La M.O.D.A. Nómadas de un sueño

R. Pérez Barredo
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La banda burgalesa confirma su enorme tirón congregando a 12.000 personas en el concierto que ofreció ayer en el Wizink Center de Madrid, lleno hasta la bandera

La M.O.D.A. Nómadas de un sueño - Foto: Alberto Rodrigo

Cae la noche sobre Madrid, que se va llenando de azoteas encendidas, esquinas promisorias y tabernas de suelos pegajosos. La estación de Goya vomita un río humano que se desparrama a borbotones, febril, caudaloso, como un magma incontenible. Ruge la urbe como lo haría una bestia que se siente inmortal. Ajenos a la jungla de asfalto, en un silencio sólo roto por la prueba de sonido -que está hecha de ecos, que suena como lánguida y triste-, los héroes del sábado velan armas. Impone el gigantesco espacio, que a media luz ofrece un aspecto inquietante, como de coliseo romano futurista. Solos en el escenario, con las miles de butacas todavía vacías, los músicos se enfrentan con vertiginosa convicción al que consideran un momento esencial en sus carreras. Un antes y un después. Pero todavía habitamos en el antes. Como actores de una tragedia griega, los chicos de La Maravillosa Orquesta del Alcohol afinan instrumentos y almas sobre la escena en sombra. Están concentrados, aparentemente tranquilos, emocionados a muerte con la vida. Ni siquiera ahora, cuando están al borde de todo, dejan de ser esos chavales de Burgos, esos amigos del barrio de toda la vida que hace unos pocos años decidieron juntarse en torno a la música sin más pretensiones que las de disfrutar y pasar el rato. Suenan algunas voces, unas pocas risas estallan de cuando en cuando, como para rebajar la tensión, esos nervios que siempre se agarran muy adentro antes de cada bolo. Jorge y Alvar están deseando empezar ya, poder soltar esa adrenalina que les consume cuanto antes; David dice estar tranquilo (lo desmienten sus uñas). Hay una tensión contenida. Afuera la noche ya ha hecho prisioneros: se van formado largas filas en las inmediaciones del Wizink Center, hasta donde siguen llegando almas y más almas, nómadas con rumbo fijo, huestes aguerridas que campean bajo una misma bandera, la que exhibe un esqueleto con sombrero tocando el acordeón. Madrid se ha puesto una camiseta interior blanca para requebrar a la luna, a las luces, a los cláxones, al hormigón. Esta noche actúa La M.O.D.A.

La rasgada voz de David, hecha de humo y sombra, sobrevuela, va aumentando grados. Esa temperatura que irá creciendo hasta hacerse febril, hasta el éxtasis. Por el escenario ya han ido desfilando todos: Caleb ha sacado chispas a las baquetas, Joselito Maravillas ha hecho llorar de gusto al acordeón, Alvar, Jorge, Jacobo y Nacho… Todos han hecho los deberes. Resulta admirable la sencillez de la banda, la humildad con la que afrontan una cita que reconocen simbólica pero a la que se presentan con la misma vocación con la que lo hicieron por vez primera en aquel bareto en el que apenas nadie reparaba en ellos. «Todo el público es importante, pero está claro que la repercusión de este concierto, su poder simbólico, es enorme. Estamos muy contentos, muy orgullosos porque sabemos lo que es llegar hasta aquí. Sabemos lo que nos ha costado».

Hay muchas botellas de agua en el camerino de La M.O.D.A. Ni rastro de alcohol. Pero el acrónimo sigue sirviendo igual. Dicen que meter 12.000 personas en el Wizink Center es el copón, sí, pero también que este paso de gigante, este salto de calidad no podía haber llegado antes. Que fue necesaria mucha carretera, mucho garito, haber tocado en la calle, haber hecho muchas salas y festivales. «Venimos preparados. Sabemos lo que hay, que la gente está de nuestro lado, con las mismas ganas que nosotros, como si fuesen parte del grupo. Y eso nos transmite mucho. Esto es como si un equipo de barrio le hubiese ganado al Barça o al Madrid. Cuando has jugado en campos de barro no te achanta jugar en un escenario así», aseguran.

Un escenario así no es un escenario cualquiera. El primer sentimiento que les ha embargado ha sido el de la emoción, un escalofrío que les ha erizado también la memoria: cuando actuaron por vez primera en la capital de España, en una sala que ya no existe, había veinte personas. Hoy hay 12.000 dispuestas a romperse la voz como si no hubiera un mañana, como si mañana no existiera y todo fuera hoy, ahora, aquí, este momento, Madrid, capital del dolor, capital de la gloria, capital de La M.O.D.A. «Da vértigo, pero es una oportunidad».

Mañana (hoy) será otro día. Será cuando lean la prensa, cuando lean los tweets, las crónicas, la repercusión de este concierto histórico. Será mañana (hoy) cuando acaso sientan miedo. «Sabemos lo que queremos cantar, lo que queremos tocar, lo que queremos hacer. Hemos ensayado mucho. Y ahora sólo queda disfrutar. Llevamos esperando este momento desde julio».

Nervios controlados, ganas de tocar, de salir a comerse el escenario. La tensa espera. Eso es lo peor, ese rato previo, tedioso, que precede a la salida al escenario. Son las ocho de la tarde, queda una hora. Y los muchachos de La M.O.D.A. se conjuran como una familia, como un equipo de fútbol antes de saltar al césped a disputar una final. Se hablan, repasan el repertorio. Hay algo de ritual en ese gesto; se diría que se concentran, que se funden en un solo ser, que aúnan fuerzas y aliento y espíritu para salir al escenario en volandas, resueltos a conquistar la noche.

FANS DE TODO EL PAÍS

Afuera, decíamos, sigue entrando la gente. Los primeros han echado a correr al abrirse las puertas. He aquí fans de verdad. De La Coruña, de Murcia, de Cádiz, de Girona… De los cuatro puntos cardinales del país. Los menos ansiosos agotan lo que resta para el concierto doblándose a cañas. Ya todos los suelos están pegajosos. Ya la noche ruge y todas las azoteas son libélulas del cielo. Hasta la plaza de Dalí, donde ondean banderas, se lucen camisetas, se rinde a la evidencia. La M.O.D.A. está de moda. Ríase el vecino Corte Inglés.

A falta de diez minutos la pista está abarrotada. Suena el Hurricane de Dylan. The champion of the world, dice, premonitorio, el estribillo. También las gradas se van llenando. El marcador deportivo del pabellón parece enmudecer, como una metáfora. Hay ganas. Lucen los flashes. Tic-tac; tic-tac; tic-tac.

Se abre la puerta del camerino. Rostros reconcentrados, determinación en las miradas. Vamos, chavales.

Siete camisetas blancas irrumpen en el escenario, como copos de nieve en la noche. Ha llegado la hora. Lo saben las 12.000 almas que ofrecen una estampa espectacular del recinto. Lo saben los siete chavales que se acercan a sus instrumentos con esa manera tan suya, tan natural, tan musiquera, dejando fuera nervios, temores, fantasmas.

A las nueve y diez las luces se apagan. Fuera demonios. Como los mil del primer tema, buenas noches Madrid, que hace volverse loco al público. Y una canción para no decir te quiero. Y miles de gargantas al unísono, como un coro perfectamente engrasado. No hables de milagros, canta David. Y estamos asistiendo a uno. Se suceden las canciones y la comunión entre la banda burgalesa y el público, entregado, es cada vez mayor. En cada kilómetro, en cada latido. El sonido es magnífico. Cuánto corazón, cuánta garra, cuánto talento. Hay una agradecida emoción en la voz de cantante. Perder la voz cantando una canción es la mejor medicación, proclama quebrando hasta el límite esa garganta modelada por la noche y la escarcha, el humo y las calles –De Burgos a Dublín- por aquella madre que cantaba a Silvio cuando era un niño…

¿Cuándo vamos a parar? ¡Nunca!, grita una fan entregada. «¡Madrid, esto es un sueño, vamos a dejarnos juntos el corazón y la voz!», exclama el cantante, que arranca un rugido. El rugido de la pasión, de la admiración sin límites. Los gestos de complicidad se sucedieron a lo largo de toda la noche.

 

DOCE MIL VOCES

Tras hacer un alegato por la libertad de expresión llega el turno de temas bandera como Primavera y Catedrales, que hacen subir la temperatura del pabellón. El tema Vasos vacíos convierte la noche un hervidero, con una conexión brutal entre artistas y público. Los hijos de Johnny Cash, qué maravilla. Un Joselito de dulce, un Alvar desatado…Cada tema se interpreta y suena como si fuese a hacerlo por última vez. En ¿Quién nos va a salvar? se produce otro momento mágico, de una casi íntima conexión entre el público y los músicos. Cantado a doce mil voces, cuando suena el último acorde tras el verso que da nombre a la canción David responde: «¡Vosotros!».

Los temas de denuncia y compromiso social arrancan ovaciones y cánticos mientras David agradece la entrega increíble del público. La vieja banda y, principalmente, 1932, llevan la noche al éxtasis. La gran balada envuelve el espacio de un sentimiento de emoción indescriptible, realmente impresionante, que puso los pelos de punta a la noche. «Deja que me cuele en tus oídos», canta David al oído de doce mil personas, de la noche madrileña y universal. El momento Bruce (David acercándose al público), ese himno castellano y estremecedor, empujó más de una lágrima entre quienes nacieron en el suelo bendito, en la tierra castellana de la diáspora y del olvido, de la que hicieron gala como los mejores embajadores. Y ya no queda nada, en esta dirección, ya no queda nada, gasolina y alcohol… Otro momento tremendo de la noche, coreado como un solo ser por todos.

«Gracias por regalarnos esta noche», clamó David antes de dar paso a la penúltima de la noche, ese Nómadas ya convertido en un himno urbano, generacional. «Sois el mejor público del mundo», gritó La M.O.D.A., que prometió no olvidar esta noche, que prometió no olvidar nunca de dónde viene, aunque todavía no sepa adónde va. Porque estos chicos parecen no tener techo, límite, horizonte.

«Imposible ser neutral», cerró la voz de David. Imposible ser neutral en esta crónica: el éxito fue arrebatador, único, perfecto. Imposible ser neutral en un tren en movimiento. Imposible no sentirse atropellados por la magia de estos nómadas de Burgos. Nómadas de un sueño.