La calle es mi oficina

Á.M. / Burgos
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Ni ordenadores, ni trajes, ni reuniones, ni compañeros de trabajo. Decenas de personas trabajan a pie de acera

En la calle, todos me hacen más pequeño y al sumarme a ellos, la suma da cero. El poeta vasco Gabriel Celaya esculpió en A solas soy alguien palabras sobre la cauterización del ser humano inmerso en sociedad, en ese espacio sin normas atiborrado de normas que es a ratos protagonista y, a otros, un mero contexto que convierte a las personas en esos puntos negros que Orson Welles borraba en El tercer hombre a cambio de un fajo de billetes desde lo alto de la noria vienesa del Prater. A Burgos ya se asoma el invierno y la ciudad muta. Los pasos se aceleran, la vida se esconde y sólo hay gente en la calle que camina deprisa y no habla con nadie, cantaba Fito Cabrales al frente de Platero y tú.

Pues sí, llega el invierno y, en Burgos, la calle puede convertirse en la puta calle por la vía de los hechos. Salvo para quienes encuentran en ella la oportunidad de un trabajo, la ocasión de un negocio o la pasión de una vida. Hay muchas oficinas en la calle. Quizás no las vemos porque siempre están ahí, pero las hay. Y dentro hay oficinistas que expenden periódicos, castañas, churros o cupones. Mientras la Tierra da vueltas, ellos permanecen. Tienen nombre. Tienen una historia. Tienen un motivo.

«Yo me crié en un quiosco. La calle tiene un duende... Es como la noche. El día es vivo, pero también duro por la climatología de esta ciudad. Salvo por eso, sería una vida fantástica; yo no me veo metido entre cuatro paredes porque toda mi vida he estado en la calle», cuenta Pedro Castañeda, que regenta, junto a su hermano José Carlos, el quiosco de la plaza Santo Domingo de Guzmán, el que antes lo fue en los soportales de Antón hasta que la pasión política por esterilizar la ciudad unificándolo todo hizo de la diferencia una tara inaceptable.

Sí, su quiosco no es un salón versallés, «pero ves la calle, pasa gente, hablas constantemente con personas nuevas... Es un mundo fantástico, aun con todos los problemas que tiene». Comprueba desde allí que hay redención, que la mayoría de sus clientes «vuelven a decirte que les has dado el cambio mal a su favor». También que la ciudad cambia, e incluso hace de la suerte de los demás la suya. «Aquí me conocen y yo los conozco. Mira, hay un empresario que era un crack y ahora le han hundido. Su aspecto es terrible», lamenta con abatimiento. Al final, resuelve, resulta que «es más jodido el frío humano que el calor de la calle».

Allí echa «14, 13, 12 ó 15 horas, yo qué sé», salvo los sábados y domingos por la tarde, cuando se reserva para la familia. Él mamó el quiosco, pero sus hijos son otra cosa. «Esta es una profesión tan digna como cualquier otra, pero ellos tienen otras perspectivas y me superan en todo». Además, lamenta, «trabajamos a céntimos, las ventas han bajado de forma terrorífica y los impuestos son atroces». Y por si fuera poco «ahora vas a echar gasolina y te llevas el pan y los huevos; cualquiera puede vender un periódico y eso no debería ser así».

Concluye Pedro, al que todo bicho viviente que pasa por sus dominios saluda llamándole por su nombre, que «todo el mundo debería pasar por la calle unos cuantos años». «Es como la mili, que sí servía para algo, aunque sólo fuera para marcarte una disciplina. Aunque es cierto que la calle es bastante dura».

También es una forma de vida para Pepe Gómez, el ‘churrero del Alcampo’. Su vida de feriante (la tómbola Marcos era su sustento) dejó de dar para cubrir lo mínimo «y decidí invertir en una churrería e instalarme aquí». «Es bastante duro, pero duro ahora es todo en la vida. Yo siempre he sido feriante, así que sé cómo llevarlo mejor de lo que podrían hacerlo otros», cuenta.

La parte mala, coincide, es el clima burgalés, que no hace prisioneros, y «algún patoso» al que hay que aguantarle la tontería del día. La buena, «ver a la gente que pasa todos los días, te saludan, charlan... Luego unos compran y otros no, porque las cosas están como están: duras». Él, como tantos, se ha convertido en un elemento más del barrio, pero no es un buzón ni un semáforo. Es un tipo afable y muy educado que no tiene pudor en reconocer que sus clientes y vecinos «acaban siendo gente muy allegada».

Como nunca se sentó en una oficina no sabe «cómo me sentiría», pero tampoco rechaza la posibilidad de que quizás le gustara. «Igual lo asimilaba mejor que esto, pero no lo sé», resuelve. Pepe cuenta 55 años trabajados y vividos en negocios de quita y pon. Hará la temporada de invierno vendiendo churros (bastante buenos, por cierto) y a esperar otra temporada. Porque así va esto. El quiosco es fijo, pero la churrería no.

«No quiero esto para mi hijo. No es que esto sea un trabajo malo, pero para él me gustaría otra cosa más segura. Aquí hoy puedes hacer dinero, pero si mañana llueve ya no haces nada», continúa. Porque para el feriante, haga churros o regale baterías de cocina al que más suerte tenga, «hoy en día resulta muy difícil vivir de una sola cosa» y «cuesta mucho llegar a fin de mes, sobre todo con los impuestos que hay». Su receta para mantenerse en pie: «Seguir luchando».  

Un empleo

No cuesta comprender que lo de Pedro y Pepe es un trabajo y también una forma de vida, casi una marca genética. Pero existen más ‘oficinas’ a pie de acera donde lo que hay es un puesto de trabajo, y punto. Hubo tiempos mejores, días en los que en cada barrio había un quiosco y el comercio de calle era un uso habitual. Hoy no, pero algo queda. Boni Cano cuenta que «vi un anuncio en un cartel, llamé, me hicieron una entrevista y aquí llevo seis inviernos». «Aquí» es el puesto de castañas aledaño al Arco de San Juan, un lugar que para ella «resulta agradable porque me gusta estar de cara al público».

Antes de asar (y vender, claro, que es de lo que va esto) castañas trabajó en fábricas de pescado y fue vendedora. Hoy se siente cómoda en su minúsculo despacho, así que «no puedo decir si esto es malo o bueno». Trabaja por las tardes y únicamente en invierno, y aún así cree que hay mucho mito con la climatología del lugar. «Aquí los inviernos no son tan duros», asegura,  y conste que desconocemos si la fábrica de pescado en la que trabajó Boni estaba en Alaska. Como Pepe, curra mirando al cielo porque la lluvia, la nieve y el sol son quienes deciden si hoy venderá tantas o cuántas castañas.

Más estabilidad hay en el puesto de la ONCE que regenta Rosa María desde julio en la avenida del Cid. Era cocinera, pero una artrosis que duele al ajeno con sólo contemplar sus manos le impidió continuar su vida laboral. Hasta que encontró a la ONCE. Para ella es la primera vez que trabaja a pie de calle y ha comprobado que «es una vida tranquila» rodeada de «gente que va y viene y son amables y educados». Lo suyo, cree, tiene ventajas. «Estás sola, pero no tienes la presión de trabajar en grupo, ni a nadie que te meta cizaña... A mí me gusta, estoy bien».

Cumple un horario fijo de seis horas al día de martes a sábado y viene a despachar «entre 50 y 60» cupones diarios. Lo hace sin sufrir agobios por la falta de espacio y blindada del peculiar tiempo de la ciudad. «Aquí tengo calefacción y aire acondicionado, así que estoy divinamente. Además, este es mi barrio y la gente ya me conocía de antes».

Así que sépalo: trabajar en la calle engancha o, en el menos adictivos de los supuestos, ocupa. Hace de la ciudad un lugar mejor, un entorno en el que por cada tonto del haba que uno se cruza se pueden contar muchos pedros, pepes, marías o bonis. Los verdaderos alcaldes del suelo de todos. Suerte.