Auge y caída del colegio de sordos

Gadea G. Ubierna / Burgos
-

Una tesis relata cuál fue el papel de la Diputación en la educación de las personas con sordera, desde la dedicación entregada hasta el cierre y nueva puesta en marcha

No se puede hablar del Colegio de Sordos de Burgos sin hacer alusión al papel que jugó la Diputación tanto en su ascenso como en su caída. Una relación en la que el profesor y logopedaJosé Antonio Gómez Monedero ha investigado durante diez años para elaborar una tesis doctoral que defendió esta semana en la facultad de Educación: ‘Atención socioeducativa de las personas sordas en Burgos. El colegio de sordomudos y ciegos de Burgos y la comunidad sorda Fray Pedro Ponce de León’, dirigida por Rosa María Santamaría.

«Como conclusión, creo que lo más significativo es la ilusión y el entusiasmo que puso la Diputación en un primer momento pero también la dejadez posterior, que concluyó con el cierre del centro en 1947. En los años sesenta vuelve a ponerse en marcha, pero por iniciativa de la asociación Fray Pedro Ponce de León, que empuja  para que se retome», explicaba ayer el recién doctorado, que ha dedicado buena parte de su trayectoria a la educación de personas sordas y a la logopedia.

La tesis de Gómez Monedero no es la primera investigación sobre la materia, por lo que decidió organizar su trabajo «desde un punto de vista más ciudadano. Es decir, estudiamos los órdenes del día de los libros de actas de la Diputación para saber cómo se resolvían y trataban situaciones del día a día de un centro que funcionaba como internado». Una información pormenorizada que se fue completando con reseñas de publicaciones especializadas como Faro del Silencio y  Gaceta del Sordo y otras generalistas como Diario de Burgos. «Debemos resaltar la ilusión y la lucha de los diputados para conseguir que el Colegio estuviera en Burgos», subraya Gómez Monedero matizando, eso sí, que la idea no surgió tanto del afán socioeducativo de los gobernantes, como del imperativo legal.

En 1857 se estableció que cada distrito universitario tenía que «hacerse cargo de la instrucción de las personas sordas y ciegas» poniendo en marcha un centro concreto para la tarea. En este caso, le correspondía al distrito universitario de Valladolid, que también abarcaba Palencia, Santander, Vizcaya, Guipúzcoa, Álava y Burgos. Y teniendo en cuenta que con varios siglos de antelación Fray Pedro Ponce de León ya se había encargado de la educación de las personas sordas en Oña, se consideró casi obligado que Burgos mantuviera esa tradición integradora.

Abrió en San Agustín en 1868 y hasta 1894 fue una época de esplendor, años en los que «se compraban confesionarios para sordos y pianos para ciegos». Pero, quizá, lo más importante de esa etapa fue que se dio un paso de gigante al conseguir que la ciudadanía dejara de asimilar sordera con deficiencia. «Se hacían exámenes públicos y se comprobó lo que podían hacer;la acogida de la ciudad fue muy bonita», apunta Gómez.

A comienzos del siglo XX, sin embargo, la Diputación de Vizcaya creó colegio propio y comienza la decadencia para Burgos, un declive que se prolongó hasta 1928 y en el que la razón de ser ya no era educativa, sino económica. Viraje que se aprecia en lo poco que se cuidó a la plantilla o en el hecho de que la Diputación llegara a presupuestar la compra de dos vacas para proveerse de leche y ahorrar. «Se convierte en una institución de beneficencia hasta que desaparece en 1947», dice.

Empuje de las familias

A partir de ese momento, el criterio que regía la política socioeducativa en la Diputación fue la del ahorro y como era más económico becar a un joven para que estudiara fuera que mantenerlo en Burgos, se favoreció la dispersión por toda España. «Pero en 1950 se funda la asociación Fray Pedro Ponce de León y las familias empezaron a luchar para poder disponer de un centro que atendiera a sus hijos en Burgos. Volvieron a hacer gestiones con la Diputación y, en 1961, lo consiguieron», explica el profesor y doctor.

«No era la primera propuesta que recibían y aunque fuera tarde, lo cierto es que reaccionaron bien», añade, antes de destacar que en esta ocasión se pusieron a trabajar con una memoria concreta que priorizaba la creación de equipos educativos especializados y profesores formados. «La selección fue esmerada y de calidad, se contrató a profesionales con un currículo excelente: Mercedes Montero y Alberto Ibáñez, maestros que se encargaron junto a una hermana de la caridad, sor Marina». El régimen era de Patronato, por lo que la Diputación pagaba al personal, pero el tema educativo dependía del ministerio. Y, a juicio del experto, fueron años de progreso, pero sin equilibrio de fuerzas. «Llama la atención que el colectivo de personas sordas ha hecho un gran esfuerzo para probar que no viven al margen de la sociedad. Han trabajado por la inclusión y han sido muy solidarios, pero no se les ha tenido en cuenta. Ahora llega una nueva faceta en la que debe ser la sociedad la que haga el esfuerzo», concluye el ya doctor.