Toda la vida sin soledad

R. Pérez Barredo / Burgos
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Miles de burgaleses recorrieron a lo largo de todo el día la docena de puestos que los libreros sacaron a la calle. La Plaza Mayor se convirtió un año más en un escaparate de sueños y de magia para pequeños y grandes

Acariciar con la mirada y con las manos un libro, olerlo, soñar con el instante de abrirlo en zambullirse en su lectura... Un placer del que ayer disfrutaron miles de burgaleses. - Foto: Luis López Araico

Muchos años después, frente al pelotón de palabras, el periodista R. Pérez Barredo había de recordar aquella mañana remota en que sus padres lo llevaron a conocer los libros. La infancia era entonces una aldea de promesas y luz, y el mundo tan reciente que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Todos los años, por el mes de abril, las familias de los libreros plantaban sus puestos en la Plaza Mayor de la aldea, y con un gran alboroto de palabras daban a conocer sus novedades. Una librera menuda, de pelo corto y manos de alondra, que se presentó con el nombre de Pilar, hizo una inolvidable demostración pública de lo que ella misma llamaba el invento más maravilloso jamás imaginado.

La gente iba de puesto en puesto, desaforada la imaginación, ávida de sueños, acariciando y oliendo la mercancía increíble de aquella especie de alquimistas que exhibían sus prodigios con toda suerte de formas, tamaños y colores. Desde aquella primera vez, y en adelante, aquel niño recibiría un mágico presente cada mes de abril, y era una fecha que siempre tuvo tan adentro, tan bien sembrada en su alma, que cuando creció no dejó de acudir a la llamada magnética de los libreros. Como hizo ayer, nuevamente, sabedor de que el libro, y no otro, era el gran invento de nuestro tiempo. Así, como si fuera pisando suaves flores amarillas, recorrió las carpas de los alquimistas con la misma mirada de entonces, de cuando el mundo era tan reciente, y convivió con otros que, como él, sentían el ingenio de la naturaleza, el milagro y la magia que encierran esos artefactos de papel, puro embrujo, pura vida.

Y se adentró en el universo de promesas de aquellos nigromantes, probó su néctar y en un Acuarium se dejó mecer por la música insólita y de colores de un acordeón y una mandolina que sonaban fetén, fetén antes de perderse en un museo de las maravillas preñado de libros antiguos como el mundo y después de nuevo en la plaza de la aldea, confundiéndose con la multitud arracimada en torno al prodigio de tanto sueño escrito sobre papel.

Tampoco olvidaría el periodista ese día de muchos años después, cuando puso frente al pelotón de palabras a su primer hijo, Martín, que cuando recibió como una descarga aquel libro de animales, ojiplático y tembloroso, no pudo moverse. No porque lo hubiera paralizado el estupor, sino porque en aquel instante prodigioso se le revelaron las claves definitivas que en su día le había transmitido a su padre Pilar. Entonces empezó el viento frío y algo de lluvia y todo pareció llenarse de mariposas amarillas.

El niño leyó y leyó mientras la aldea era ya un remolino de aire y palabras centrifugado por la cólera del tiempo, y antes de llegar al verso final ya había comprendido que jamás saldría de ese lugar pero que no importaba porque todo lo escrito era irrepetible y eterno. Porque las estirpes condenadas a la lectura siempre podían exorcizar la soledad; siempre tendrían una segunda oportunidad sobre la tierra.