Los tesoros ocultos del general

R.P.B. / Burgos
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Leopoldo Centeno dedicó un cuarto de siglo de su vida a buscar en el subsuelo de la fortaleza lo que creía que allí se esconde: oro, plata, diamantes, perlas...

Trabajadores de las excavaciones dirigidas por el general de la Benemérita. - Foto: Fotos: Suso. publicadas en la Revista Estampa

Durante un cuarto de siglo, Leopoldo Centeno Jiménez-Peña vivió obsesionado. No le importó dedicar todos esos años de su vida, ni dilapidar el patrimonio familiar, a un solo fin: estaba convencido de que en el cerro del castillo de Burgos se ocultaba un fabuloso tesoro; mejor dicho, varios tesoros. En cualquier caso, un caudal que convertiría España, según sus propias palabras, «en el país más solvente de Europa». Se cumplen ahora 90 años de la primera intentona de este singular personaje, guardia civil nacido en Sevilla en 1861 que alcanzó el rango de general después de haber participado heroicamente en la Guerra de Cuba.  
Ya retirado, se afanó, con el permiso del Ayuntamiento, en demostrar que sus teorías visionarias eran ciertas. Buscó también la complicidad y el apoyo de los burgaleses, abriendo suscripciones populares que contribuyeran a financiar las excavaciones. No aflojaron el bolsillo demasiado los ciudadanos, si bien siempre mostraron curiosidad y simpatía por tan simpar individuo, que gozó de celebridad durante los años que, obstinadamente, dedicó a horadar el monte sobre el que se construyó la fortaleza.
«En ese cerro del Castillo, que con tanta indiferencia se le mira, hay oro en cantidad insospechada, y el conocer su volumen ha de causar sensación. A presencia mía se han hecho estudios por cultivadores de las ciencias geofísicas, eminentes prospectores, uno español y tres extranjeros, y los cuatro han coincidido en situación y naturaleza de los cuerpos explorados. Las radiaciones electromagnéticas captadas acusan la existencia de un yacimiento de oro de un metro cúbico aproximadamente», anunciaba en la prensa de la época con todo el boato posible.
 
Un botín increíble. Con el tiempo, fue precisando el contenido del fastuoso botín. Así, reveló que bajo la barbacana castellana se escondía 400.000 monedas de oro más 200.000 de plata, la lujosa vajilla que perteneció al rey Pedro I de Castilla, del siglo XIV, así como perlas y diamantes. Casi nada. Sin embargo, se sucedieron las campañas y el general Centeno no daba con el tesoro. En 1929 dio con parte de las galerías, como le insufló de ánimos, como si la aparición de estos laberintos subterráneos fuesen sólidos argumentos para sostener su teoría.
No arrojó la toalla, y cada cierto tiempo volvía a las andadas, anunciando nuevas características, asaz más maravillosas, del tesoro. En 1936, meses antes de la sublevación militar, señaló que el tesoro, peseta arriba, peseta abajo y teniendo en cuenta «el peso específico del oro, su valor actual en el mercado, y el del platino y piedras preciosas», rondaría los cien millones de pesetas.
Casi 25 años después de su primer intento, en 1948 y con su inveterada tozudez, con la tenacidad propia de quienes creen ciegamente en algo, realizó un último llamamiento al pueblo burgalés, haciendo hincapié en que, además de los bienes de Pedro I de Castilla y de las otras fortunas anteriormente descritas, había en el corazón del cerro: una tumba egipcia y más oro sepultado en dos cámaras de origen romano, así como estaño acumulado en otras cavidades. Un tesoro en toda regla. La madre de todos los tesoros. Pero no encontró nada.