Ellas les aman... mucho

Angélica González / Burgos
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Auryn y David Bustamante. No hay cariño más sincero y desinteresado que el de las admiradoras que hacen kilómetros y hasta se inventan parentescos para ver de cerca a sus ídolos

El grito fue estremecedor: «¡Quítate la camisaaaaaa!». Su receptor, uno de los Auryn, no me hagan decir quién -se parecen todos tanto-, sonrió por lo bajinis mientras corría, atlético, hacia la parte trasera del escenario. La chillona fue solo una pero expresó el espíritu de las ochocientas o novecientas adolescentes (luego se incrementarían hasta las mil doscientas) que se personaron en El Plantío para ver a su grupo favorito, una boyband o conjunto de chicos que cantan, bailan al unísono y cuidan el look una barbaridad con sus tupecitos bien peinados, sus camisetas ceñidas o enseñando los costados y sus chalecos.

Nada ha cambiado, pues, desde que aquel 2 de julio de 1965 cuando el cuarteto de Liverpool que soliviantaba la música conocida hasta entonces y las hormonas de media humanidad llegó a España. Líbrenle San Pedro y San Pablo a esta cronista de comparar, ni por lo más remoto, a este grupo de manchegos, madrileños y murcianos con Paul, John, Ringo y Georges pero la esencia es idéntica. El loquerío que había en los aledaños del campo era de pronóstico: Unas habían dormido al raso para estar en primera fila, otras dibujaban corazones en una cartulina para mostrársela a sus ídolos, las de más allá intentaban pasar mensajes encriptados a los artistas a través de los trabajadores de la organización del concierto... y una madre llegada desde Valladolid esperaba mano sobre mano a que acabara el concierto para llevarse a sus retoñas de vuelta a casa. Hubo quien se presentó como ahijada de David Bustamante, por si colaba. Pero no. En cualquier caso, que les quiten lo bailao.
Pero... ¿qué tienen estos chicos? Porque voz, la justita; letras... en fin; carisma, pues... El asunto debe estar en que, por lo visto, son muy cercanos y tratan a las fans como si fueran de la familia.

Bustamante llamó así, «familia», a las chicas que le aplaudían desde mucho antes de salir al escenario con un pantalón que le estaba justo de tiro, una camisa blanca estudiadamente abierta, unos tirantes rojos que asomaban por la americana y una pose de crooner que daba gusto verle. Antes, había recibido a un par de admiradoras en una cita con foto que era el premio que las muchachas habían ganado en un concurso del club de fans. He ahí el quid de la cuestión.

El de San Vicente de la Barquera no estuvo muy fino. Carraspeaba, se saltó algunos versos y bebía agua sin parar en las pausas de los temas. Pero a nadie parecía importarle, al menos al principio, luego fue otra cosa. Porque tras esa pinta de galán que te pone los ojos en blanco y se golpea el pecho apareció el joven cántabro de siempre, el chico de barrio, el pintor de brocha gorda para contarle al respetable que tenía una tía que vivía cerca de la Catedral y que muchas veces, cuando niño, jugaba a la pelota en el templo y que la de su pueblo es la playa de Burgos. Aquello se vino abajo.

Por lo demás, amor, muchísimo amor en todos y cada uno de los temas. No correspondido, caducado, añorado, peleado. «No existe nadie que pueda rescatar mi alma, no existe nadie que me llene como me llenabas y es que no existe nadie que pueda completar mi vida como lo haces túuuuu», bramaba Bustamante. Qué razón tenía el gran Krahe: «Cuando se hacen canciones de amor, uno exagera un poquillo».