Pepe Asdrúbal se da un chapuzón en El Plantío

Beatriz S. Tajadura / Burgos
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PEPE ASDRÚBAL CONQUISta ALEMANIA (III)

La panza de Pepe Asdrúbal tenía por nombre Lola, y hacía lo imposible por salir fuera del agua.

Tercer capítulo de un relato por entregas. Cada domingo aparecerá un nuevo episodio de Pepe Asdrúbal, un burgalés ficticio de 80 años, huraño, ridículo y desesperado por visitar a su nieto en Alemania. Para conseguirlo, tendrá que aprender a comportarse como un veinteañero. Pero Pepe Asdrúbal descubrirá que la juventud de hoy no es como la de antes.

Pepe Asdrúbal había decidido ponerse en forma. Solía dar paseos por el Espolón o por la Plaza Mayor, con descansos cada cinco minutos. Se sentaba en los bancos de madera, con la cachava entre las piernas, y miraba a todo el que pasaba como un vigilante en la puerta de una joyería.

Pero había comprendido que no bastaba con eso. Si quería recuperar su juventud, tendría que mover las piernas de verdad, pues eso le había propuesto el Papamoscas de la Catedral: «Si tú aprendes a comportarte como un jovenzuelo, yo te devuelvo un cuerpo de veinteañero». Y Pepe Asdrúbal se había prometido conseguirlo. Solo así podría subirse a un avión para ver al nieto en Alemania.

Así que se puso a pensar en qué deporte podría practicar. Muchos señores corrían por la ciudad, con deportivas galácticas y la cara babeante de cansancio. Pero no, eso no era para él. A sus ochenta años uno no podía calzarse unas mallas de gigoló, ni ponerse a correr como si lo persiguieran los nacionales. Le daba miedo hacer el ridículo. Seguro que él más que correr, se arrastraba por el suelo como una centolla.

Después pensó en la bicicleta. Pero no, tampoco. Su bicicleta era de las que no podían enseñarse: una Orbea del año la pera, escuálida, sin frenos y con restos de pintura azul. Tenía el sillín descosido y con los muelles a la vista, gruesos y anquilosados. Antes que salir con eso, mejor subirse al carrito de la compra. A uno del Día, por ejemplo, que son fáciles de birlar. Pepe Asdrúbal sacudió la cabeza. Ni hablar, por ahí sí que no, mejor pensaría en otra cosa.

Y así fue como terminó en la piscina. Con una visera de publicidad de Fotoprix y una bolsa de la compra con la toalla, las chanclas y las gafas de bucear. Se había enfundado una camiseta verde pistacho, con un dibujo de Ironman (Lefties, 1,99 euros). Había sido un regalo de la madre del tocino. La mujer había peinado las rebajas de la calle La Puebla y le había comprado esa camiseta juvenil. Se sentía en deuda con él, después de que Pepe Asdrúbal se llevase a su hijo a ver el Museo de la Evolución Humana, y el niñato lo dejase encerrado en el baño.

Dos horas tardó el viejo en salir de allí. Y lo hizo a grito pelado, hasta que por fin llegó la señora de la limpieza. «¡El albondigón! -gritaba Pepe- ¡Ha sido el albondigón!». La mujer se asustó tanto que lo denunció a seguridad, creyendo que un loco se había instalado en los aseos. Y el desenlace es mejor no contarlo. Solo, sepa el lector que Pepe Asdrúbal no volvió por allí ni para ver los fuegos en San Pedro.

 Volviendo al asunto:en su afán por ponerse en forma, Pepe Asdrúbal había oído que un grupo de jubilados iba a nadar a El Plantío todas las mañanas. Y aunque, como dice el refrán:«De los cuarenta para arriba, no te mojes la barriga», a Pepe Asdrúbal le gustaba sentir las carnes sueltas bajo el agua.

Se presentó allí a las ocho de la mañana. Mejor encontrar la piscina vacía o con matusalenes como él, que convertirse en el hazmerreír de las jovencitas. Y es que Pepe Asdrúbal tenía un pequeño problema cuando se echaba a nadar. Empezaba con el cuerpo recto, boca abajo y moviendo los brazos en semicírculos, como debe hacerse. Pero después empezaba a girarse, le iba asomando la panza hasta que salía a flote. Y si antes Pepe Asdrúbal había estado cómodamente boca abajo, terminaba panza arriba y sin posibilidad de volver. Era un fenómeno extraño. Como si Lola (así se llamaba la panza) quisiese salir, tomar aire e independizarse. Y Pepe Asdrúbal no podía nadar más que así, con Lola como flotador.

Por eso mismo, Pepe Asdrúbal se apretó bien fuerte el nudo del bañador. Como si amenazase a la prominente diciéndole: «No te vayas de tu sitio, que pá rebeldes ya están los vascos». Y se metió de golpe en la piscina. «¡Santo Dios!- exclamó- ¡Más fría que beso de suegra!».

 Encima, había tenido que comprarse un gorro de baño. Le habían cobrado tres dolorosos euros, sin rebaja por pensionista. Qué vida esta. Y eso que Pepe Asdrúbal no tenía ni un pelo en la cabeza, tan solo una leve pelusilla rodeándole las orejas, como cercos de suciedad. Se sentía incomprendido. «Si yo no necesito gorro- se dijo- En estas piscinas, al calvo pelón, como al niño cagón. Nos tratan igual de mal».

Pepe Asdrúbal comenzó a mover los brazos. Al principio fue todo bien. Se mantenía a salvo, nadando en círculos junto a la escalerilla, pero después se fue complicando la cosa. Un grupo de mujeres entró en tropel a la piscina y le empujaron hasta lo profundo. Pepe, que sabía nadar, pero al estilo de un perro mojonero, empezó a pasarlo mal. «Ten cuidado, majo -pensó para sí- No vayas a tragar agua, que luego corre la tripa».

Y es que Pepe Asdrúbal no quería remojarse la cabeza, porque empezaban a picarle los ojos y a moquearle la nariz. Chapoteó frenéticamente hasta la corchea, y se aferró a ella como una vieja a su bolso de domingo. «¡Ay, la madre, que esto tiene más peligro que cuando fui a cazar jabalíes con el sobrino del Antolín!».

Desde la corchea, Pepe Asdrúbal miraba al grupo de cotorras. Las mujeres chismorreaban más que a la salida de misa. La piscina de El Plantío a las ocho de la mañana era su punto de encuentro. Ahí estaba el nicho marujo-deportivo más influyente de Burgos. Quien quiera lo puede comprobar.

Ninguna bajaba de los setenta. Todas llevaban bañador de cuerpo entero y gorro de tela, para no estropearse los rulos. Sus cuerpos, a pesar de los años, estaban tersos y atléticos. Si uno las miraba bajo el agua, podía llegar a confundirlas con jovencitas frescas y gráciles, pero después, al sacar la cabeza, uno descubría esos rostros arrugados de miradas disparejas.

Hombres no había muchos. Los pocos, también rondaban los setenta. Todos tenían panza oronda y nadaban pausadamente, como globos felices. Pepe Asdrúbal empezó a sonreír, y miró a Lola. «No eres la única aquí, maja», pensó. Lola parecía contenta, porque se dio la vuelta y salió a la superficie. «¡Epa! ¡Vuelve abajo, chata!». Con sumo esfuerzo, Pepe Asdrúbal recuperó la posición y siguió moviendo los brazos. El viejo avanzaba muy poco. Al notar que flotaba como un trozo de corcho y que era capaz de impulsarse con las piernas, le invadió una oleada de alegría. Dejó atrás la zona amarilla de la corchea y se internó en la zona roja. Al peligro, a la aventura. «¡Vamos, Pepe! ¡Al agua! ¡Como Almagro, como Cortés, como Pizarro! ¡A por los indios!».

El socorrista le miraba con asombro. A pesar de ser un rastas con pinta de republicano, a Pepe Asdrúbal le agradó. Siempre que pasaba por su lado, le sonreía y en una ocasión llegó a comentar: «¡Qué bien lo hace, abuelo!». Yno había burla en sus palabras, sino sincera admiración. Pepe Asdrúbal se puso más contento que un político lejos de los tribunales.

En esas, un nadador avezado le adelantó. Pepe Asdrúbal miró hacia delante con el ceño fruncido. El recién llegado era también panzudo, de eso no cabía duda, y meneaba las piernas de un lado a otro de la calle. Tan amplio llevaba el bañador, que Pepe alcanzó a verle la honra y la deshonra. «¡Vaya!», exclamó.

Pepe Asdrúbal no pensaba quedarse atrás. Ahora que había empezado a sentirse un tiburón y que ante los suspiros de asombro del socorrista, miraba a todos por encima del hombro. Así, como un Mourinho despreciando al Real Madrid. Ahora, ese desmadrado le tomaba la delantera.

Despechado, Pepe Asdrúbal se agarró a Lola y empezó a agitar las piernas como un jamaicano. Nadó y nadó, pero cuando estaba a punto de alcanzarle, al simpático le salieron un tropel de burbujas del trasero. A Pepe Asdrúbal se le vinieron a la cara. Tras sus gafas de bucear, el viejo abrió mucho los ojos y escupió con asco. «¡Será indecente!- gruñó- ¡Saca viento del este, lluvia como peste!».

El nadador alcanzó la escalerilla y se salió lo más rápido que pudo, dejando a Pepe Asdrúbal con la respiración desbocada y el rostro rojo de indignación. «¡Aguaturbia!», desembuchó. Pero el tipo no pareció escucharle, porque se perdió entre los vestuarios de hombres, directo al servicio. Pepe Asdrúbal dio media vuelta y regresó a la esquina de las cotorras, que lo habían visto todo y aplaudían al vencedor. Pepe Asdrúbal se acercó sonriente.

Las cotorras acudían todos los días a El Plantío, a las ocho de la mañana. «Puntuales como en la pescadería», dijo una. Y Pepe Asdrúbal aprovechó: «¡Y así están, más frescas que merluzas!». Ellas enrojecieron y empezaron a reír tímidamente. A una le entró la tos. «Dejamos a los maridos en la cama. Ellos no se levantan ni con la trompeta del Generalísimo- comentaban-. Unos zánganos, vaya. Claro que, con un señor como usted. Así, tan bien plantado- la señora echaba un vistazo a Lola, la panza-. Usted, ¿está casado?». Pepe Asdrúbal negó con la cabeza. «La parienta se me murió allá hace cinco años, por beber agua después de las ciruelas», respondió. Las señoras intercambiaron miradas de asentimiento. «Usted está hecho todo un joven. Echará de menos a alguien que le cocine las alubias y le lave los calcetines, a alguien que le frote la espalda en la bañera». Pepe Asdrúbal se limitó a sonreír como un niño y a murmurar:«Sí que soy un joven, sí».    

(BEATRIZ S. TAJADURA ES BECARIA

 EN DIARIO DE BURGOS)