La soledad del Yermo

L. Sierra (ICAL) / Herrera
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La Comunidad Camaldulense vive un repunte de vocaciones de personas que ansían vivir una auténtica vida eremítica dedicada a Dios

En silencio y soledad. Así viven los diez eremitas que forman parte de la Comunidad Camaldulense en España del Yermo de Monte Corona, en la localidad burgalesa de Herrera. Despojados de lo material y apartados del mundo, los ermitaños del siglo XXI viven en austeras celdas en las que no hay espacio para los móviles, tabletas, y ni siquiera para la radio o la televisión. Sólo la oración y la contemplación son parte de una opción de vida para la que hay lista de espera. Rodeados por los riscos que conforman los Montes Obarenes en este punto equidistante de las provincias de Burgos y La Rioja, el Yermo de Monte Corona saluda cada día al mundo de la misma forma, de madrugada. La campana llama a la oración a las 3.20 horas. De noche, ataviados con su hábito blanco y en el más absoluto silencio, los monjes comienzan su ritual de oración. Una rutina que repetirán siete veces y entre la que alternarán labores de trabajo, estudio y alimento. «Es una vida dura», destaca en declaraciones a Ical Javier Onrrubia, portavoz de la fraternidad laica de la Comunidad Camaldulense.
Onrrubia habla con conocimiento. Hace ahora siete años publicó un libro titulado Siete días en el Yermo, donde relata la vida de la que es considerada la comunidad religiosa más dura del país. «Viven por y para la oración y en la más absoluta pobreza. No hay nada material en el monasterio, y mucho menos en las celdas en las que habitan donde disponen de un huerto, una capilla, un baño y una pequeña habitación con una estufa de leña».
Llegar al Yermo es retroceder en el tiempo. Para ponernos en contacto con los monjes debemos tocar la campana que hay en la entrada. Su sonido es verdadero. Nada que ver con el que hoy en día reproducen los dispositivos móviles. Apenas concluye el tintineo, el padre Pablo abre la puerta que conduce al interior del espacio monástico. Conduce si quien tiene intención de compartir unos minutos con la comunidad -siempre previo aviso y aprobación- es varón. Las mujeres tienen prohibido el paso. «Cuando vienen nuestras madres o hermanas las vemos en la sala de la habitación de la entrada». Un pequeño y frío salón de apenas 15 metros cuadrados con una mesa camilla y cinco sillas que dan cuenta de la sobriedad con la que se vive muros para adentro.
En la actualidad, el Yermo de Herrera lo habitan diez hermanos. Siete españoles, un coreano, un portugués y un italiano. Este último, el padre Pablo, llegó en octubre al lugar. «Pronto seremos más», avisa el hermano Pablo, que entiende que más de uno se lo piense dos veces antes de venir. Este sevillano afincado en el Yermo desde 2009 confiesa que lo mas difícil no es la dureza de la vida del monasterio porque «es lo que hemos elegido», sino saber determinar si es esa vida y no otra la que quiere quien llega.«Ahora hay lista de espera pero hay que esperar para atender una solicitud y cada persona debe tomarse su tiempo. No es una cosa que se decida en un día para otro», añade. De las doce celdas existentes, solo dos están libres. Hace una década eran diez las que esperaban morador.
 
De 4 a 21 horas.
La vida en el Yermo arranca de noche. Tras ofrecer al señor el nuevo día en una Eucaristía que tiene lugar a las 6 horas, arranca la jornada de trabajo. Cada eremita está obligado a ejercer al menos tres horas diarias de labor en trabajos que van desde la carpinteria, la horticultura o el ganado. «Todo lo que comen es suyo», explica Onrrubia, que destaca el abastecimiento de una comunidad que ha llegado a criar cabras y que en la actualidad dispone de una pistifactoria con unas hermosas truchas. Apenas hay carne, sólo para los hermanos enfermos, y hace algunos años se puso en marcha un panal de abejas que les da la miel que toman algunos en el desayuno.
La campana vuelve a llamar a la comunidad a las doce horas. Esta vez para el alimento físico. Tras realizar un examen de conciencia, los hermanos ocupan la cocina para llenar de sustento sus marmitas de aluminio. Tras hacerlo, y en silencio, cada uno se dirige a su celda para comer en la más absoluta soledad. «Solo comen juntos en determinadas fechas o celebraciones», aclara Onrrubia. Días contados como los de Navidad, Jueves Santo, Pascua, Ascensión..., en los que la mesa del refectorio se llena de vida y de voces. Algo poco común en una comunidad de monjes que dedica poco tiempo a la charla.
«El pan también lo hacemos nosotros para no tener que ir a comprar a Miranda», agrega el hermano. Sólo «cuando es necesario» un hermano coge las llaves de la furgoneta para dirigirse hasta la localidad riojana de Haro y recoger, ya de paso, el correo postal que les llega a una dirección habitual. Nunca ha habido mensajero en este apartado lugar. Ni siquiera hay tiempo para atender a la información diaria. Ni el padre Pablo, ni el resto de la Comunidad, tiene tiempo para leer lo que sucede en el mundo. «De vez en cuando nos trae la prensa algún vecino y así nos vamos enterando de lo que sucede». Lo que acontece fuera del Yermo nunca ha interesado demasiado a la comunidad camaldulense. Lo suyo es la oración y el sacrificio.
Un sacrificio roto con cinco paseos anuales en los que los monjes disponen de tiempo libre para realizar las visitas que deseen. «Normalmente no salimos. Vienen a vernos aquí nuestras familias», indica este religioso andaluz que, tras pasar por otras órdenes religiosas, se convertirá en integrante de facto de la comunidad en los próximos meses. Han sido necesarios siete años para que pueda oficiar misa con el resto de hermanos. La tarde es un momento de encuentro. Así lo recoge Onrrubia en su libro. Es momento para la charla, que aunque corta, da tiempo para los siguientes rezos, la cena- también en soledad, y el descanso. Aquí la vida se para a las 21 horas. Sea invierno o verano.
 En el Yermo no hay casi nada material y mucho menos distracciones. Sus moradores ocupan su escaso tiempo libre en la lectura. «Tenemos un ordenador pero no tiene Internet», subraya el hermano Pablo, ajeno a fenómenos como el uso de las redes sociales o los grupos de Whatsapp. Si hay tiempo libre se dedica al huerto o al jardín que cada uno de ellos tiene en sus celdas. El resto queda reservado a Dios. Tampoco hay alcohol en las comidas, aunque si el prior da el visto bueno, cada hermano puede beber un vaso en el almuerzo. «Son casi vegetarianos y no les sobra precisamente», explica Onrrubia, conocedor de la austeridad con la que vive una comunidad que, en ocasiones, recibe donaciones del Banco de Alimentos o de vecinos de la zona. Los únicos recursos económicos de los que disponen estos hermanos proceden de unas tierras que tienen desde hace años arrendadas a unos agricultores de la comarca. Tampoco hay tiempo para el contacto con los suyos. Algunos hace años que no ven a sus familias, en lares tan lejanos como Asia, en el caso de uno de los hermanos. Son conscientes de que su familia son ellos mismos y los montes que rodean a un lugar en el que solamente se aprecia el canto de los pájaros y los tractores trabajan cerca del espacio monacal.