Escenas singulares de un jueves especial

Angélica González / Burgos
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Una tarde primaveral acogió la procesión del Santo Encuentro, que llenó el centro de una contenida religiosidad y de unas preciosas y trágicas estampas con saetas y penitentes

Los cofrades del Santísimo Sacramento y de Jesús con la Cruz a cuestas llegan a la Plaza del Rey San Fernando con la imagen que les da nombre. - Foto: Patricia González

 
Qué tiempo éste el de la Semana Santa. Las cosas más extrañas ocurren por las calles sin que nadie levante una ceja. Lo singular se mezcla con lo cotidiano y lo piadoso con lo mundano en alegre comunión. En la puerta de la iglesia de San Cosme, los cofrades  se colocaban el capirote, ese raro sombrero que les cubre toda la cara, como el que se pone una visera en verano. Y se hacían fotos con el móvil, seguramente para compartirlas en las redes sociales. Recogimiento, lo que se dice recogimiento, no había en uno de los dos puntos de arranque de la procesión del Santo Encuentro.  
Quizás, sí ganas de salir una vez más llevando a hombros a Jesús con la Cruz a Cuestas; de expresar la fe por las calles de una manera más exuberante que un día cualquiera, o de escuchar a Fermín García cantando su saeta, que ya es un clásico del Jueves Santo burgalés. El de Roa no defraudó. Impecablemente vestido de traje y con una elegante corbata a rayas, apenas la imagen salió de la iglesia, la interceptó para dedicarle una copla breve y sentenciosa y en verso libre que decía tal que así: «Descubrirse hermanos míos y vamos a hincarnos de rodillas que va a pasar el Gran Poder... Honor y gloria a esta villa y al Cristo de San Cosme». Tras lo cual lanzó un clave al Jesús entre los aplausos del respetable.
Comenzó a andar la procesión. Los capirotes blancos de la Ilustre Archicofradía del Santísimo Sacramento y de Jesús con la Cruz a Cuesta, perfectamente alineados,  escoltaban a un grupo de mujeres vestidas de negro riguroso y tocadas con mantilla, como si volvieran de los toros, y a tres penitentes que pisaban descalzos el asfalto de la calle Concepción, no demasiado frío, por suerte. Dos de ellos iban cubiertos de la cabeza a los pies con un sayal blanco y cargando con una cruz que debía pesar un quintal. La tercera, de negro riguroso apenas cubría su rostro con un velo, iba exquisitamente maquillada, con la cabeza muy alta, la mirada perdida... y, claro, sin zapatos. Fue otra de esas escenas raras que solo ocurren en la semana de Pasión y que a nadie parecen impactarle. O no demasiado.
A la misma hora, desde la iglesia de San Gil arrancaba el otro cincuenta por ciento de la procesión. La imagen de Nuestra Señora de los Dolores iba a hombros de los miembros de la Real Hermandad de la Sangre del Cristo de Burgos y Nuestra Señora de los Dolores y llegó bastante antes que la que había salido de San Cosme. Por lo que le tocó esperar.
Unos veinte minutos después, el Encuentro propiamente dicho fue precioso. Tanto, que algún exaltado dio en gritar vivas a la Virgen, para sorpresa de unas turistas sevillanas que habían venido a Burgos a ver Atapuerca y, de paso, a admirar la sobriedad de una Semana Santa castellana tan alejada del folclore y el chunchún del sur y se encontraron con ese desahogo. «Cusha, si parece que estamos en el Rocío», comentaban. Enseguida se les explicó que es cosa rara que un burgalés levante la voz al paso de una virgen. Que lo mismo el espontáneo era de fuera.
A esas horas -cerca de las nueve y media de la noche- ya había oscurecido, la Plaza del Rey San Fernando estaba iluminada y el efecto, sin duda, era muy pero que muy resultón. Retumbó por la megafonía la voz del Abad, Javier Rodríguez Velasco, dando la bienvenida a todo el mundo y recordando para qué se había congregado allí la muchedumbre, que no era otra cosa que rememorar «el encuentro de Cristo con su santísima Madre, un momento verdaderamente hermoso de nuestra Semana Santa, cargado de emoción y religiosidad».
Con objeto de «ayudar a vivir mejor» esta cita singular se procedió al recitado de un poema a cargo de María Gutiérrez, cofrade de Nuestra Señora de los Dolores, que estuvo acompañada de Belén Cembranos y Jorge Rodríguez, al piano y al violín, respectivamente.  Los versos hablaban del amor y el dolor de la madre y el hijo, de sus miradas frente a frente «que les propiciaron un respiro camino del calvario» y de lo presto que andaba Burgos, «no hay lugar más santo ni de belleza más completa», según se le calificó, «para entregarse a la melancolía y para llorar viendo partir a Jesús». Una salva de aplausos cerraron el momento. Que volverá el año que viene.