Pepe Asdrúbal Visita el Museo de la Evolución

Beatriz S. Tajadura
-

Los chicos llevaban deportivas fosforitas, más llamativas que un catalán en una colecta

Pepe Asdrúbal Visita el Museo de la Evolución

Segundo capítulo de un relato por entregas. Cada domingo aparecerá un nuevo episodio de Pepe Asdrúbal, un burgalés ficticio de 80 años, huraño, ridículo y desesperado por visitar a su nieto en Alemania. Para conseguirlo, tendrá que aprender a comportarse como un veinteañero. Pero Pepe Asdrúbal descubrirá que la juventud de hoy no es como la de antes.

Pepe Asdrúbal iba por la calle con el transistor en la oreja. Era fiel seguidor del programa A vivir que son dos días, de la SER, donde los tertulianos ponían a caldo al presidente del Gobierno. Que si el extesorero, que si los sobres, que si Santo Dios. «¡Que sois unos chorizos todos!», le gritó Pepe Asdrúbal al transistor.

Era un aparato de plástico negro, pequeño, el tamaño justo para llevarlo en la mano. Tenía un par de tiras de celo en el lateral, de cuando se le cayó de la mesa y se abrió en canal. Siempre que Pepe Asdrúbal salía a pasear, llevaba su transistor. Al máximo volumen, pues el viejo tenía el oído más duro que un pan de ocho días.

En el paseo de la Evolución, un par de obreros rompían el asfalto con un taladro neumático. Pepe Asdrúbal les miró con cara de jabalí. «¡Menos obras y menos impuestos, mamelucos!». Uno de los obreros detuvo el taladro. Pepe Asdrúbal se envalentonó. «¡Vale ya de gastar! Pues ya se sabe, que el dinero requiere tres cosas: saberlo ganar, saberlo guardar y saberlo gastar. Y aquí, nada de eso».

Mientras hablaba, Pepe Asdrúbal tuvo una especie de desvanecimiento. Le vino el recuerdo del Papamoscas, con su cara de demonio y su chaquetita roja. «¿Así vas a aprender a ser joven?- le espetó el autómata- ¿Ladrando a todo el mundo? ¡Anda y tómate un mosto, infeliz!». La voz de Pepe Asdrúbal se aflojó y los obreros le miraron preocupados. «¿Está usté bien, viejo?- le preguntaron- A ver si la va a espichar aquí mismo». Pepe Asdrúbal reaccionó de inmediato y exclamó: «Qué os pensáis, so rabones, que yo soy un jovenzuelo».

Pepe Asdrúbal marchó a toda prisa. Los obreros parecían muy enojados. Uno de ellos alzó el puño y le gritó: «¡Rabón lo será usted, abuelo!». Pepe se giró, transistor en mano, y respondió: «¡Más se perdió en Cuba!».

En el fondo, Pepe Asdrúbal estaba afectado. Había hecho un pacto con el Papamoscas de la Catedral: si aprendía a comportarse como un fresco muchacho, el Papamoscas le devolvería su cuerpo de juventud. Pepe Asdrúbal lo deseaba más que nada en el mundo, pues solo así podría visitar a su queridísimo nieto, que vivía en Alemania. Con su salud de octogenario, no podría subir al avión. Necesitaba ese cuerpo renovado.

«Por este camino no vamos bien- se dijo- Déjate de arrebatos y vamos a remozarnos». Lo primero que hizo fue apagar el transistor. Todos los viejos llevaban uno. Y encima, con la SER. Pepe Asdrúbal lo guardó en el bolsillo y se prometió no volver a sacarlo, con toda su fuerza de voluntad. «Por el nieto», proclamó.

Acto seguido se encaminó al Museo de la Evolución Humana. Había una visita guiada para niños y adolescentes, y él quería observarlos y tomar ejemplo.

El museo le pareció un edificio gigantesco para albergar cuatro cosas de nada. La entrada general costaba 6 euros. «¡La madre! ¡1.000 pesetas!- gruñó Pepe Asdrúbal- ¡Estos se han caído de un zarzo! Si con 1.000 pesetas me llevé a la mujer de viaje de bodas». Pepe llegó al mostrador y manifestó sus intenciones. «Señor, usted no puede ir en ese grupo- dijo una jovencita- Es gratis solo para menores de edad». Y  le susurró a su compañera: «Hay que ver lo que hacen estos jubilados para no pagar entrada...».

 Al viejo le entraron ganas de decirle que era una merluza, una bocagrande, y que a ver si se tapaba el escote, que parecía que iba buscando pariente. Ya alcanzaba la puerta cuando se encontró a la vecina. Llevaba a su hijo a ver el museo. Pepe Asdrúbal se paró en seco. ¡El tocino! Ahí estaba el niño de la puerta de al lado. El sebo, el mantecoso, el grasilla. Su enemistad era ancestral y ambos lo sabían. En cuanto vio a Pepe Asdrúbal, se escondió bajo las faldas de su madre. La tela solo le tapaba la cabeza.

Sin embargo, el viejo se acercó amigablemente y saludó a la vecina con perfecta educación. Se mostró más relamido y finolis que un anuncio de El Corte Inglés. Le pidió a la madre que dejase con él a su hijo, que lo llevaría a ver el museo. Y como ya se sabe que las mujeres flaquean ante un tipo elegante, aunque este sea un viejo o un ladrón, la madre le pasó el hijo al vecino y se desentendió.

El tocino miró a Pepe Asdrúbal con un odio cerval, y tiró tanto de las faldas de su madre que por poco se las arranca. «¡Suelta, niño, que siempre estás pegado a mí, como el culo y el calzón!».

Y la tipa se fue. Quería mirar las rebajas de Lefties, pues había camisetas por 1 euro. En cuanto le perdieron de vista, Pepe Asdrúbal agarró al niño y lo arrastró al interior del museo. Con él tenía la excusa perfecta. Le aguantó la mirada a la jovencita de la taquilla, que le seguía con cara de cerdo marino, y la dejó atrás sin abrir la boca.

Pepe Asdrúbal y el niñato se incorporaron al grupo de visita. La guía le miró con suspicacia, pero al ver que llevaba a un niño de la mano, dio por hecho que sería su nieto y no les dijo nada. Pepe Asdrúbal observó. Había un corrillo de adolescentes, de unos 17 años. Los chicos llevaban deportivas fosforitas, más llamativas que un catalán en una colecta. Las camisetas prietas, marcando los dos musculitos que habían sacado levantando en casa botellas de FontVella. Y el escote en pico, luciendo el único pelo que tenían en el pecho. La muestra de su hombría. El pelo. El gran pelo. La señal clara e inequívoca de que eran hombres, y de que en manada se convertían en machos depredadores hambrientos de hembra cantarina. Eso, hasta que uno les miraba de cerca y veía esas caras llenas de barba miedica y de granos hasta por los hombros.

Otro corro, de niños más pequeños, centraba su atención en unos cromos de colores chillones. Pepe Asdrúbal dio un codazo al niñato y señalando los cromos, preguntó: «Eh, tú, chicharrón. ¿Qué es eso?». El niño le miró con odio y le soltó: «Son Gormiti, viejo. Ahora te quieres volver moderno, ¿o qué?». Pepe Asdrúbal se mordió la lengua y observó un aparato cuadrado y parecido a un libro. Uno de los niños no paraba de sobarlo mientras la guía le lanzaba miradas de indignación. «Bonito- le dijo ella, irritada- Deja la tableta y escúchame un poco, ¿quieres?».

El niño apagó el dispositivo y se lo quedó bajo el brazo, con toda la intención de  encenderlo al mínimo despiste. «Oiga, usté- intervino Pepe Asdrúbal. Todas las cabezas se volvieron hacia él- ¿Qué es ese chisme?». La guía estaba desconcertada. Miraba al anciano sin saber qué responder. «¿Esto?- señaló el aparato del niño- Es una tableta». Apenas había terminado de hablar,  los adolescentes prorrumpieron en sonoras carcajadas.

Pepe Asdrúbal se volvió con la mirada incendiaria. «¡Qué ríes tú, zagal! ¡Que yo tengo una igual!».  Se revolvió en el bolsillo y sacó el transistor con las tiras de celo. Llegados a ese punto, la guía se puso a dar palmadas y pidió silencio. Pero Pepe Asdrúbal apuntaba con el dedo al chico y le soltó: «Si eres un feo. Las fotos que en las que salen tienen miedo a revelarse». El muchacho rió sonoramente y con la boca tan abierta que podía vérsele la campanilla. «¡Las fotos ya no se revelan, primo!».

La guía se hartó. «¡Basta ya!- miraba a Pepe Asdrúbal- Usted, señor, váyase». Pepe Asdrúbal se quedó tieso y en silencio. Tan furioso estaba, que le castañeteaba la dentadura postiza.

Mientras tanto, el crío de la primera fila había vuelto a su tableta. Cuando la guía les dio la espalda para señalar el busto de Miguelón, el criajo aprovechó para sacarle una foto a su enorme pandero y compartirla en Facebook. La foto sumó venite comentarios en menos de un minuto. Sus compañeros le rieron la gracia y se daban palmadas entre sí, ante la desconcertada mirada de Pepe Asdrúbal. 

Intuía que ese chisme plateado tenía algo de peligroso. Por eso, cuando el crío se volvió a mirarle y le apuntó con su tableta, Pepe Asdrúbal se puso una mano delante de la cara. «¡No! ¡Ché!  ¡Quitá eso!». La guía se volvió. «¡Que ese niño te ha chó una foto a las posaderas!», advirtió Pepe. Ella miró al niño con enfado y le exigió que le diera el aparato. Pero el niño dijo que no y para impedir que se la quitase, se metió la tableta en el calzoncillo. «¡Será cochino el crío!», exclamó ella.

 Por si hubiera poco alboroto, el niño gordo empezó a tirar a Pepe Asdrúbal de la chaqueta. «Viejo, que me meo- decía- Viejo, llévame al baño». Pepe bufó. «¿No te aguantas? Só te pasa por estar rechoncho. Que tienes dos intestinos: el grueso y el muy grueso». 

Pepe Asdrúbal aprovechó para escurrirse al servicio. Tiró del niñato sin contemplaciones y lo lanzó al váter. «¡Aah!», chilló él, como un gorrino. «Date prisa, niño», le urgió Asdrúbal. Sin embargo, cuando le llegó el sonido, a él también le entraron ganas de aligerar el vientre y decidió entrar en el servicio contiguo. Con tan mala suerte que el niñato fue más rápido que él y, como una centella, tiró de la cadena, salió del lavabo y dejó al viejo encerrado dentro. Pepe Asdrúbal comprobó que no podía abrir la puerta. «¡Niño!- gritaba- ¡Tocino, vuelve acá!». Pero él no le hacía ni caso y, con la sonrisa bien grande, el niño gordo se alejó de allí y dejó a Pepe Asdrúbal encerrado. Los aullidos del viejo le producían un terrible placer.

(BEATRIZ S. TAJADURA ES  BECARIA

EN DIARIO DE BURGOS)