¿Y si el cine lo inventó un burgalés?

R. Pérez Barredo / Burgos
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Mariano Díez Tobar, padre paúl natural de Tardajos, científico e inventor, regaló sus apuntes sobre un artefacto llamado cinematógrafo al representante en España de los hermanos Lumière

El lugar escogido era céntrico: un amplio espacio en los bajos que había ocupado el vetusto Hotel Rusia, en la Carrera de San Jerónimo, corazón de Madrid. El emisario de los hermanos Lumière, Jean Alexandre Louis Promio, tenía todo bien dispuesto cuando recibió a aquellos pocos privilegiados, invitados especiales y periodistas, que iban a asistir a la primera proyección del cinematógrafo en España. Entre ellos había un hombre enlutado, vestido con sotana y tocado con un bonete. Era un hermano paúl, de rostro bonachón y expresión inteligente, que asistió fascinado -que no sorprendido- a la gala. Era el 13 de mayo de 1896. El religioso se llamaba Mariano Díez Tobar y era natural de Tardajos. Un burgalés eminente, erudito, estudioso de las ciencias y las matemáticas, curioso y emprendedor. Y con alma inventora. Un año antes, en marzo de 1895, había sabido por los periódicos que en Francia unos hermanos apellidados Lumière habían patentado y mostrado al mundo un artilugio denominado cinematógrafo, una máquina capaz de filmar y proyectar imágenes en movimiento.
¿Pensaría nuestro hombre con amargura en el encuentro que, años atrás, había mantenido en Bilbao con un representante de estos empresarios franceses después de una de las veladas científico-literarias en las que solía participar el religioso burgalés? ¿Le mordería en la conciencia haber departido con éste sobre el tema de su conferencia ‘El Cinematógrafo. Descripción del aparato por el que las imágenes de las personas, lo mismo que las demás cosas, sea que en el acto existan, sea que ya no existan, aparezcan el vivo y como si fueran la realidad, con sus colores, movimientos ante nuestra vista’? ¿Y se arrepentiría el sabio burgalés de haber entregado al señor Flamereau sus apuntes y notas sobre ese artilugio a la conclusión de la charla?
Quizás halló consuelo en sus sueños, aquellos que había urdido en la soledad de su celda, durante los largos días de estudio, cuando vio en la oscuridad de la sala a aquellos obreros saliendo de una fábrica. Seguro que no se sobresaltó como otros invitados porque él sabía que aquel artefacto, que parecía cosa de brujería, era posible. Mariano Díez Tobar, nacido en 1868, fue un gran inventor. 
Aunque olvidado, su nombre debería constar con letras de oro en la historia de los inicios del cine, de cuya primera proyección se cumplen ahora 120 años. Hijo de labradores tardajeños, Mariano fue un niño aplicado, que destacó muy pronto por su inteligencia y brillantez. 
Como tantos niños de su época, se formó con religiosos.En 1882 ingresó en el Seminario de Sigüenza, primero, y en el que la congregación de los hermanos paúles tenían en Madrid, después, donde hizo los votos en 1886. Como cuenta su biógrafo, el padre Mitxel Olabuenaga, «sus años de estudiante fueron aprovechados, sintiendo inclinación especial por las ciencias físicas y matemáticas». En 1890 fue enviado al colegio de Murguía, en Álava. Continuó estudiando hasta convertirse, a tan pronta edad, en un sabio.
Así lo recordaría años después uno de sus compañeros: «He conocido pocas sabidurías tan hondas, eruditas y completas como la suya, enciclopédica si las hay. La tenía muy sistematizada, pero su sistema era un poco caótico y confuso. Lo que el mostraba principalmente era erudición en las variadas disciplina, antiguas y modernas, vivía al día en la filosofía y en las ciencias positivas y, sin embargo, poseía la erudición clásica como un sabio del renacimiento. La historia griega, alejandrina y bizantina de la ciencia la poseía como no se encuentra más que en algún sabio alemán».
 
El cinematógrafo. Su fama trascendió los muros del colegio alavés, como señala Olabuenaga: «Sus conocimientos en las ciencias positivas le dieron a conocer a los profesores de los Institutos en donde tenían que examinarse los alumnos del Colegio, siendo admirado y aun consultado por algunos de ellos. Enfrascado en sus estudios seguía con afán los adelantos de las ciencias. Sus atinadas reflexiones basadas en profundos conocimientos eran escuchadas con vivo interés». No exagera, a tenor de una de las noticias que, en aquella década de los 90, recogió la revista Mundo Científico, donde en una nota en la que se informaba de una conferencia del religioso burgalés se puede leer: «El conferenciante autoriza con absoluto desinterés a cualquiera de los asistentes (o lectores) para que lleven a la práctica cualquiera de las ideas o conceptos que se encuentren nuevos en sus conferencias. De una de ellas ha salido el cinematógrafo. El ingeniero francés A.F. asistió en 1889 a la conferencia del Cinematógrafo, e inmediatamente mandó construir en París el aparato. Lumière fue el que hizo las películas… De donde resulta que la cuna del Cinematógrafo no es Francia, ni los Estados Unidos, sino España».
Aquel encuentro con Flamereau fue en Bilbao, según recoge Olabuenaga. Charlaron, según el biógrafo del padre paúl, «de lo que entonces constituía el problema industrial de la fotografía, de las fabulosas ganancias que había de acrecentar la fortuna de los explotadores una vez dada la ansiada solución a la ‘cronofotografía’. Hablaron de la sucesión de las fotografías, no con movimiento continuo, sino con intermitencias o intervalos de reposo, para que, aprovechando la inercia de la retina, quedase tiempo para sucederse unas a otras y producir así la ilusión de movimiento». Se sabe que el burgalés entregó sus apuntes al francés. Y poco más, salvo que Mariano Díez Tobar fue, años después, «el reconocimiento y la gratitud» de los Lumière, que le invitaron a la primera proyección del cinematógrafo en España.
 
Más inventos. En Murguía continuó sus estudios y desarrolló más inventos, como el icocinéfono, la aplicación fácil del fonógrafo al cinematógrafo. «Pero nos hemos quedado sin conocer las ideas sobre el icocinéfono por haberlas él destruido o entregado a algún aprovechado», señala Olabuenaga. Trasladado al colegio de Villafranca del Bierzo, en León, Mariano Díez Tobar todavía idearía nuevas creaciones nacidas de su ingenio: una máquina que sacaba de los sonidos armonías; un aparato para conservar el vino; un reloj cuya cuerda era la propia voz del hombre y que duró diez años; un reloj sin cuerdas pero con esfera y que marcaba las horas y minutos no a saltos como los demás relojes, sino de un modo continuo; el iconotelescopio o iconoscopio, que resolvía el problema de ver las imágenes a distancia y que constaba de transmisor (cámara oscura cuyo fondo está formado por una lámina delgada de sulfuro de antimonio y plomo…), receptor (otra cámara obscura cuyo fondo está formado por un cristal blanco…) y regulador sincrónico; y el logautógrafo. «Parte del principio de que es físicamente posible valerse de la energía de la palabra-sonido, para dejarla impresa en el papel. La máquina constará de varios resonadores, tantos cuantos sonidos queremos aprovechar en nuestro lenguaje. Parece ser que, en vida del padre Díez, alguna casa constructora trabajó sobre él y su aplicación a las máquinas de escribir». Mariano Díez Tobar falleció en Madrid en 1926.