«Lo heroico fue no pegarse un tiro»

R. Pérez Barredo / Burgos
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Un hijo de José Abad, burgalés de la División Azul, rememora la experiencia de su padre en la batalla de Krasny Bor, de la que se cumplen 70 años, y donde murieron miles de españoles

José Abad en una fotografía de su etapa como divisionario.

Durante muchos años, los familiares del burgalés José Abad Pereda creyeron que estaba muerto. Que había sido una de las víctimas de aquel infierno llamado Krasny Bor, la más cruenta batalla en la que participó la División Azul, en las afueras de Leningrado, en febrero de hace ahora 70 años. En aquel encarnizado enfrentamiento, apenas 5.000 guripas españoles intentaron detener la ofensiva del Ejército Rojo, compuesto por más de 40.000 hombres. Krasny Bor fue, en efecto, la sepultura de más de la mitad de los divisionarios que tomaron parte en la contienda. El resto sobrevivió, y aunque consiguieron detener el avance de las confiadas y beodas tropas estalinistas, muchos cayeron presos. José Abad Pereda se encontraba en aquella segunda lista.

Aunque no murió, fue enterrado en vida: pasó más de una década confinado en varios campos de concentración, el temible gulag soviético, un genocidio silencioso que se cobró millones de víctimas mortales. Sin embargo, su familia siempre creyó que había caído en Krasny Bor. Las celebraciones del 70 aniversario de esta batalla han rescatado la historia de la 250ª División de Voluntarios Españoles de la Wehrmacht, la conocida como División Azul. Aquel helador infierno que José Abad, fallecido de verdad hace una década, no olvidó jamás, aunque hablara pocas veces de ello con su familia. Su hijo Pepe recuerda que jamás les contó aquella experiencia, que sólo volvió a compartir con algunos camaradas de la época.

Pero él, curioso, aguzaba el oído cuando le visitaban amigos como los generales Palacios y Oroquieta. «Siempre me quedó la imagen de un gran desorden en medio de la desolación, con cráteres, cadáveres y heridos por todas partes, con barro, charcos, lluvia  y muchísimo frío», evoca Abad, que conserva en su memoria un relato eficaz y ejemplificador de lo fue aquello: «Un verdadero desastre, en todos los sentidos, con un clima asqueroso que convirtió el campo en un patatal inmenso, donde las posibilidades de maniobrar y desplazarse eran malísimas y a la vez motivo de descoordinación. Debió ser lo más parecido a una gatera llena de gatos asustados, hambrientos y helados, tirando cada uno por un lado; la heroicidad fue apañárselas para seguir vivo y no pegarse un tiro».

A muchos españoles caídos en Leningrado se les dio sepultura allí.A muchos españoles caídos en Leningrado se les dio sepultura allí. El hijo del divisionario recuerda que bien que de lo que más hablaban su padre y sus amigos (entre los que se encontraba el sacerdote de nacionalidad suiza que, muchos años después, cuando estaba a punto de terminar su cautiverio en Rusia, consiguió escribir a la familia de Abad diciendo que estaba vivo) era de cómo eran sus vidas tras aquel infierno, de qué había sido de todos los conocidos que regresaron con ellos en el famoso buque Semíramis que repatrió a los últimos cautivos españoles en tierras soviéticas en 1954.

Cientos de anécdotas

Pepe Abad sí conserva en su memoria anécdotas de los años de su padre en Rusia; historias, estas sí, que solía contar sin miedo, e incluso jocosamente, como aquella sobre dos «dos rusas de bandera» que se llevaron a su padre y a un compañero a dar una vuelta «y les propusieron un plan para fugarse del campo.Mi padre y su amigo se mosquearon -era demasiado bonito-, se negaron y... ¡acertaron! Resultaron ser agentes de la KGB, y ese acto les permitió ganarse la confianza de los rusos, tener mejor posición en el campo y poder ayudar mejor al resto de prisioneros». También recuerda Abad que su padre y sus compañeros se las ingeniaron para destilar las berzas y sacar un orujo con el que matar el frío y las penas del alma.

La violencia física no era moneda de cambio habitual (se conoce que comer sólo berza y pan ácimo y padecer los rigores del invierno siberiano era suficiente) pero sí sometían a los reclusos a otro tipo de violencia: la psicológica.Así, Abad evoca con nitidez otro pasaje contado por su progenitor: «Antes de regresar los prisioneros españoles hicieron una huelga de hambre (no recuerdo el motivo) y para que desistieran de ella, los rusos les pusieron una gran paellera llena de huevos fritos, alimento que en once años no habían visto. A mi padre le salió del alma darle una patada, por lo que se ganó la condena a muerte. Se la debieron perdonar, porque volvió».El hambre fue, con el frío, la otra gran condena:Abad y los suyos se comieron un día el gato del director de la orquesta que tenía su campo de trabajo...

El regreso

Gracias a la Cruz Roja, que se encargó de las gestiones, en abril de 1954 un viejo paquebote griego, el Semíramis, zarpó de Odessa con los pocos (219) repatriados españoles supervivientes del largo cautiverio estalinista. Abad subió a bordo de aquel barco como un resucitado. Atracó en Barcelona, donde les esperaba una muchedumbre exaltada, que los recibió como a héroes resucitados, como recién salidos del vientre de una ballena caníbal. Abad no fue el único burgalés que regresó vivo del gulag. Lo hicieron con él otros cinco: José Luis Casado Moral, de Caleruega; Miguel Pereda Zorrilla, de Medina de Pomar; Sisinio Arroyo, de Fuentecén; Félix Sagredo Vilumbrales y Francisco Aliaga, de Burgos.

Abad fue entrevistado al día siguiente por este periódico.Sus declaraciones, si bien contenidas, fueron reveladoras de lo que había soportado: «Me veo en Burgos y me parece estar soñando. Estoy tan aturdido por la realidad de ayer y la realidad de hoy que me parece estar anormal. He de pasar algunos días antes de llegar a tener una idea exacta de lo ocurrido». Posiblemente necesitó el resto de su vida para hacerlo. Y puede que no lo comprendiera nunca.