El misterio de las monjas muertas

R. Pérez Barredo / Burgos
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Los investigadores Elías Rubio, Miguel Moreno y Benito del Castillo descubren la epopeya de una congregación de religiosas francesas que recaló en Arlanzón y que resultó diezmada en muy poco tiempo

Cruces de enterramiento de las monjas francesas de Voiron en Arlanzón - Foto: DB/Patricia González

Leoncie Melanie Estephanie, de 43 años de edad, fue la última en morir. Pocos días después de que su cuerpo fuera sepultado junto a los de sus doce hermanas, aquella congregación decidió poner fin a un exilio maldito sin saber que con ello daba inicio una leyenda que todavía hoy pervive en Arlanzón sobre las propiedades mortíferas de sus abundantes aguas. Aquellas monjas francesas, que habían reconvertido un abandonado balneario decimonónico en un convento, regresaban a Francia diezmadas, dejando en el cementerio y en la iglesia de la localidad burgalesa memoria de su paso por tierras castellanas: trece cruces, trece historias que ahora, cien años después, tres investigadores burgaleses han desenterrado del olvido y convertido en una sola para arrojar luz sobre tan oscuro y extraño episodio.

Elías Rubio, Miguel Moreno y Benito del Castillo han recogido el resultado de sus investigaciones en los números 242 y 243 del Boletín de la Institución Fernán González. En el artículo, titulado Las monjas de Voiron en Arlanzón, ponen al descubierto la enigmática y fascinante historia de unas religiosas francesas que, expulsadas en 1904 de su convento de Voiron, en los Alpes, cerca de Grenoble, empujadas por el ambiente anticlerical que se respiraba en el país galo, recalaron en Burgos, más concretamente en el pueblecito de Arlanzón, donde no muchos años antes había quedado desahuciado un complejo termal, que había operado en el siglo anterior con el nombre de ‘Los baños de Arlanzón’, que solía anunciarse en la prensa local con el siguiente reclamo: «Aguas bicarbonatadas-cálcicas nitrogenadas, especiales en los padecimientos de estómago, hígado, aparato urinario y vías respiratorias».

Los investigadores burgaleses han conseguido saber que estas mujeres, pertenecientes a la orden de las salesas, recalaron en Burgos en el otoño de 1904. La congregación del convento francés de La Visitación contaba con 42 religiosas en aquella fecha. Aunque no vinieron todas, sí lo hizo la mayoría, si bien de forma escalonada, como recogieron en las crónicas o diario sus hermanas españolas del convento de Burgos, por el que pasaron todas antes de dirigirse a Arlanzón. Al frente de la congregación exiliada, su superiora, sor María Juana de Sales Boël, quien ya en 1903 se había dirigido al arzobispo de Burgos para informarle de la intención que tenía su comunidad de instalarse en el balneario burgalés, «arrendado» a este efecto «con los terrenos que al mismo rodean» y solicitar su permiso, concedido rápidamente por monseñor Gregorio María, quien además lo bendijo «por juzgarlo útil y beneficioso a la Diócesis en general y especialmente a los intereses espirituales y aun materiales de la villa de Arlanzón». La mayor parte de las monjas eran francesas, pero también había una inglesa, una alemana, una saboyana y hasta una africana.

Sin embargo, su estancia en tierras castellanas no pudo empezar de peor manera.Aunque las religiosas se obstinaron por aprender español para una mejor integración, y pese a que desde el primer día fueron bien acogidas por los vecinos de la villa, entre noviembre y diciembre, en menos de cuarenta días, fallecieron seis hermanas, y no precisamente las de más avanzada edad; de hecho, cuatro de ellas eran menores de 45 años. El dictamen médico de la época apuntó a una gastroenteritis, una fiebre gripal y cuatro fiebres tifoideas como las causas de las muertes de estas hermanas, si bien los autores del estudio sospechan que los dos primeros casos fueran mal diagnosticados.

Tras aquel embate brutal, las monjas vivieron unos meses más tranquilos, aunque, según llegó a confesar en una carta remitida al abad de San Pedro de Cardeña sor Juana Teresa Chevalier, elegida en 1906 como superiora de la comunidad establecida en Arlanzón, lo estaban pasando mal física y anímicamente porque tenían mermada la salud. Ese mismo año fallecieron otras dos monjas. En abril, con 86 años, Sophie, por un fallo cardiaco; y en noviembre, también por una lesión en el corazón, Marie Augustine, hermana que arrastraba una historia rocambolesca y posiblemente la primera mujer negra que habían visto nunca los vecinos de Arlanzón.

 Los historiadores han averiguado que esta hermana, nacida en un lugar de África, había sido comprada en El Cairo por un sacerdote francés a un negrero y entregada al convento de Voiron.

trágico final. En el año 1907 sólo hubo una baja en la comunidad: la hermana Clementine, de 74 años de edad, fallecida, según el dictamen médico, por una hemorragia cerebral. Pero en 1908, el año en que iba a concluir el exilio para todas aquellas congregaciones religiosas que se habían visto obligadas a huir de Francia unos años antes, la muerte regresó con avidez, cebándose intramuros del viejo balneario.En un mes, entre enero y febrero, fallecieron tres hermanas, dos de ellas treintañeras, y una cuarta, la última, lo haría en junio. Coligen los investigadores que estas últimas muertes, pese a ser tan seguidas, no guardan relación con aquellas seis primeras de 1904, donde sí parece claro que algo externo provocó la mortandad, dado que su investigación ha revelado que ese nefasto año se produjeron en Arlanzón  otras catorce muertes de adultos por causas febriles o gastrointestinales. Así, sugieren que pudo ser un bacilo, contagiado a través del agua, lo que llevó a la tumba a tantas personas aquel año terrible. Y, desde luego, no fueron la dura aclimatación ni una peste, como siempre se creyó, las causas que fulminaron a las seis monjas francesas. Sin embargo, sigue existiendo hoy, más de cien años después, la creencia de que las aguas de Fuentecaliente son más mortíferas que otra cosa; leyenda que se incrementó en aquellos años por mor de una epidemia de tuberculosis que arraigó en Arlanzón.

De hecho, las instalaciones abandonadas por las monjas en 1908 fueron utilizadas durante la Guerra Civil por fuerzas militares y «a partir de los años 40, aunque tuvo diversos usos, nunca sufrió ningún expolio, ni los vecinos se solían acercar por allí, en la creencia de que aún permanecían en el ambiente las ‘miasmas’ que habían causado tantas muertes en tan poco tiempo», escriben los autores del estudio.

Las trece monjas francesas fueron enterradas en el viejo cementerio de Arlanzón, aledaño a la iglesia de San Miguel. Las cruces que las recuerdan han permanecido en el exterior del ábside románico del templo, roídas por el óxido, hasta hace unos meses, en que fueron descolgadas y guardadas en el interior. Allí se conservan, arrumbadas, herrumbrosas, como testigos mudos de una epopeya tan truculenta como alucinante.