«Tras morir Mikel no vivo, sobrevivo»

I. Elices
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Julia Morante, madre de un joven de 24 años que luchó 3 meses por salir adelante en el HUBU, subraya «el horrible vacío» tras la pérdida de su hijo

«Tras morir Mikel no vivo, sobrevivo» - Foto: Miguel Ángel Valdivielso

Las víctimas directas de la N-I personifican la crueldad de vivir con las graves secuelas que suceden al accidente. Las indirectas, las familias que han perdido a un pariente, encarnan la sensación de vacío que dejan los seres queridos que se quedan en la carretera. Julia Morante pertenece a este último grupo y su dolorosa experiencia constituye el paradigma de la madre a la que la vida se le hace muy cuesta arriba tras la muerte de un hijo, de un hijo muy joven, de 24 años.

Mikel Alonso falleció el 23 de enero de 2017 en el Hospital Yagüe. Había luchado durante más de tres meses por sobrevivir, a pesar de las graves lesiones que sufrió en un accidente de tráfico en el kilómetro 252 de la Nacional, entre Rubena y el cruce de Atapuerca. Su madre recuerda emocionada aquel día y todo lo que vino después. Su hijo, trabajador de la factoría Mercedes de Vitoria, había viajado a Burgos el 11 de octubre de 2016 para pasar la fiesta del Pilar con la familia. El 12 se fue a Madrid con su hermano, para salir con él y con sus amigos. Pensó que no llegaría a tiempo de salir para la capital alavesa con el compañero de trabajo con el que solía desplazarse, de modo que le dijo que se marchara, que ya iría él luego en su automóvil, tras regresar de la capital de España. «Mikel casi nunca llevaba el coche, iba siempre en el de su amigo, y sí, iban por la carretera, no por la autopista», rememora Julia.

Salió de casa -en la calle Loudun- sobre las 21,30 horas, tras decirle a su madre que se verían el viernes. Pero en torno a las 10 de la noche, ya pasado Rubena, se cruzó en su camino un camión y se produjo una colisión frontal. Hubieron de rescatarle los bomberos de la capital y fue trasladado al Hospital Universitario con un fuerte traumatismo craneoencefálico, entre otras lesiones. A Julia la avisaron en torno a las 12 de la noche, después de que la Guardia Civil la localizara a través de la matrícula, pues el automóvil estaba a su nombre. Se vistió y se dirigió al hospital, donde tuvo que reconocer a Mikel, ya que los agentes no había podido identificarlo. Se le vino el mundo encima.

Su vástago permaneció ingresado en la UCI 20 días, tras lo cual el médico informó a los familiares de que «le tenían que desentubar, que no había nada que hacer, de modo que le sacaron para morir». El caso es que no falleció, resistió y siguió respirando, dando muestras de la «gran vitalidad» que sus allegados subrayan de él. Y experimentó una mejoría, dentro de la extrema gravedad, que llevó a los especialistas a «prepararle para trasladarle al hospital de neurorrehabilitación de Badalona». En esos días, el doctor de la UCI «subía a planta porque no se lo creía, decía que se iba a morir» y que la familia no se hiciera ilusiones, pero «los neurólogos ignoraban cómo iba a ser su evolución». Pero el día 6 de diciembre, tras colocarle un sistema de entrada de alimentos directamente al estómago -que quedó mal colocado- «empezaron las infecciones y las fiebres». Y ya no se recuperó. El 23 de enero de 2017 moría.

Su madre agradece a enfermeras y auxiliares su trabajo, «se dejaron la piel, no escatimaron en esfuerzos para cambiarle de ropa cada media hora, pues la fiebre le hacía sudar mucho». De algunos facultativos no tiene la misma opinión, «pues no fueron precisamente un ejemplo de tacto», aunque no duda de su profesionalidad.

De los tres meses que su hijo estuvo ingresado afirma que «fueron duros pero también satisfactorios». «Hubiera sido peor si muere en el acto, porque de la otra forma me dio tiempo a despedirme de él, a cuidarle, no le dejamos ni un minuto solo», explica. ¿Tenía esperanzas de que se recuperara? Julia era consciente de los graves daños cerebrales que sufrió, pero sí estudió a qué centros especializados podía ingresarle, porque en casa iba a ser imposible tenerle.

Desde su muerte, Julia lo está pasando realmente mal. «Mikel se llevó parte de mi vida; yo no vivo, sobrevivo», sostiene con lágrimas en los ojos. El «vacío» que ha dejado «es horrible», porque se trataba de un chico «superalegre, no había penas con él, siempre estaba feliz y contento», recuerda. Era un muchacho que «arrastraba a la gente, a sus amigos, a su hermano». «Nos ha dejado a todos cojos, pero lo único que me consuela es que se nos fue siendo feliz», asegura.

A los 10 años Mikel y su familia se mudaron de Bilbao a Burgos. Estudió en el Juan de Vallejo y en los Maristas, tras lo cual se matriculó en Formación Profesional en el Simón de Colonia. Con su trabajo en Mercedes estaba muy contento, vivía con un compañero de la empresa y, como trabajaban una hora más al día, juntaban una semana de descanso al mes que «él aprovechaba para conocer sitios, lo pasó muy bien». Siempre estuvo muy vinculado al baloncesto, al Tizona y a Maristas, como jugador y como entrenador.

Julia guarda muchos recuerdos de él. Uno de ellos fue en la carrera contra el cáncer, semanas antes del accidente. «Una amiga me dijo que Mikel era el hijo que toda madre querría tener», evoca. Ese día el joven había llegado tarde a casa, después de salir de fiesta, pero como se había comprometido a correr, «lo hizo de empalmada». Y después se quedó con su madre para acompañarla en la ruta andando.

Tras el accidente, la N-I quedó «vetada» para Julia y su familia. No la pisan. Su hijo Asier vive en Vitoria, es informático, y «cuando coge el coche va por la autopista, aunque suele viajar más en autobús». En los últimos tiempos ha estado implicada con la Plataforma de la N-I, ha acudido a varios cortes de carretera, y se alegra de la liberalización. «Era por lo que luchábamos», afirma, para romper una lanza por lo público y contra las empresas que gestionan mal las infraestructuras, «pues no se puede admitir que una autopista se colapse cuando hay una nevada», enfatiza.