabajas, te pagan. Ganas de dinero. Y si eres de los duros, te aprecian. A los patronos de allá les gustaban los pastores españoles porque éramos duros, como ellos. Eran gente muy trabajadora y disciplinada, rancheros duros. Cada cual va a lo de él. Estados Unidos es un gran país. Es imposible olvidar aquello. Aprendí mucho. Quizás un año de estos me vaya por allí a dar una vuelta».