El manifiesto de un visionario romántico

R.P.B.-A.R. / Burgos
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Benigno Varillas, biógrafo de Félix Rodríguez de la Fuente, ha rescatado en el 35 aniversario del fallecimiento del universal biólogo burgalés un texto desconocido, fechado hace 50 años, en el que el naturalista de Poza de la Sal avanzaba su misión.

En el invierno de 1965, hace ahora 50 años, Félix Rodríguez de la Fuente escribió al director de la revista TeleRadio explicándole lo que pretendía hacer en el programa ‘Fin de Semana’ de Televisión Española en el que iba a presentar un micro espacio de caza y pesca. La carta, que ha permanecido inédita hasta ahora, ha sido recuperada por Benigno Varillas, el biógrafo del gran naturalista burgalés. «Es un impresionante texto para estar escrito en febrero de 1965, cuando la conservación y el respeto a los animales salvajes era algo desconocido. Félix tenía 36 años. Llevaba cuatro luchando a brazo partido con los ingenieros de Montes, que iban dándole largas a sus promesas de contar con él. No acababa de encontrar apoyo para llevar a cabo su labor. El sortilegio se produjo cuando a través de la televisión logró conectar con el pueblo español», explica Varillas, para quien aquella misiva es un verdadero manifiesto, en el que Félix avanza la que era su misión.

El biólogo pozano se mostró en su carta tan vehemente como sincero, señalando desde las primeras líneas qué espíritu iba a guiar su colaboración: «La defensa de los animales, al ultranza. Defensa de los animales considerados como beneficiosos ; animales buenos, porque el hombre puede sacar de ellos unos beneficios materiales o deportivos. Pero, sobre todo -y simplemente porque andan más necesitados de protección-, me propongo abogar por todos esos seres montaraces, valientes y hermosos, a los que, con más o menos justificación, se ha colgado el sambenito de dañinos. Porque, en definitiva, lo que es preciso salvaguardar, a toda costa, es la integridad de nuestra fauna; tesoro inapreciable del que merced a unas afortunadas circunstancias climáticas y geográficas, todavía disfrutamos».

Con bella y apasionada prosa, va argumentando Félix sus intenciones: «Es hermoso que en nuestros montes y en nuestras vegas abunden piezas de caza menor; que pueda sorprendernos esa llamarada súbita que es el salto de la liebre, que el canto bravío de la perdiz ponga vida en las pardas lomas castellanas, que los patos salvajes surquen el cielo de otoño en geométricos escuadrones. Pero no destruyamos por ello a las grandes águilas, adorno incomparable de las risqueras ibéricas; no declaremos la guerra al halcón o al azor, orgullosos guerreros alados; no exterminemos sistemáticamente a cuantos seres cometen el pecado de robarnos ocasionalmente ‘la carne’», apostilla en una clara mención al satanizado lobo.

A renglón seguido, el científico exhibe sin ambages su verdad: «La fauna montaraz no es una caprichosa colección de especies animales, en la que el hombre puede quitar y poner, cual si se tratara de una granja privada, sino un conjunto armónico y equilibrado, en el que cada especie y cada individuo desempeña una misión que repercute en la biología de los demás. Muchos milenios antes de que el hombre se arrogara el papel de árbitro, nuestras sierras estaban pobladas de cabras montesas, aunque también existiera el lobo. Los venados y los corzos proliferaban, a pesar del lince o del zorro. Las aguas rebosaban de truchas y salmones, sin estar privadas de la nutria o el águila pescadora».

Se reafirma el doctor en algo más que defensor. Dice ser, de todas las especies -especialmente de las perseguidas- «Amigo y paladín. Nada más y nada menos que del lince, la nutria, el águila, el halcón...; los más fieros, los más poderosos piratas de la fauna ibérica. Piratas necesarios». Se explaya el naturalista en explicar el maravilloso y misterioso equilibrio de la naturaleza y se interroga con humildad si será capaz de alcanzar el éxito en «tan honorable, tan importante y tan romántica misión». Vaya si lo logró...

«Mi amor a los animales me da la necesaria audacia; veinticinco años de entrega a su estudio y observación en el campo me hacen entrever el camino del éxito. Porque, si acierto a presentar a nuestros hermanos irracionales tal como son, si puedo hablar de su lucha -a menudo dramática- por el sustento, de sus paradas amorosas, de su instinto maternal y tribal, si llego a introducir en el hogar español a través de la pequeña pantalla la imagen viva y verdadera de esos seres nuestros, que han compartido nuestra tierra y nuestro cielo a través de milenios, aprenderemos a respetar y amar el mundo animal. Con ello se beneficiará nuestro espíritu y hasta nuestra economía».

Poza en el corazón

«Todo empezó en la alta paramera burgalesa; amplia y fascinante escuela en los días de mi infancia. En aquellas tierras agrestes, abiertas a todos los vientos y a todas las rutas de los pájaros viajeros, el instinto ancestral de acechar, de descubrir nuevas formas y manifestaciones de la vida, constituía para mí una necesidad imperiosa a la par que un verdadero placer». En su larga carta, Félix habla de sus orígenes, de su Poza del alma, el lugar que le construyó, sin el que no podría comprenderse el hombre que fue.Relata todo lo que allí aprendió estudiando el comportamiento de los animales: «A los doce años, había comprendido que la naturaleza es armonía; una sinfonía hermosa y salvaje, en la que el más hondo dramatismo alterna en la suprema dulzura; una sinfonía en la que, generalmente, la única nota discordante suele ser emitida por el hombre».

Es el suyo un discurso nuevo, audaz, arriesgado. No pocos colectivos estaban en aquella época en contra de una filosofía así. A Félix no le importó. Era un luchador. Un titán. Un visionario con poderosas y luminosas razones. Y tenía claro que la televisión era el medio perfecto para llegar a la gente. Cabe imaginar lo que hubiera conseguido hoy con las nuevas tecnologías. Admite el biólogo la importancia de esa herramienta de comunicación. «No existe tribuna de tan amplio alcance como la televisión para exponer todos los hechos. Si cada semana se va presentando un animal salvaje, explicando su misión en el medio ambiente, humanizando sus ansias, sus luchas y sus alegrías, si llegamos a despertar en las nuevas generaciones del campo -pendientes ya de la pantalla de su receptor- una curiosidad hacia la vida salvaje y un auténtico conocimiento que, sin duda, se trocará en respeto, habremos conseguido salvar nuestro tesoro zoológico», apostillaba.

Y hacía un recordatorio revelador: «No olvidemos que el más profundo amor y compenetración con el animal salvaje experimentado por la humanidad, dio lugar –en el seno de una cultura multimilenaria de cazadores– a esa capilla Sixtina del arte rupestre que es la cueva de Altamira. El poderoso cazador del Paleolítico pintó con amor, con increíble conocimiento, al animal que constituía su pieza de caza a la vez que su tótem.El verdadero cazador es, ante todo, un amante de la pieza que persigue, aunque tal amor parezca paradójico; es su más acabado defensor. ¿Pero, cuántos verdaderos cazadores quedan, inmersos en la suprema armonía de la naturaleza, como aquellos hombres de Altamira», se interrogaba.

Y concluía su maravilloso manifiesto con un llamamiento claro a la conciencia de todos: «Creo sinceramente que todo hombre que se echa al campo, arma al brazo, dispuesto a disparar sobre todo lo que se mueve, llegaría a respetar al animal si pudiera conocerle en su dimensión biológica. En los países nórdicos, en Alemania, en Estados Unidos, se cazó sin discriminación, se mutiló la fauna. Hoy, los amantes de la misma son tan numerosos y eficaces que no se precisarían leyes protectoras. Todavía estamos a tiempo».

*El texto puede leerse íntegramente en www.felixrodriguezdelafuente.com.