Rebeca Rego, la mujer que susurra a las águilas

Raúl Canales / Miranda
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Esta joven cetrera afincada en Miranda tiene como mascota un ejemplar de harris, ruperta, con la que se inició en esta técnica milenaria de adiestramiento y que ahora es su compañera inseparable

Salir a la calle y encontrarse al vecino paseando a su mascota es algo que a nadie le llamaría la atención, salvo que lo que lleve en el brazo sea un águila. Pero en el barrio de Bardauri todos conocen a Rebeca Rego y saben que su casa es como un pequeño zoológico.

En el patio de entrada, dos perros juegan mientras una tortuga se entretiene mordisqueando la hoja de una planta. Y es solo la estampa de bienvenida ya que esta joven zamorana afincada desde hace años en Miranda tiene un concepto diferente del término mascota. Para lo que otros resulta exótico, para ella es normal, por lo que serpientes, tarántulas, escorpiones, cobayas o camaleones son sus compañeros habituales.

Rebeca adora a los animales. A todos, sin distinción. Se nota solo con ver la ternura con la que los cuida y habla de cada uno de ellos, aunque su ‘niña mimada’ es Ruperta, un águila harris con la que se inició en el mundo de la cetrería hace dos años y que se ha convertido en su amiga inseparable.

La conexión entre ambas es asombrosa. Basta con que aparezca por el umbral de la puerta para que la rapaz comience a piar saludando a su dueña, que nunca se olvida de corresponder con una caricia. Y cuando Rebeca se enfunda el guante, Ruperta se vuelve loca. Sabe que le toca paseo.  

Tener un águila sobre el puño  es una sensación indescriptible. Sus garras están diseñadas para depredar a la presa pero se posa con suma sutileza. Eso sí, mientras se deja acariciar, sus ojos no pierden detalle de lo que sucede alrededor. Está siempre alerta, interpretando cada ruido, la mayoría imperceptibles para los humanos. «Seguramente ha escuchado moverse un ratón o un conejo», explica Rebeca. Es su instinto natural, esa parte salvaje que nunca ha querido que Ruperta pierda.

Cuando la adquirió en el criadero optó por un polluelo parental, es decir de los que en los primeros meses no ha tenido contacto con personas. A partir de ahí empezó su tarea como cetrera, una técnica milenaria. «Los primeros días pasé casi las 24 horas con ella en el puño. Al principio se debate y se quiere ir pero poco a poco se va haciendo a tu presencia hasta que acaba comiendo de tu mano; ese es el punto de inflexión», apunta Rebeca.

Aunque al ver la docilidad con la que Ruperta vuela y busca el brazo de su cuidadora puede invitar a pensar lo contrario, lo cierto es que detrás de ese gesto hay mucha dedicación. Acompañada por un morralero que se coloca a pocos metros, se empiezan practicando vuelos cortos, siempre con comida como premio. A medida que se va generando confianza, se amplían las distancias «hasta que un día te atreves a soltarla del todo, aunque las primeras veces pasas mucho miedo por si se pierde o se escapa».

En libertad, el águila harris es una especie «vaga», que pasa la mayor parte de su tiempo en puntos altos desde los que controla el entorno. En cautiverio, con el alimento garantizado, su comodidad se agudiza. Por eso Rebeca impone a Ruperta una hora diaria de entrenamiento, con tiras de puño a puño a diferentes alturas que la obligan a aletear y no solo a planear,  lo que refuerza su musculatura.

Es el momento del día más esperado por la rapaz, que aguarda impaciente en el posadero a que su dueña dé la indicación para salir, aunque antes es obligatorio el paso por la báscula. Es una rutina diaria, imprescindible para su bienestar. «No puede superar el kilo  porque sino tiene problemas para volar. Además siempre tienes que estar pendiente del clima porque si por ejemplo por la noche va a hacer frío, tienes que tener en cuenta que va a gastar más calorías y darle algo más de comida», puntualiza Rebeca.

La dieta de Ruperta consiste en tres pollitos, aunque de vez en cuando se da algún capricho adicional. Son los días en los que además del entrenamiento,  águila y cetrera van a pasear por el monte. Rebeca va caminando junto a sus perros y Ruperta vuela libremente. Se aleja de su vista, o eso parece, porque unos metros más adelante aguarda posada en un árbol hasta que la ve llegar y emprende otra vez vuelo. «Siempre me tiene localizada», asegura la joven, quien explica que «se da una vuelta por ahí a su aire pero es como un perro, siempre regresa».

En esas caminatas es cuando Ruperta saca a relucir sus dotes de cazadora. En ocasiones lo hace de forma instintiva, pero en otras es la propia Rebeca quien la incita «si veo que en un mes no ha cazado nada». Su presa favorita son las codornices, aunque para eso necesita el ánimo de su cuidadora. El águila harris es conocido como el lobo del aire por su costumbre de agruparse para cazar, y ante la ausencia de un par, Rebeca cumple la función. «Cuanto más fuerte grito más se motiva y más rápido aletea así que la aplaudo y animo como una loca», explica entre risas.  

Responsabilidad

Desde hace unos meses, Ruperta tiene un nuevo compañero. Es el último inquilino del ‘zoo’ de Rebeca, un cernícalo al que aún está tratando de domesticar. «Son hábitos diferentes, distintas formas de vuelo, peso,...», apunta.

Y es que conocer bien lo que se tiene entre manos es fundamental. Cuidar de una rapaz requiere mucha responsabilidad. Rebeca se ha mudado al barrio de Bardauri, en las afueras, para poder acondicionar un espacio en el que todos su animales, no solo las aves, se sientan cómodos.

En el caso del águila, además hay que tener todos los permisos en regla, abonar los cotos y pasar las revisiones periódicas de las instalaciones. «Tener un animal no es un capricho y cuando alguien se decide, sea la especie que sea, desde un perro a un pájaro, tiene que asumir la obligación y el esfuerzo que conlleva», subraya Rebeca mientras da el último trozo de carne a Ruperta, que se acomoda en su caseta, aunque antes avisa al gato, con un breve aleteo, de que está traspasando la frontera.