Arlanza en la memoria

Félix Palomero Aragón
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Desde 1835, año en el que los monjes abandonaron definitivamente el cenobio, las piedras de este enclave han sido sometidas a la más ignominiosa destrucción y olvido. En estas páginas recordamos el devenir de su historia

Aspecto que presentan las olvidadas ruinas del monasterio de San Pedro de Arlanza. - Foto: Ángel Ayala

Hablar del monasterio de San Pedro de Arlanza -ahora se cumplen 1.100 años de su fundación- es acudir a la memoria histórico-legendaria y contemplar, no sin desazón y nostalgia, las ruinas, expresión de lo que fue pero que el tiempo y la incuria van borrando de forma inexorable.

De una parte la historia, tanto acudamos a los restos materiales como a la documentación y lo que han ido aportando los distintos historiadores que han tratado este tema, nos dice que el espacio que ocupó el cenobio, fue utilizado con anterioridad por el hombre prehistórico y que desde tiempos romanos, pasando por el mundo altomedieval, siempre hubo ocupación más o menos intensa del mismo. En este tenor no deberemos olvidar que había un importante grupo de eremitas en el entorno que está en el origen del futuro señorío de Arlanza.

El territorio que el monasterio acabó por convertir en el coto redondo propio fue fruto de una decisión político-administrativa del conde Gonzalo Téllez y de su mujer Flámola el 12 de enero de 912. A partir ese momento el monasterio adquiere personalidad jurídica propia y su territorio pasa a ser administrado por el abad Sona y sus sucesores; se señala el coto monacal y se añaden otros derechos y propiedades, que irán aumentando con el paso del tiempo. Sólo las circunstancias históricas y la invención interesada, gestada en el monasterio al calor de la situación política de la segunda mitad del siglo XII en tierras castellanas, harán que Fernán González pase a ser considerado el fundador, amén de otras notables fabulaciones que acabarán pasando a los anales como historia, ocultando y olvidando, de una forma interesada, lo que realmente ocurrió.

El monasterio -situado inicialmente en el entorno del picacho donde ahora vemos las lamentables y olvidadas ruinas de San Pelayo o San Pedro el Viejo- lugar de referencia para los eremitas que adoptan finalmente la vida cenobítica, acabará por trasladarse (ya en la segunda mitad del siglo XI) al espacio que ocupa en la actualidad. En ese hecho tiene mucho que ver el monarca Fernando I (1029-1035, 1035-1065), quien en 1039 decide elegir Arlanza como lugar de su sepultura, aportando para ello numerosos monasterios que acabarán formando en su entorno una numerosa congregación. No cuajó esa idea inicial pero sí acabarán por trasladarse al lugar los restos de Fernán González y de su mujer y de otros importantes miembros de la familia condal al nuevo cenobio que se está levantando en las tres últimas décadas del siglo XI.

La nueva fábrica monástica, ya de corte benedictino en su planta -románica en las formas y estética- perdurará en el tiempo y en torno a ella se organizará el conjunto monástico teniendo como centro vertebrador el claustro.

Etapa de esplendor

El monasterio, todavía dentro de la Plena Edad Media, vivirá una segunda etapa de esplendor durante el reinado de Alfonso VIII, pues se completan las obras, entre las que destaca la torre y, sobre todo, el señorío arlantino acabará incardinándose, de una forma nítida y significada, como una de las fuerzas más señaladas en el amplio alfoz de Lara. Es ahora cuando, al calor de la nueva coyuntura, se gestarán -probablemente entre los muros de Arlanza- la gran épica y mundo legendario castellano que precede al poema de Mío Çid. La leyenda, adecuadamente adobada, buscará engrandecer al monasterio y colocarle en el centro y como agente destacado en toda la epopeya del héroe castellano Fernán González, cuyos restos, ahora sí, están en el templo monacal. Pero no sólo es el poema del héroe sino también la leyenda de los Infantes de Lara, llamada a ensalzar la tierra de Lara.

La Baja Edad Media supone un período de estancamiento y pérdida de proyección pública. Los abades comendatarios poco se ocupan del monasterio, más allá de recibir puntualmente las rentas que les corresponden. Sólo los dos últimos Diego Parra (1482-1505) y Gonzalo Arredondo (1505-1525), se implicaron de lleno en reformas y cambios en el monasterio. Con el primero dan comienzo importantes cambios en las construcciones monacales y con el segundo -además de aceptar el ingreso en la Congregación de San Benito, a partir de 1506 figura entre los monasterios de la misma en las actas del capítulo general, se hará efectivo en plenitud a su muerte- se continúan las obras y reformas emprendidas por sus predecesores. Ahora vemos completar los trabajos que acaban por transformar la imagen de la iglesia, se levanta un nuevo refectorio, se acaba el pabellón de celdas que recorre todo el ala sur, se ejecuta el coro alto a los pies del templo abacial y levanta la torre de campanas con el nuevo cuerpo añadido a la torre románica. Al mismo tiempo obtiene la implicación en las obras de don Pedro Girón, colocando a cambio, en varias dependencias, el escudo de la casa de Osuna.

La integración en la Congregación de San Benito a partir de 1525 (fecha de la muerte del último abad vitalicio Gonzalo Arredondo), supondrá un cambio decisivo en el devenir histórico de Arlanza. Es a partir de este momento cuando se lleva acabo una nueva planificación de las construcciones monacales que deberán estar acordes con las constituciones de la congregación. Fruto de esas nuevas ideas y mentalidad, veremos desaparecer el monasterio medieval y sobre el mismo elevarse uno nuevo, acomodado a los gustos estéticos y culturales y a las necesidades de la observancia regular que impone su integración plena en la nueva organización monástica.

Para comprender el contexto en que se produjeron los nuevos cambios en Arlanza, nos parece de sumo interés recordar las ideas que expresara fray José de Sigüenza (monje jerónimo, prior del Escorial, quien el día de San Mateo de 1602 terminó “Las fundación del monasterio del Escorial”), quien en su Discurso II, “De las partes del edificio del monasterio”, expresa la sensación que tiene al entrar por la puerta principal del pórtico y fijar los ojos en la fachada de la iglesia dice: “Mostrado hemos así en común y por fuera alguna parte de la grandeza y proporción de este edificio: ya nos vamos acercando a lo de dentro, para ver si responden y se miran las unas cosas a las otras. Luego en poniendo los pies en los umbrales de la puerta principal, se comienza descubrir una majestad grande y desusada en los edificios de España, que hacía tantos siglos que estaba sepultada en la barbarie o grosería de los godos y árabes, que, enseñoreándose de ella por nuestros pecados, apenas nos dejaron luz de cosa buena ni de primor ni en las letras ni en las artes… Ninguna cosa había en España menos cultivada y más bruta que el edificar; pues ahora, con tan ilustre dechado, apenas se desecha la ignorancia, y cuando no sirva de otra cosa este trabajo, aprovechará para desarraigar esta (llamémosla así) selvatiquez”.

Obras del diablo

Para fray José de Sigüenza y para otros muchos, entre los que se cuentan los monjes arlantinos, lo medieval -fuese lo cristiano, fuese lo árabe o moro- era barbarie y grosería, nada de bueno se podía encontrar en ello. En las humildes dependencias medievales del monasterio, en las pinturas de la sala capitular y estancia superior, en muchos de sus relieves y tallas, los monjes de los siglos XVI-XVII -también los del XVIII por otras razones- no veían otra cosa que obras del diablo, arquitecturas e imágenes indignas de ser o estar en la casa de Dios. Por ello nos debe extrañar que lo medieval fuera eliminado, colocado de cimientos o simplemente cubierto de una gruesa capa de yeso como sucediera con las pinturas tardorrománicas.

En una época en la que se quemaron Cristos y Vírgenes románicas, se encalaron murales y las columnas salomónicas y los exuberantes follajes se apoderaron de los humildes ábsides de piedra, de las portadas y fachadas, y en más de una ocasión la piqueta contrarreformista acabó con aquellas piedras cargadas de historia como sucediera con una parte importante de San Pedro de Arlanza. En nuestro caso razones históricas, sentimentales, religiosas y de estima hacia la obra, pese a que fue enmarcada y desfigurada, salvaron la ermita de San Pelayo.

Es precisamente a finales del siglo XVI cuando dan comienzo las grandes reformas en el monasterio arlantino, sobre todo en lo que se refiere a dependencias como el claustro y anexos al mismo. Ahora se anula la edificación medieval, se lleva a cabo un relleno completo del claustro hasta alcanzar a altura del piso de la iglesia abacial, antigua sala capitular y nuevo refectorio. El arquitecto Juan de Ribero Rada, participante en numerosas obras de la Congregación de Valladolid, parece ser que fue quien dirigió y vio completada la obra del claustro procesional hacia 1617, según la epigrafía. Dichas obras debían formar parte de una remodelación completa de esta parte del monasterio. Dichos trabajos los continuó el arquitecto cántabro, Pedro Díaz de Palacio, con la sacristía, la escalera magna situada en el ámbito de la antigua sala capitular y sobre todo con el claustro menor y la correspondiente fachada que daba directamente al exterior y que fuera concluida en 1643.

Arlanza, durante más de un siglo, es nuevamente un taller que acabará por conformar una nueva imagen del monasterio, ya acorde con los gustos y usos de la modernidad. Las obras incluyen una nueva cerca del coto monástico, fuentes y traída de agua, llevada a cabo durante el mandato del abad fray Pelayo de San Benito entre los años 1628 y 1629.

El tiempo y los cambios habidos desde comienzos de la contemporaneidad impondrán el silencio y el abandono, sobre todo a partir del momento en que los monjes abandonan definitivamente el monasterio, año 1835. Negros nubarrones se ciernen sobre este cenobio milenario que verá, no sólo desaparecer la salmodia y el interés por su bienestar de los monjes, sino que los nuevos dueños e inquilinos sólo buscarán el interés inmediato y se olvidarán del edificio, de su historia y lo someterán al pillaje y a la más ignominiosa destrucción y olvido. Todo ello al amparo de una sociedad, con notables problemas de otra naturaleza, que no muestra excesivo interés por lo que allí sucede.

A partir de aquí el monasterio, tanto su memoria como los restos materiales, se verá envuelto en el olvido, las desidia y los intereses creados por el valor de lo que allí se contiene. No sólo se irá desmoronando el conjunto de sus edificaciones, sino que algunos de los elementos considerados más notables serán desperdigados, vendidos, desubicados y puestos en la almoneda. A partir de aquí serán los románticos y diferentes estudiosos quienes intentarán que ese pasado no caiga en el olvido y tratarán de recuperar y actualizar su notable e importante legado.

FÉLIX PALOMERO ARAGÓN

PROFESOR DE LA UNIVERSIDAD REY JUAN CARLOS