El Campofrío soñado del señor Loste

Gadea G. Ubierna / Burgos
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La convulsa historia de este país fue responsable de que el régimen franquista encargara a un experto

Productos Loste se trasladó de Barcelona a Gamonal en 1941, debido a la escasez de materia prima en Cataluña. - Foto: Fede

Es casi seguro que si se le pregunta a un burgalés por el nombre de la persona que fundó Campofrío la respuesta será José Luis Ballvé. Algunos se acordarán también de Clemente Garay, el fabricante vasco de embutidos que en 1952 se embarcó con los Ballvé en el cometido de convertir una pequeña fábrica de conservas en el grupo que hoy es noticia en toda España por el desgraciado incendio del pasado domingo. Y sin ser esto incierto, tampoco es toda la verdad. El paso del tiempo se ha encargado de borrar de la historia el nombre de las personas que precedieron a los Ballvé, Garay y Yartu en la andadura de la fábrica que ahora Burgos defiende a capa y espada, pero han sido expertos en la materia quienes han devuelto a la actualidad el nombre de las personas que fundaron la Conservera Campofrío S.A en septiembre de 1944. Y a la cabeza de todos ellos, el fabricante de galletas catalán Gregorio Loste Isern.

El profesor de Geografía Urbana de la Universidad de Burgosy comisario de la muestra del cincuenta aniversario del Polo, Gonzalo Andrés, ha repetido varias veces esta semana lo que había dejado por escrito con anterioridad en un artículo de investigación titulado Las primeras fábricas de la ciudad. El impulso industrializador de Burgos en los años treinta y cuarenta (también firmado por Henar Pascual): la puesta en marcha de la industria cárnica se debe a la iniciativa del empresario catalán. Prueba irrefutable de sus palabras es la copia de la escritura de constitución de la sociedad, disponible en el Archivo Municipal de Castilfalé, y firmada el 1 de septiembre de 1944 ante el notario Julio Albi Agero.

En ese documento se especifica que «se rige una sociedad anónima de nueva creación, que se denomina Conservas Campofrío S.A.» y se especifica que «tendrá por objeto la elaboración, por los procedimientos más modernos e higiénicos, de toda clase de embutidos y derivados, con aprovechamiento de reses porcinas en cuantas manifestaciones permite la técnica más depurada. Podrá también consagrarse a cuantas actividades industriales y negocios de lícito comercio acuerde su consejo de administración». Se suscribió un capital social de un millón de pesetas, que aportaron los socios fundadores en este orden: Gregorio Loste Isern, también presidente del primer consejo de administración, 250.000 pesetas; Jaime Basco Menéndez, vicepresidente, 300.000 pesetas;José Campmajó Suriá, vocal, 100.000 pesetas;Valentín Alameda Sierra, vocal, 150.000 pesetas; Santiago Juan Gavín Roca, vocal, 125.000 pesetas;José María Torres Vaxeras, 25.000 pesetas;Agustín Herranz Viviani, 25.000 pesetas; y el abogado burgalés Antonio Martínez Díaz, secretario del consejo de administración, otras 25.000 pesetas. Solo este último y Valentín Alameda eran burgaleses, el resto eran empresarios y comerciantes catalanes y madrileños.

El vínculo entre el fabricante de galletas y la conservera no acababa en la aportación del capital y la ubicación de ambas fábricas en solares anexos de la entonces carretera de Logroño, sino que en la misma escritura de constitución se especifica que los accionistas dieron su autorización para que el vicepresidente del consejo de administración concertara «con la sociedad Productos Loste S.A. un contrato en el que, con las estipulaciones, precios y condiciones que tenga por convenientes pacte la venta y distribución que elabore la sociedad constituida en esta escritura». Es decir, los nuevos productos cárnicos se beneficiarían del canal de distribución y de los clientes de las galletas, ya muy asentados.

¿Pero qué hacía un fabricante de galletas catalán en Burgos y por qué motivo decide ampliar sus negocios pasando del dulce al salado? La respuesta a estas preguntas la tiene otro experto, Javier Moreno Lázaro, quien explica en diversos documentos publicados bajo el amparo de la Universidad de Valladolid cómo el panorama socio-político español de la posguerra obligó a empresarios con una trayectoria muy consolidada a ‘deslocalizar’ y a comenzar de nuevo en territorios que tenían más interés para el régimen franquista, bien por su ubicación y posibilidades o bien porque, simplemente, iban a ser recompensados por los servicios prestados en la Guerra Civil.

 Y como es bien sabido, Burgos encajaba en ambas premisas.  Justo lo contrario a Cataluña y otros territorios periféricos y poco afines al bando nacional durante la contienda que, tras 1939, fueron castigados con mayores restricciones de materia prima, maquinaria y otros condicionantes que ‘animaron’ el traslado de empresas.

prebendas. Ese fue el caso de Productos Loste, cuyo propietario trasladó a comienzos de los años cuarenta la fábrica de Barcelona a Burgos para estar más cerca de los productores de cereal y beneficiarse de lo que Moreno define en su investigación La dulce transformación. La fabricación española de galletas en la segunda mitad del siglo XX como «una discrecional política de autorizaciones de nuevas inversiones y de asignación de cupos de materias primas. El Gobierno persiguió con ella una localización de las fábricas acorde con las necesidades de la defensa, premiando a las del norte de Castilla, que habían demostrado su idoneidad para hacerse cargo de los suministros militares durante la guerra». Como recompensa a los traslados de fábricas, Moreno afirma que el Ministerio de Industria y la Comisaria de Abastecimientos y Transportes tramitaron «con extrema benevolencia» las peticiones de adquisición de maquinaria de los galleteros castellanos e incluso «a Loste le permitieron importar un horno de cinta».

Sin embargo, al mismo tiempo que el catalán ponía de nuevo en marcha su fábrica de galletas en la carretera de Logroño, el Gobierno era consciente de que el país padecía carencia de numerosos alimentos y aunque al comienzo de la Guerra se dificultó la fabricación de embutidos alegando que perjudicaba y encarecía la venta de artículos frescos, en los años cuarenta acabó promoviendo la puesta en marcha de este tipo de empresas. Y aunque antes de la Guerra también era Cataluña el territorio con una industria más desarrollada en este sentido, las dificultades para conseguir materia prima y el castigo de la posguerra obligaron a reconocidos productores a trasladarse o a cerrar, por lo que la producción era insuficiente. Así que el Gobierno tuvo que tomar la iniciativa y fomentar la creación de mataderos y conserveras entre diversos empresarios ‘fieles’. Uno de ellos fue Gregorio Loste. En el artículo Formación e Internacionalización de la gran empresa cárnica española, 1944-2008: Campofrío, es de nuevo el investigador Javier Moreno quien relata que «el Ministerio de Industria confió a Gregorio Loste Isern la tarea de crear una gran empresa», de conservas cárnicas.

Algo a lo que se procedió el 1 de septiembre de 1944 con la constitución de Conservera Campofrío S.A. Los inversores lo tenían todo a favor: disponían de mucho terreno en la carretera de Logroño, habían hecho obras importantes para canalizar las aguas residuales al implantar Productos Loste (algo que consta en documentos custodiados en el archivo municipal) y el hecho de construir otra fábrica era relativamente sencillo. Además, podían beneficiarse del canal de distribución y del prestigio de Loste para introducir en el mercado los embutidos de la nueva marca. «Parecía un negocio seguro», destaca Moreno. Alrededor de 1947 o 1948 terminaron las obras y comenzó la actividad, pero no se cumplieron las expectativas. «El intento de Loste resultó un fiasco. El catalán carecía de la maquinaria precisa para la obtención de estas mercancías», señala Moreno, añadiendo que a esto hay que añadir que otras marcas competidoras como La Piara, sí consiguieron su objetivo y alcanzaron el éxito que la incipiente Campofrío no. El investigador relata que «la producción anual de Campofrío no llegó nunca a los 100 quintales métricos de unos compuestos cárnicos de baja calidad, lo que representó poco más de un 1% de la capacidad de sus instalaciones».

El mismo resultado dieron otras fábricas nacidas en circunstancias parecidas, por lo que el Gobierno no solo no vio cubierta la necesidad de abastecer de forma adecuada a la población, sino que tuvo que dar otra vuelta de tuerca a sus políticas y, en los albores de los cincuenta, promovieron la transformación de productos bovinos y ovinos, pero no porcinos. Fue entonces cuando José Luis Ballvé Goseascoechea vio las posibilidades de negocio que había en un sector olvidado y, según explica Javier Moreno, cambio su vocación editorial en América por la de industrial en Castilla. Buscó un matadero y se encontró con Campofrío, de dimensiones y ubicación adecuadas para sus planes. Contactó con el productor Clemente Garay Eguía y en 1952 «ambos compraron la empresa y sus instalaciones, tras abonar un millón de pesetas, un 58% menos de lo que invirtió en su momento Loste».

Su gran logro, conseguir que por primera vez en España y después de gran inversión, los productores del norte del país obtuvieran a diario cerdos en canal manteniendo la cadena de frío hasta el punto de entrega. El sueño que el señor Loste, quien murió sin descendencia, no pudo cumplir.