Una plaza para el Maradona de Mauthausen

R. Pérez Barredo / Burgos
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Hinojar del Rey honra así a su ilustre hijo Saturnino Navazo, que sobrevivió en el campo de exterminio gracias a su destreza con el balón y que salvó a un niño judío

Juan Carlos Hernando, alcalde de Hinojar, posa con balón y foto de Navazo en la plaza que llevará su nombre. - Foto: Jesús J. Matías

A Hinojar del Rey se llega después de serpentear entre altos y frondosos chopos, entre campos ahora rabiosamente verdes, en un silencio que sólo interrumpen el canto dicharachero de los pájaros, que dibujan su vuelo alocado bajo un cielo intensamente azul, garabateando el aire de la primavera. Viven setenta personas en este pueblo construido sobre un alto. Es un caserío humilde, de casas abigarradas y calles estrechas. Allí nació hace cien años Saturnino Navazo Tapia, hijo de un soriano, Gregorio, panadero que trabajaba en la zona, y una mujer de Huerta de Rey, Ramona, según consta en su partida de nacimiento. Hasta hace muy poco nadie conocía nada acerca de este hinojareño, de cuya fabulosa historia se hizo eco un programa de televisión: un superviviente de Mauthausen que, además, salvó la vida de un pequeño niño judío.

«Estamos ahora recopilando toda la información posible sobre él porque queremos honrar su memoria», dice Juan Carlos Hernando, alcalde de Hinojar, que cuenta con la estrecha colaboración de su prima Charo, que está haciendo numerosas pesquisas sobre Navazo en Madrid, donde reside. Ya se ha tomado la primera decisión al respecto: se va a dedicar una recoleta plaza del pueblo, recientemente rehabilitada, a Saturnino Navazo. La plazuela, hasta ahora llamada del Frontón, tiene un coqueto jardín flanqueado por cerezos donde antes se levantó un viejo lagar. Será en agosto cuando, en un acto público que se desarrollará en la semana cultural del pueblo, se descubrirá una placa con el nombre de este ilustre vecino.

A Saturnino Navazo Tapia le salvó la vida el fútbol. Había sido jugador profesional, militando en en el Deportivo Nacional, que en la década de los años 30 era el tercer equipo de Madrid. Iba a fichar por el Real Betis Balompié cuando estalló la guerra civil. El futbolista burgalés, comprometido con las ideas republicanas, se alistó en la 20ª compañía de carabineros del Ejército de Tierra con el grado de teniente y combatió en la defensa de la capital, Valencia y Barcelona. Antes de la caída de ésta, decidió ir al exilio.Como otras decenas de miles de españoles, cruzó la frontera con Francia, donde, historia repetida entre la legión de españoles que creyeron salvarse pasando al país vecino, fue hecho al poco tiempo prisionero por los nazis, siendo deportado al campo de exterminio de Mauthausen.

Equipo de fútbol de los españoles en Mauthausen; Saturnino Navazo, a la derecha, de pie. Equipo de fútbol de los españoles en Mauthausen; Saturnino Navazo, a la derecha, de pie.  Pero allí, en aquella cantera de la muerte y convertido ya en un número, el 5.656, Saturnino Navazo no fue uno más. Los nazis, que eran muy futboleros, solían organizar partidillos con los reclusos. Y pronto vieron que aquel tipo espigado y cetrino, de pelo ralo, frente despejada y pómulos poderosos, era un artista con la pelota en los pies. Tanto que, como ha contado alguna vez Siegfried Meir, el niño judío al que salvó y adoptó como a un hijo, era habitual ver a los carceleros germanos celebrar y aplaudir sus magistrales jugadas.El virtuosismo del burgalés le reportó un buen estatus dentro del campo, si por tal se entiende que pudo librarse del infierno de la cantera, por ejemplo, aquel lugar del diablo que tenía 186 interminables escalones en el que muchos españoles morían de extenuación.

Así, le nombraron jefe del barracón en el que se hacinaban otros doscientos compatriotas y le designaron ayudante de cocina. El burgalés, lejos de ejercer el repugnante y ominoso papel represivo que solían desempeñar los prisioneros que alcanzaban tal grado a fin de congraciarse con los carceleros y mantener esa posición de privilegio, que les garantizaba la supervivencia y les alejaba del horno crematorio, actuó con humanidad, aunque estuviese poniendo en riesgo su vida. De la cocina sacaba de matute mondas de patatas y otros alimentos que hacía llegar a la gente de su barracón, contribuyendo así a mantener con algo más de fuerza a aquella famélica legión de presos.

A Saturnino Navazo, convertido en el referente deportivo del aquel campo del horror, le encomendaron también la organización de los partidos, encuentros que solían celebrarse los domingos y en los que españoles, húngaros, checoslovacos y yugoslavos conseguían abstraerse durante un rato de tanta humillación y tanta infamia, dejando en fuera de juego al dolor y a la muerte.

Un ángel en el infierno

En el invierno de 1945 llegó, procedente de Auschwitz, un niño judío de once años de origen rumano y alemán cuya familia había sido exterminada en el matadero de Polonia. Siegfried Meir, aun siendo un niño, pensó que Mauthausen era el final de su camino. Pero Saturnino Navazo se cruzó en su vida, ya que fue al burgalés a quien los nazis encomendaron la tutela del que denominaron ‘fiera judía’ por su carácter indómito y desafiante. Meir ha contado siempre la paz que sintió al conocer al deportado burgalés, la mirada de ternura y compasión que éste le dirigió cuando le designaron hacerse cargo de él.

«Él no hablaba mucho alemán y yo nada español, pero poco a poco y con pequeñas palabras conseguimos conversar. A los dos meses, yo hablaba español. Creamos una relación padre-hijo y me sentí protegido como habría querido que mi padre me protegiera de la deportación. Ahí nació algo muy fuerte y para mí era la persona en la cual tenía confianza y estaba a gusto a su alrededor», confesó Meir a Ical hace un año desde su retiro en Ibiza. Aquella estrecha relación vendría a fortalecerse poco después, cuando se produjo la liberación del campo por las tropas norteamericanas en mayo de 1945. Lejos de dejar al niño al albur de los aliados, cuando los yanquis entraron en Mauthausen y Saturnino y  él fueron conscientes de que la separación sería un hecho, ya que entre ambos no existía ningún vínculo legal, le dio instrucciones muy claras al pequeño: «Te llamas Luis Navazo. Has nacido en Madrid, en la calle Don Quijote, 43, en Cuatro Caminos».

De esta manera, haciéndose pasar por padre e hijo, el pequeño evitó ser trasladado por la Cruz Roja Internacional a los tres países a los que se había empezado a enviar a los pocos supervivientes judíos del holocausto: Suiza, Estados Unidos e Israel. Navazo, que no quería volver a la España de Franco, aceptó el asilo que le ofrecía Francia, en cuya Armada había llegado a combatir a los alemanes, instalándose en Revel, una localidad cercana a Tolouse. A Meir le expidieron un documento con aquella identidad.Y ‘padre’ e ‘hijo’ salieron juntos de Mauthausen rumbo a su nuevo destino.

El burgalés todavía consiguió ganarse la vida jugando al fútbol en el equipo local, Union Sportive Revenoise, mientras el pequeño fue escolarizado. Navazo se casó allí y tuvo cuatro hijos naturales. Meir permaneció a su lado hasta que decidió volar por su cuenta. Se ganó la vida como cantante, sastre y hostelero, a caballo entre Francia e Ibiza, donde reside en la actualidad. Nunca perdieron el contacto. Aquellos supervivientes del horror se vieron todos los años, hasta la muerte del burgalés, acaecida el 27 de noviembre de 1986. El pueblo donde vio la primera luz le honra ahora con una plaza. Es una plaza humilde, como lo fue Saturnino Navazo. Una plaza en la que uno no imagina mejor homenaje que jugar al balón.