El día en que Pepe Asdrúbal pidió un deseo

Beatriz S. Tajadura / Burgos
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Primer capítulo de un relato por entregas. Cada domingo de agosto aparecerá un nuevo episodio de Pepe Asdrúbal, un burgalés ficticio de 80 años, huraño, ridículo y desesperado por visitar a su nieto en Alemania. Para conseguirlo, tendrá que aprender a comportarse como un veinteañero. Pero Pepe Asdrúbal descubrirá que la juventud de hoy no es como la de antes.

 

El niñato le había robado el periódico. Pepe Asdrúbal lo supo cuando se encontró el felpudo vacío. El hijo de los vecinos era un gorrón de los grandes. Le quitaba el ascensor cuando le veía entrar al portal, pulsaba corriendo para cerrar las puertas y Pepe Asdrúbal tenía que aguantarse en la escalera.

Eso hasta que un día, Pepe se propuso perseguir al niñato y agarrarle antes de que escapase con el ascensor. Pepe se había apretado los tirantes del pantalón y echado a correr por el portal. El niñato había mirado hacia atrás con horror y había salido disparado. ¡Cómo corría el bribón! Pero, ¿de qué manera? Si estaba gordo, si parecía uno de esos tocinos que cuelgan en los supermercados.

«¡Oye!», había gritado Pepe Asdrúbal. «¡Oye!». Al trozo de panceta le invadió el pánico, entró al ascensor y aporreó los botones como solía. Las puertas se cerraron frente a Pepe Asdrúbal. Otra vez. Al viejo le entró tanta rabia que asestó un bastonazo al ascensor y vociferó: «¡Mantecoso!».

Desde entonces, el niñato se había relajado. No quería que Pepe Asdrúbal lo apalease con el bastón. El viejo, sin embargo, lo deseaba fervorosamente. Lo haría después de comer, cuando el panceto estuviese viendo la tele. Entraría sigiloso y se le acercaría por la espalda. El niñato estaría comiendo patatas fritas, con la papada temblando y las migas cayéndole sobre sus pechos rellenos.

Entonces, Pepe Asdrúbal empezaría a pincharle con el bastón. Sin piedad ni recato. Le metería la punta del palo por entre las morcillas y el niño se retorcería por el suelo, chillando como un gorrino con la boca llena. Y ya no volvería a robarle el ascensor.

Así que esa mañana, cuando Pepe Asdrúbal se encontró el felpudo vacío, supo que había sido el niñato. No se cortó a la hora de freírle a timbrazos. Llamó a su casa tantas veces que empezó a tocar el Hala Madrid, hasta que comprendió que no había nadie. Y que no tenía periódico, ni niño al que azotar por habérselo mangado.

No le quedó más remedio que bajar al bar, suspirando. A Pepe Asdrúbal no le gustaba robar. Pero cuando al niñato le daba por rapiñarle el periódico, uno se podía volver más turbio que un socialista.

Siempre pedía un café con leche en el bar del Espolón. La camarera llevaba el labio perforado con una barra metálica. «Un pírsin, de esos». Mientras ella vertía la leche caliente, Pepe Asdrúbal le miraba de reojo. «A ver si el nieto no acaba con una como tú, maja», pensó.

El nieto era aparejador. Había volado a Alemania hacía un par de años. Pues quien de joven no trabaja, de viejo duerme en la paja; y en esta vida caduca, el que no trabaja no manduca.

Con su primer sueldo, el nieto le había regalado unas pantuflas escocesas. Pepe Asdrúbal se había puesto tan contento que había agitado una zapatilla y le había soltado: «Unos nacen con estrella y otros nacen estrellados. Regalando estas babuchas no serás un pelagatos». Eso había sido hacía tanto tiempo que Pepe Asdrúbal ya necesitaba unas zapatillas nuevas.

El caso es que Pepe miraba de reojo a la camarera, que parecía atareada. Él aprovechó entonces para alargar la zarpa hasta el periódico. Ya lo habían sobado varios antes que él. Lo decían las esquinas espachurradas y las manchas de café. Pepe Asdrúbal deslizó el periódico por la barra y se lo metió bajo el sobaco.

Su intención era pagar el café y marcharse silbando. Pero Pepe Asdrúbal tenía competencia. Una panda de octogenarios le olisqueaban el trasero, babeaban por aquel periódico. Pepe Asdrúbal lo sabía, podía verlo en sus ojos miopes y con cataratas. La lucha era silenciosa. Iba por dentro y muy despacio, como la cal de las lavadoras.

Pepe Asdrúbal fingió dar un sorbo al café y observó que uno de los vejestorios se le aproximaba peligrosamente. Y como sabía que quien da primero, da dos veces, le plantó un: «¡Eh!». El otro viejo se detuvo. Casi se le veían las fauces, grandes y blancas. Una dentadura postiza bien pegada. Llevaba almohadillas Algasiv, maldita sea. A Pepe Asdrúbal se le habían terminado. Rezó para que eso no fuese una desventaja.

«¿Ande vas?», le preguntó. El muy bellaco sonrió como un diputado y señaló el periódico. Le preguntó si había terminado de leerlo. Pepe Asdrúbal se lo pegó al pecho y se desgañitó: «¡No! ¡Vaish!», y apuntó con el dedo a otros que también acechaban, «¿Os envía el tocino?». Los vejestorios se miraron entre sí, sin comprender, hasta que uno atajó: «Suelta el diario, majo. O avisamos a la moza». Se refería a la camarera. Pepe Asdrúbal se volvió a mirarla. Con aquella barra en el labio, era mejor no provocarla, pues a barrazo limpio podía dejarle tortuga. Así que Pepe Asdrúbal se apretó los tirantes y salió corriendo del bar, con el bastón en una mano y el periódico en la otra.

(Ya se han mencionado antes las carreras de Pepe Asdrúbal. Hay que considerar que su velocidad es la propia de un oxidao. Es decir, la misma que tendría una lechuza en una sauna. Poca).

Los demás no le siguieron. Uno tenía incontinencia y temía los escapes, y los otros andaban con los tirantes flojos. Así que Pepe Asdrúbal se les escapó, agitando el periódico como uno de esos tontos que abren una floristería y cierran el Día de la Madre.

Esos eran los peseteros, los que cada mañana rondaban el bar para hurtar el periódico. Pepe Asdrúbal siempre los había despreciado. Cada vez que se los cruzaba, les gruñía: «Chorizos, manosgordas, arrastracueros». Y sin embargo, él acababa de hacer lo mismo. Había sisado un periódico y ese día era un poco más chorizo, manosgordas y arrastracueros que el día anterior. Y todo por culpa del niño.

Se sentía tan mal burgalés que decidió acudir a misa. A la catedral, la buena, en la que cantan. Ya lo decía San Agustín: «Quien canta, reza dos veces». Así que Pepe Asdrúbal se recorrió el Espolón y subió las escaleras hasta la puerta de Santa María.

Se fue al banco de la esquina de siempre, no se le fuera a sentar al lado una rezaflojo.

Las rezaflojo eran una especie curiosa. Mujeres con la habilidad de rezar cinco Avemarías por minuto, cincuenta Padrenuestros por hora. Más rápido, vamos. Y entre bisbiseos. Pulían sus propios récords y lo hacían con un solo destino: Olimpiadas Madrid 2020. ¡Vamos! En aquel banco, Pepe Asdrúbal estaba a salvo de ellas. Él solía quedarse en silencio, hasta que se dormía. Lo de la siesta en misa era una gozada. Y como era un simple viejo, nadie le decía nada.

De camino al banco, le dio por detenerse bajo el Papamoscas. Mira que era feo el desgraciado. Con esa chapona roja, abotonada, y ese cuellecito como de bebé. El simpático abría la boca con cada campanada, como si estuviese pidiendo comida.

«Un muerto de hambre eres tú», le dijo Pepe Asdrúbal. Y el Papamoscas le contestó: «No me hables de hambre, carcamal, que a ti te faltan los euros». Pepe Asdrúbal no toleraba los insultos. Empuñó la cachaba como un sable. «A callar, so marrano».

Le hizo un aspaviento con la mano y se dirigió de nuevo a su banco. «¡Espera!- imploró el Papamoscas-. No te vayas, que me aburro. La gente parece tonta cuando me mira desde ahí abajo. Yo doy las campanadas, abro la boca, y ellos cogen y hacen lo mismo». Pepe Asdrúbal le miró con desconfianza. «¿Y qué quieres de mí, majo?».

El Papamoscas respondió: «Te concedo un deseo. Pídeme lo que quieras». Pepe Asdrúbal frunció el ceño e inquirió: «¿Eres mago, como el calvo de la Lotería de Navidad?». El Papamoscas contestó que sí, que justo ese era su hijo. El anciano exclamó inmediatamente: «¡Regálame un billete de avión a Alemania!». El Papamoscas no parecía muy convencido. «¿Para qué lo quieres? Estás aviejado y tú en un avión no aguantarías ni el control de seguridad».

Pepe Asdrúbal respondió: «¡Quiero ver a mi nieto! ¡Está allí trabajando!». El Papamoscas le pidió paciencia y comentó con voz muy pausada: «Haremos una cosa. En vez de darte un billete de avión, voy a devolverte la juventud. Así, podrás viajar a Alemania sin riesgo de palmarla -Pepe Asdrúbal escuchaba con atención-. Solo hay un problema», prosiguió el Papamoscas, «y es que no puedo darte un cuerpo joven si tienes un carácter de viejo. Así que antes de quitarte las arrugas, tendrás que aprender a comportarte como un jovenzuelo».

Pepe Asdrúbal no confiaba en que él, a sus 80 años, pudiese aprender cosas nuevas. Así que apuntó al Papamoscas con el bastón y le largó: «¡Loro viejo no aprende a hablar!». Pepe Asdrúbal le dio la espalda. «Los viejos de hoy sois unos desagradecidos», agregó el Papamoscas. «Te vas a quedar sin ver a tu nieto, por bragazas». Pepe comprendió que sus palabras eran ciertas y se volvió hacia su rostro mefistofélico. Le preguntó qué quería que hiciera y el Papamoscas, muy divertido, sugirió: «No hay mejor forma de recuperar la juventud que juntándose con jóvenes. Mira, este verano hay talleres de Atapuerca en el Museo de la Evolución. Son para niños pero igual te dejan entrar». Pepe Asdrúbal le miraba con incredulidad.

El Papamoscas se encogió de hombros (como buenamente pudo): «¿No querías ver a tu nieto? Pues aprende a ser joven. Ahí queda eso».

(BEATRIZ S. TAJADURA ES  BECARIA

EN DIARIO DE BURGOS)