Arlanza: desmembración, desguace y desinterés

Félix Palomero Aragón
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La celebración del mil cien aniversario debiera ser un punto de inflexión en la recuperación de esta simbólica obra

A partir de 1847 las cubiertas de la iglesia y el claustro sufrieron un paulatino deterioro, que se agravó tras el incendio de 1894. - Foto: Jorge Citores

El monasterio de San Pedro de Arlanza, expresión en su milenaria historia de tesón, constancia y bien hacer -como ponen de manifiesto los restos que han llegado hasta nosotros-, a partir de la desaparición de quienes le dieron sentido y vida, ha sufrido un lamentable proceso de desmantelamiento, insensibilidad y destrucción que continúa a día de hoy.

Esa deplorable realidad presente tiene un largo camino que la explica y nos permite comprenderla y buscar alguna explicación a un hecho tan poco edificante y escasamente presentable en una sociedad como la nuestra.

Los últimos años del siglo XVIII y las primeras décadas del XIX fueron para el reino de España de una notable convulsión y transformación, cuya expresión más conocida es la nefasta Guerra de la Independencia. De esa realidad político-social-económica, no se vieron libres instituciones como el monasterio de San Pedro de Arlanza.

Los males que aquejaban a España desde finales del reinado de Carlos III parecían tener una solución, al menos así lo expresaba el conocido como ‘Informe sobre la Ley Agraria’, de Melchor Gaspar de Jovellanos, quien veía una salida en el fin de la propiedad de la tierra de las llamadas manos muertas. Esa mentalidad y las imponentes deudas del reino, que arrastró tras de sí la frustrada creación del Banco de San Carlos, amén de otros hechos, llevaron a iniciar el proceso desamortizador en 1799, a fin de hacer frente a la bancarrota del estado.

La mal calificada como gloriosa Guerra de la Independencia frente al invasor francés -la primera de las guerras civiles que asolarán España a lo largo del siglo XIX- agravó aún más la situación, tanto que el gobierno de José I como el de la Junta Central, continuaron con el plan desamortizador. El Trienio Liberal (1820-1823) resucitó el tema sin que se llegara a sus últimas consecuencias.

La larga y sangrienta guerra civil e ideológica que se abrió en España a la muerte del infausto Fernando VII y el posicionamiento de la mayor parte clero -sobre todo el regular entre el que estaban los monjes de Arlanza- a favor de Carlos María Isidro hizo que los liberales (con Juan Álvarez Mendizábal, ‘Juan y medio’, a la cabeza) concluyeran de una determinada manera dicho proceso.

Las necesidades hacendísticas derivadas de la guerra llevan a los liberales a retomar la desamortización en 1835. En 1836 se decide la supresión de la órdenes religiosas, la nacionalización de sus bienes, lo mismo que los del clero secular. A partir de ahí se regulariza el sistema de venta y subasta pública de los diferentes bienes.

San Pedro de Arlanza, sin un municipio en su entorno que se interese por lo que allí hay, verá como casi todo se pierde sin dejar rastro. Tras un comienzo de siglo con notables incidencias y pérdidas de bienes muebles y deterioro del inmueble, todo se va viniendo abajo sin que haya alguien que lo ponga coto. En 1846, pese a las buenas intenciones de la Comisión de Monumentos, se procedió a la venta -en pública subasta- del monasterio, con excepción de la iglesia y del claustro procesional.

A partir de este momento el monasterio, parcelado y con diferentes propietarios, sufrirá suerte varia. Por un lado la iglesia y claustro, dependientes de la administración, sufrirán el abandono, la incuria y el desinterés, tanto que en 1847 las cubiertas estaban ya en lamentable estado y se podía acceder al interior con no pocas dificultades por los numerosos cascotes. Es posible que a dicho deterioro contribuyera la voladura de la roca en la parte occidental para hacer la carretera de Covarrubias a Hortigüela. La falta de mantenimiento, la incuria y la utilización de la piedra para la cercana carretera hizo que en la década de los 90 ya se hubiera venido abajo el monumental cimborrio, atribuido a los Colonia.

La visita y el interés de Rodrigo Amador de los Ríos, en 1888 publica una de las primeras noticias científicas sobre Arlanza, posibilita que la portada románica se traslade al Museo Arqueológico Nacional y el conocido como sepulcro de Mudarra acabe en la Catedral de Burgos. El desmantelamiento del monumento había empezado mucho antes, pues en 1841 los sepulcros de Fernán González y su mujer se trasladan a la colegiata de Covarrubias. Nada sabemos del paradero de su biblioteca y archivo, amén de los retablos, sillerías, muebles, orfebrería y tantas otras cosas que se repartían por las dependencias monacales. Poco sabemos de la administración que hizo de la iglesia el Arzobispado burgalés, a quien se le entregó la custodia, salvo el traslado del sepulcro de Mudarra.

El resto del monasterio pasó a manos privadas, a la amplia familia de los Valcárcel, pero la oscuridad y el silencio casi absoluto cubre su gestión. Sólo los muros, muchos de ellos en avanzado estado de ruina, han llegado hasta hoy.

Un desgraciado incendio en marzo de 1894 puso en apuros a la fábrica arlantina. De resultas se completó el desmantelamiento del claustro, se vino abajo la cubierta y con ella el piso de las galerías superiores y otros elementos del entorno, como el espacio de la escalera magna.

Pinturas románicas

Hacia 1905, dentro de la propiedad privada, aparecen -cubiertas de una notable capa de yeso- indicios de unas pinturas románicas. Una vez más se entabla una amplia y dilatada discusión sobre ellas. El tiempo pasa sin que se llegue a ninguna solución para que al final, los propietarios, decidan venderlas al mejor postor porque el estado no aporta dinero suficiente. En el momento actual se encuentran repartidas entre el The Cloisters Museum (Nueva York), el Fogg Museum (Harvard, Masschusetts), el museo de Cataluña y algunas colecciones particulares. En 1943 el museo de Cataluña adquirió el resto y recibió una entrega del historiador José Gudiol.

Tal vez el proyecto del pantano que inundaría el monasterio, la falta de interés real en la obra, la ausencia de recursos o la eterna discusión sin llegar a conclusión alguna, hicieron que uno de los últimos restos significados de Arlanza fueran a parar tan lejos de su lugar de origen.

Una pesada capa de silencio y oscuridad envuelve casi todo lo que tiene que ver con el desmantelamiento sistemático del monasterio desde 1836. Las pocas noticias que tenemos expresan el escaso interés, cuando no desprecio y despreocupación, tanto por parte de la población como, lo que es más preocupante, por parte de las autoridades que tuvieron el encargo de velar por ello. Pero pudiéramos pensar que esa realidad, tan poco edificante, es de tiempos pasados y que en la actualidad todo ha cambiado. Nada más lejos de la realidad, pues nunca ha habido un interés real por parte de las administraciones en poner en valor y dar a conocer una obra tan valiosa. Ni tan siquiera la explotación turística parece tener valor alguno para la actual administradora, la Junta de Castilla y León.

A veces hay alguna buena noticia, como la feliz recuperación de la conocida como Virgen de las Batallas. En esta ocasión las deudas con Hacienda de una importante entidad española hicieron que pudiera volver al patrimonio nacional adquiriéndola en pública subasta -se aproximó a los 500 millones de pesetas-. Nada sabemos de cómo emigró desde el ábside lateral derecho de la iglesia -donde se veneraba según indica el padre Enrique Flórez y un calco del archivo silense- y por qué no la pudo conservar el administrador del templo, el Arzobispado de Burgos.

Nada sabemos del ‘Crucifijo del tiempo del Conde’, de cuatro clavos, similar al que aún se conserva en San Salvador de Oña, del que nos habla fray Enrique Flórez. Tampoco conservamos restos de la escalera magna, ni del mobiliario litúrgico y conventual.

Dado que no parece fácil recuperar el esplendor que tuvo este monasterio -fundado un ya lejano 12 de enero de 912 por el conde Gonzalo Téllez y su mujer Flámola, señora de la tierra de Lara, cuya carta firma también Momadonna madre de Fernán González y su hijo primogénito Ramiro-, al menos reclamamos atención para estudiarlo y conservar la memoria de lo que fue y tuvo. Arlanza necesita conservar la memoria y para ello se impone una apuesta decidida de quienes administran la cosa pública. Esperemos que el mil cien aniversario de su fundación, pese a las dificultades por las que atravesamos, pueda ser un punto de inflexión y de reparación de tan señalado monumento y lugar.

FÉLIX PALOMERO ARAGÓN

PROFESOR DE LA UNIVERSIDAD REY JUAN CARLOS