Belmonte, gloria y tragedia

R. Pérez Barredo / Burgos
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Juan Belmonte, El Pasmo de Triana, el diestro que cambió para siempre el arte de Cúchares, debutó en el coso de Los Vadillos en las fiestas de San Pedro de hace ahora 100 años. Tras una faena sublime, fue herido

El hijo del quincallero de Triana había sido un niño atónito y un muchacho que atormentó su juventud en dehesas solitarias, toreando a la luz de la luna. Te pones aquí, y no te quitas tú ni te quita el toro si sabes torear: ese era su mantra, la carta de naturaleza con la que se había presentado el diestro andaluz en el mundo del toro. Esa y no otra era su verdadera nacionalidad, su código genético: el riesgo absoluto, la temeridad total, el desafío insolente de tutear a la muerte. Con esta fama pisó Juan Belmonte por vez primera la arena del coso de Los Vadillos hace ahora cien años. Las crónicas relatan que llegaron varios trenes procedentes de otras capitales de provincia cargados de aficionados que ansiaban ver a aquel audaz matador de toros, como sabiendo que iban a asistir a un espectáculo único e irrepetible. Acertaron. 
Se corrían bestias del Marqués de Saltillo y Belmonte compartía cartel con el mexicano Gaona, figura consagrada. En su primer toro, el matador apenas ofreció esbozos de su genio, con hermosos pases de pecho y molinetes, detalles, eso sí, suficientes, para recibir ovación, oreja y vuelta al ruedo. Naufragó con el segundo, que había sido castigado salvajemente por el picador. La tarde amenazaba decepción hasta que se enfrentó a su tercero y sexto de la tarde. Entonces se produjo el hechizo, el instante mágico e inasible. Belmonte, de seda y oro, se olvidó del gentío expectante, del resto de toreros y de sí mismo. E hizo lo que tantas veces en aquellos cerrados y dehesas, como quien traza un esquema sobre un encerado.Dibujó pases de pecho, naturales rodilla en tierra, gestos todos hermosos, esculturales, sublimes, soberbios, incopiables, adjetivos que se repitieron en crónicas de aquella tarde para el recuerdo. Se apareció el fenómeno, el terremoto, el cataclismo, como solían calificarle en todas las plazas. Se apareció inmutable para firmar una obra maestra. El público entró en trance. Allí había un torero diferente. Único. Revolucionario.
Impresionado, el respetable clamó para que no matara, para que multiplicara aquel espectáculo perfecto. Y Belmonte accedió, llevado en volandas por los dioses de la sangre, hierático, indiferente ante la muerte, artista del miedo, arrimándose hasta el escándalo y el escalofrío, cuajando otra faena sensacional, superior, nunca vista antes en el ruedo castellano.
En la suerte suprema la estocada fue corta y atravesada. En el segundo intento, en todo lo alto, fue enganchado y volteado aparatosamente. Protegido por los demás, quedó el torero desmadejado, hecho un ovillo de arena y sangre, entre la impresión del público. «Juanito, no te hace falta más que morir en la plaza», le solía repetir con frecuencia Valle Inclán en las tertulias de intelectuales a las que gustaba de asistir en Madrid el matador. «Se hará lo que se pueda, don Ramón», respondía el de Triana con esa flema única de los seres elegidos. No fue, por fortuna, aquella tarde en Burgos, por más que el morlaco penetrara con saña hasta diez centímetros el muslo del andaluz.
 
Conmoción.
Los aficionados, que habían disfrutado como nunca, quedaron tan conmocionados por la cogida que se aglomeraron frente a la enfermería y números de la Guardia Civil se las vieron tiesas para contener a la muchedumbre.El torero fue trasladado con rapidez al Hotel Norte y Londres, donde se hospedaba, resolviendo los médicos que fuera enviado a Madrid lo antes posible.Su pronóstico: reservado. Mientras en Burgos se recibían telefonemas y telegramas interesándose por la salud del diestro, éste fue embarcado en el primer expreso rumbo a la capital. En el aire de la noche permanecía el aroma indeleble de los acontecimientos memorables.
«La gente llenaba las plazas esperando o temiendo que me matase un toro en cualquier momento, y aquella cédula de presunto cadáver que me habían extendido los técnicos al negarse a aceptar que fuese posible torear como yo lo hacía, provocaba tal tensión de ánimo en torno a mi figura, que con el menor pretexto se desataban los más frenéticos apasionamientos de la multitud», escribiría Manuel Chaves Nogales por boca del matador en ese libro maravilloso titulado Belmonte. Al día siguiente, un cronista dejó escrito sobre la corrida de marras que había sido de aquellas que, «después de un año, dos, veinte, se relatan y se comentan porque se tienen presentes en la memoria con una impresión que no se puede borrar (...) El toreo de Belmonte es emocionante y trágico (...) Cuando ejecutaba aquellas filigranas, cuando daba aquellos pases soberbios, incopiables, sentimos el escalofrío de lo trágico».
A Belmonte no le mató ningún toro, por más que hubiese deseado que así llegara su fin, como se obstinó aquel mismo día en su cortijo de Sevilla. Pero era el torero invulnerable. Fue una pistola. Una Browning del calibre 6,35. 
Al Pasmo de Triana le mató la vida.