Y con el Castillo volaron los franceses

H. Jiménez / Burgos
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El jueves se cumplen 200 años de la voladura que el ejército de Napoleón llevó a cabo en su huida a Vitoria • Fue una gran pérdida histórica y patrimonial que apenas se lamentó en su día: pesaba más la guerra

Recreación de una escaramuza entre españoles y franceses a las puertas de la fortaleza. - Foto: Patricia González

Las vidrieras de la Catedral saltaron por los aires. Sufrió la barandilla del cimborrio por el impacto de los cascotes. Las agujas de la parte norte y el remate de la capilla de los Condestables también se llevaron parte de los daños. Las puertas de San Esteban se abrieron de par en par con la onda expansiva. La iglesia de Santa María la Blanca desapareció.

El pedestal de la estatua de Carlos III también resultó dañado. Tres compañías de soldados perecieron casi al completo. Y la fortaleza que custodiaba la ciudad desde la Edad Media quedó reducida a escombros.

La voladura del castillo de Burgos que puso fin a la ocupación francesa tras la Guerra de la Independencia sigue siendo uno de los episodios más traumáticos de la historia local reciente, y este jueves 13 de junio cumplirá 200 años. Para conmemorarla, a partir de mañana tendrá un horario especial de apertura al público, un espectáculo teatralizado y un maratón fotográfico. Pero en 1813 los que lo padecieron no imaginaban que dos siglos después sus herederos lo recordarían de manera pacífica y casi festiva.

Reproducción del ejemplar de la ‘Gazeta Extraordinaria’ que el viernes 18 de junio dio a conocer en la corte de la capital ‘Baxo el Gobierno de la Regencia de la Españas’ la noticia de la voladura del castillo burgalés.Reproducción del ejemplar de la ‘Gazeta Extraordinaria’ que el viernes 18 de junio dio a conocer en la corte de la capital ‘Baxo el Gobierno de la Regencia de la Españas’ la noticia de la voladura del castillo burgalés. - Foto: Jesús J. Matías Aquella madrugada todo Burgos, que por aquella época ocupaba lo que hoy conocemos como el centro histórico, tembló bajo la potencia de «más de 1.200 bombas», como relataron las crónicas de la época, que el invasor había colocado como despedida de la capital de Castilla en su huida hacia el norte. Las tropas de Napoleón veían ya perdida su aventura de ocupación ibérica, y decidieron que su marcha hacia Vitoria no se haría sin dejar huella. Ellos perdían Burgos, pero Burgos perdería su bastión defensivo que, paradójicamente, el ejército imperial había reconstruido y reforzado en los años anteriores.

Eran poco más de las 6 de la mañana cuando «con estruendo verdaderamente espantoso» aquella mole de piedra quedó reducido a pedazos, cuanta Anselmo Salvá, el archivero y cronista de la ciudad, en su Burgos en la Guerra de la Independencia: «El recuerdo más glorioso de los bellos días, que a tantos y a tantos ataques se había resistido, que representaba toda la historia de la ciudad», desapareció casi por completo en una fracción de segundo y quedó convertido en un amasijo de polvo, humo y ruinas.

Cuesta creerlo pero los relatos de entonces dijeron que ningún burgalés falleció. Solo soldados franceses que no se habían alejado suficientemente de la fortaleza y a los que la explosión pilló desprevenidos. Los españoles, tan católicos y ávidos de milagros en plena victoria frente al invasor saliente, atribuyeron el milagro a San Antonio de Padua, titular del santoral de aquel día.

En cualquier otra circunstancia la voladura habría sido un drama histórico y artístico. La pérdida de uno de los hitos más emblemáticos de Castilla, el que dio sentido al asentamiento de Burgos y a la propia creación de la ciudad como guardiana de las tierras altas del Arlanzón. Pero en aquel momento los habitantes de la ciudad lo vieron con cierto alivio, porque perdían su fortaleza pero quedaban liberados.

En los días previos, cuando aquí se hospedó el rey José (hermano de Napoleón y apodado despectivamente Pepe Botella) y ocupó el palacio del Arzobispado, los franceses se incautaron de todo el cereal que pudieran aportar los campesinos de los alrededores y decidieron llevarse con ellos, en su marcha hacia Vitoria, los bueyes. La ciudad temía quedar desabastecida, como así ocurrió. Pero por encima de todas las cosas quería acabar con la guerra y volver a ser ciudadanos de un país soberano y libre de invasores.

Aunque quedó seriamente dañado, el castillo de Burgos no desapareció por completo con la voladura francesa. José Sagredo, en el libro que escribió cuando era el concejal que impulsó su recuperación a partir de mediados de los años 90, recuerda que después de la explosión fue parcialmente recuperado y mantuvo el uso militar hasta finales del siglo XIX, cuando se decidió desmantelar su dotación artillera.

Ya en el siglo pasado el Ayuntamiento logró su uso por 100 años (el plazo acaba de expirar y en teoría ha vuelto a manos militares, aunque sin consecuencias reales) pero las sucesivas corporaciones permitieron su decadencia progresiva hasta que en los años 80 se convirtió en un lugar peligroso, refugio de delincuentes y toxicómanos, al que muy pocos burgaleses se atrevían a acceder.

A partir de 1992, y con la llegada de Valentín Niño a la alcaldía, el destino cambió para la vieja fortaleza. Un programa de recuperación que se alargó durante 7 años permitió que el entorno de la ciudadela volviera a ser un parque apetecible, que sus torres sean ahora visitables y que su mirador sea un punto de referencia inevitable para todo turista que quiera contemplar la mejor panorámica sobre la Catedral. El Castillo voló hace 200 años y nunca podrá ser la fortaleza majestuosa que se adivina en los grabados antiguos, pero al menos queda el vestigio de lo que fue para ser apreciado y entendido por los burgaleses del siglo XXI.