El sueño de Paulo

R. Perez Barredo / Burgos
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El sintecho portugués ve cumplido su anhelo de conocer la Catedral por dentro de la mano de Cáritas y el Cabildo • «Esto es grandioso»

Paulo, escoltado por Álvarez Quevedo (i.) y Óscar Moriana, muestra su fascinación por el cimborrio. - Foto: Alberto Rodrigo

Desde que llegó a Burgos, hace ya más de un año, se ha pasado horas y horas contemplando la Catedral desde uno de los bancos de la calle Fernán González. Quizás, en su solitario delirio de tardes y noches de intemperie, sintiera Paulo que esa mole gris e hipnótica era una buena compañía, acaso un cómplice de su silencio, de su vagabundeo, de sus pensamientos interiores. Como si, tal vez, la Catedral le proporcionara cierta paz, instantes de sosiego que, desde que viven en la calle, le son cada vez más esquivos y ajenos. Y soñaba Paulo con entrar un día en el templo. Lo deseaba, como una lejana quimera. «Sí, era un sueño, me parece un edificio increíble, impresionante, no he visto nada igual», decía ayer este portugués de pelo erizado, rostro curtido por el aire y manos gruesas por las que asoman, tímidos pero amenazantes, los sabañones.

Lo dice tranquilo y hoy vestido como un pincel, aunque no puede ocultar cierto nerviosismo: está en la escalinata de la Puerta del Sarmental, a punto de cumplir un anhelo que han hecho posible, con su habitual sensibilidad, el director de Cáritas, Óscar Moriana, y el presidente del Cabildo, Juan Álvarez Quevedo, a la sazón convertido en el guía personal de este hombre sin hogar. Franquea Paulo la puerta y lo primero que hace al pisar el interior del templo es detenerse en silencio y mirar hacia los lados, primero, y después hacia arriba. Lo hace con asombro, abriendo mucho los ojos y meneando la cabeza. Ese improvisado vestíbulo se parece bien poco al lugar en el que vive: un soportal abierto de la avenida del Cid. «Quiero ver su tumba», dice al cabo un bien informado Paulo recordando al Campeador.

Todo a su tiempo. Álvarez Quevedo le explica la distribución del templo. El crucero, las naves, las capillas. Él asiente, atento a las palabras del deán, íntimamente abrumado por el recibimiento pero a la vez natural, dejando en el camino impresiones, reflexiones. «Esto es una maravilla. Algo así no podría hacerse ahora», apunta Paulo, que durante años, cuando tenía una vida más normal, trabajó en la construcción. «Imposible que se hiciera ahora mismo algo así y eso que los medios son más avanzados», apostilla con aplomo. El frío es penetrante a primera hora de la mañana en el interior de la seo. Una cosa de niños para Paulo, habituado ya, afirma, a las madrugadas burgalesas al raso. Nada de frío para quien, trabajando en Islandia, soportó más de 50 grados bajo cero.

Se mueven inquietos, porque no dan abasto, los ojos del visitante entre las obras que adornan el templo. En la capilla de Santa Ana recibe la explicación que del fabuloso retablo de Gil de Siloe le regala el guía. Paulo la sigue en un respetuoso silencio, deslumbrado por el fulgor dorado de la madera labrada por el genio hispano-flamenco. Un poco más adelante, cuando su mirada se posa en ese rincón de las alturas en el que se aloja el Papamoscas, Paulo reacciona como el famoso autómata: abre la boca, a la vez divertido y fascinado por el ingenio. Pasea el portugués por el templo con el espíritu de un niño curioso, como hipnotizado. Ante la Escalera Dorada Paulo tiene una reacción maravillosa: se echa las manos a la cabeza, sin palabras. Despacio, sin dejar de observarla, se acerca a ella y a escasos metros se detiene. Pasa un par de minutos en silencio, atrapado por el magnetismo y la armonía de diseño.

«Esto es una locura». Si creía que había visto lo máximo se equivocaba. Álvarez Quevedo y Moriana le llevan a la nave central. Allí, bajo la luz cenital que se filtra por esa filigrana indescriptible que es el cimborrio, Paulo enmudece y a sus ojos asoman dos lágrimas furtivas. Está hondamente emocionado. Se aferra al rosario que lleva como una pulsera en la muñeca. «Esto es una locura. Es grandioso, grandioso», musita. Alguien le ofrece un pañuelo. Se seca discretamente el agua de los ojos, que no dejan de trepar a las alturas, a esa blanquísima linterna natural que le ha cautivado hasta la turbación. El deán le promete enseñárselo un día desde arriba y Paulo ya no sabe qué decir, aturdido por tanta atención.

Frente a la tumba del Cid guarda un respetuoso silencio. «Ése supo buscarse la vida», apunta al cabo el luso, sabedor de las lides del que en buena hora nació, con el que empatiza porque él, dice, también es un luchador. Y también sabe buscarse bien la vida. Paulo alucina definitivamente en la Capilla del Condestable. «Aquí habría que quedarse una semana», dice con juicio preclaro, consciente de que una joya como la Catedral de Burgos no se acaba de ver nunca. Como todas las obras cumbres, es sencillamente inagotable.

Va concluyendo Paulo su visita y aunque Óscar Moriana trata de convencerle para que pase alguna de estas noches al abrigo cálido de Cáritas, él sigue en sus trece. «No me gustan los horarios. Me gusta mi piso», dice en referencia al soportal en el que vive, cerquita de la iglesia de la Anunciación, donde es muy querido por el párroco y los feligreses. Cuando alcanza de nuevo la salida, Paulo se muestra satisfecho. Y agradecido a sus anfitriones. Saluda a todos con cordialidad. Mira hacia arriba, a las agujas verticales que cosquillean el cielo de esta mañana de diciembre. La próxima vez que se extasíe viendo el templo sentirá el orgullo íntimo de saber lo que esa mole gris e hipnótica esconde en su interior. Un verdadero sueño. El sueño de Paulo.