Dos niños con una enfermedad rara exigen un asistente en el colegio

I.M.L. / Aranda
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Estos hermanos sufren una patología genética y degenerativa que les afecta a su visión, por lo que necesitan ayuda para facilitar su movilidad y evitar que pierdan el ritmo de las clases

La integración de todos y cada uno de los alumnos en un centro escolar es una labor difícil de conseguir que se magnifica en ocasiones cuando algunos de los escolares tiene alguna circunstancia diferenciadora. Unos padres que llevan a sus dos hijos al Colegio Fernán González de la capital ribereña se están encontrando con todo tipo de escollos que salvar para que estos niños sean uno más de su clase y puedan acceder a la educación que, por derecho, todos debemos recibir. 
Los niños tienen once y nueve años y tienen una alteración genética que se conoce como síndrome de Stickler, reconocida como enfermedad rara que sufre 1 de cada 10.000 pacientes. Afecta a la formación de las estructuras que precisan colágeno, como son el aparato visual o las articulaciones. La niña, la mayor, padece menos patologías derivadas de este síndrome degenerativo, pero su hermano ha pasado los dos últimos cursos entre diversas intervenciones quirúrgicas y reposo total en casa, ya que tienen muy afectada la vista, y ha recibido educación a domicilio dos hora semanales, lo que le ha hecho ir un curso por detrás de los niños de su edad.
Ahora que el chaval se ha reincorporado este curso al centro escolar, se han destapado todas las barreras a las que se tiene que enfrentar en su día a día, en cosas tan sencillas como ir al baño, salir al recreo o seguir las clases al ritmo de sus compañeros. «Los profesores no pueden estar con él todo lo que necesita para seguir las explicaciones, mientras están explicándole la lección a los demás, él tiene que quedarse sin hacer nada, simplemente escuchando», explica su madre, Beatriz Gómez.
Una situación que se solucionaría con la incorporación en el centro de la figura de un asistente técnico (AT) que le permitiría ir adaptándose progresivamente a este entorno casi nuevo para él, tanto al seguimiento de las clases como en momentos habituales como ir al baño, salir al recreo, las clases de Educación Física o la entrada y salida de clase. Esta figura, además, evitaría una situación diaria que dificulta la integración de los niños. «Yo tengo que ir cada dos horas al colegio para echarles unas gotas hidratantes que necesitan para que su visión no empeore, a los dos, y no es normal que una madre esté entrando y saliendo de clase de sus hijos continuamente. Esas gotas se las podría echar ese asistente técnico», asegura la madre.
Esta arandina y su marido se encuentran impotentes ante la postura de la Administración regional, responsable de los temas educativos, que no responde por escrito a ninguna de sus demandas, ni las trasladadas a través del colegio como las planteadas por ellas directamente. Y más cuando consideran que lo único que está pidiendo es que se cumpla lo estipulado en este tipo de casos. «Yo no estoy ahora reclamando el reconocimiento de ningún derecho sino pidiendo que se aplique ese derecho. Está recogido ese derecho, está recogida la figura del AT, está recogida la figura de la integración y el hecho de que los niños tienen que hacer una inserción social», alega Beatriz.
A la petición de la presencia de un AT en el centro, del que se podrían beneficiar otros alumnos que necesitasen una ayuda extra, no solo sus hijos, estos padres se lamentan de la lentitud de la administración en temas tan básicos como dotar a un ordenador de una serie de programas informáticos. «Al niño le han puesto un ordenador pero no lo puede utilizar porque no tienen instalados los programas de escritura en Braille y el de lectura por voz, para que él pueda trabajar», comenta su madre. Por otro lado, la niña precisa de los libros de texto adaptados al doble del tamaño habitual, algo que tienen que solventar con fotocopias ante la tardanza de la editorial en enviar este material.
Todas estas peticiones las tienen que reiterar cada inicio de curso, lo que califican como un «calvario psicológico» porque las necesidades de los niños no solo no desaparecen sino que se van incrementando año tras año.