El mártir de la sonrisa eterna

R. Pérez Barredo / Burgos
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Pilar López Quintana recuerda a su hermano Amando, el burgalés que tenía el don del ánimo y la sonrisa contagiosa

Pilar, sonriente como su hermano, con la estola que Amando utilizaba en El Salvador. - Foto: Luis López Araico

 
 
Cuatro días antes, Amando habló por teléfono con Pilar, su hermana pequeña, su hermana del alma, para anunciarla que regresaría a España en diciembre. En la familia del jesuita burgalés todos respiraron aliviados porque sabían que San Salvador era esos días de noviembre de 1989 un campo de batalla: los crímenes se sucedían con tanta frecuencia como impunidad. La guerrilla y el ejército estaban desatados y sembraban de muerte las calles de la capital salvadoreña. En ese islote de libertad y lucha por la dignidad que era la Universidad Centroamericana ‘José Simeón Cañas’, conocida como la UCA, los jesuitas españoles seguían a lo suyo, pese a saber que no gozaban de la simpatía de ninguna de las facciones inmersas en esa guerra civil.  Jamás fueron bien vistos: su apoyo incondicional a los pobres, a los preteridos, a los perseguidos, era considerado incluso por el Gobierno como una amenaza. 
Ellos lo sabían, pero nunca se quejaron. Más al contrario: en aquella escalada de violencia siguieron comportándose de la misma forma, con valentía y honestidad. Y nunca transmitieron a sus familiares aquella situación de riesgo real. Por nada del mundo querían que vivieran preocupados y angustiados.
En la casa de Pilar López Quintana se siente la presencia de Amando en todos los rincones. No sólo por las fotografías y los recuerdos como las pipas en las que le gustaba fumar: está en la propia sonrisa de la hermana del jesuita burgalés, cuyo recuerdo luminoso permanece indeleble en el corazón de todas las personas con las que, tanto en El Salvador como en Nicaragua, se cruzó en su fructífera vida. «Amando era bueno, muy bueno», dice Pilar con luz en los ojos. En ningún momento de la conversación, pese a que se recuerda su asesinato hace 25 años, desaparece de su rostro la sonrisa, una de las principales características de su hermano, al que recuerda como un niño divertido, juguetón, al que gustaba hacer bromas.
Carismático, bonachón o cariñoso son adjetivos que se repiten una y otra vez entre quienes le conocieron en Centroamérica, en cualquiera de sus responsabilidades, bien como rector del seminario y de la universidad en Managua, bien como profesor de teología y filosofía en El Salvador. «Su gran carisma era el don del consejo y del ánimo. Tenía una disponibilidad natural para escuchar, un corazón grande para acoger y una sonrisa contagiosa para animar», recordó siempre uno de sus compañeros. Había largas colas a diario frente a su despacho de la UCA: todos querían hablar con él. Sus homilías en el departamento de Tierra Virgen eran multitudinarias y en la celebración de la Eucaristía permitía la participación activa de la gente. Se ganó el cariño y la admiración de todos. Muchas veces se arriesgó ocultando a perseguidos, asistiendo a heridos, tanto en El Salvador como en Nicaragua: sandinistas, somocistas, demócratas cristianos... Colaboró con la Cruz Roja  sacando heridos de zonas conflictivas. En ningún momento perdió la sonrisa.
«Era buen amigo y un gran compañero.Le gustaba gastar bromas, se metía con todos, sobre todo con los más serios y graves.Tenía la manera de hacer cosquillas. Su presencia fácilmente hacía olvidar las tensiones y los disgustos. También le gustaba que se metieran con él. La ternura de su amistad y la alegría de su risa vive entre quienes tuvimos el privilegio de gozarlas», recuerdan en el seno de la Compañía de Jesús.
 
16 de noviembre. Fue de madrugada. Miembros del comando Atlacatl, formación paramilitar creada por el Estado Mayor, entró en el campus de la UCA y asesinó a sangre fría a Amando López Quintana, Joaquín López López, Segundo Montes, Ignacio Martín-Baró, Juan Ramón Moreno e IgnacioEllacuría, rector de la UCA. También segaron la vida de dos empleadas: Elba Ramos y su hija Celina. Los asesinos dejaron los cuerpos en el jardín. Se sabe que a esa hora, el entonces presidente de El Salvador, Alfredo Cristiani, se fue a la cama. La Compañía de Jesús acababa de sufrir uno de los más brutales golpes en el lugar en el que su labor estaba siendo fundamental.
«Nos enteramos por la radio», recuerda Pilar. «Fue terrible. No nos lo podíamos creer. Nuestras vidas dieron un vuelco. Para nosotros Amando era un ángel. Tuvimos que preparar a mi padre. Cuando le dije: ‘Hay malas noticias de El Salvador’ él empezó a decir: ‘Amando no, Amando no...’. Rápidamente fue a buscar a mi madre, que ya había perdido la cabeza, para abrazarla y decirle: ¡Qué suerte que no te vas a enterar de lo que ha pasado!...».
Recuerda su hermana que Amando quería estar allí. Que decía que en España no había nada que hacer, que era necesario estar donde estaba, aunque echara de menos a sus padres y hermanos, los partidos del Real Madrid, equipo del que era hincha, y del que estaba informado por las revistas de ‘Don Balón’ que Pilar le enviaba regularmente. «Mi hermano sabía que su situación era peligrosa, pero le daba igual. No tenía miedo a morir, sólo a ser torturado». Sus últimos días los vivió con intensidad a pesar del peligro. Siguió leyendo vorazmente, trabajando y ayudando a quienes lo necesitaban, siendo absolutamente feliz con lo que hacía.
No necesita la familia del jesuita de Cubo de Bureba que se acerque cada aniversario para recordarle, aunque éste viene precedido por la noticia de que la Audiencia Nacional ha avalado al juez Eloy Velasco para procesar en España a algunos de los ejecutores de la masacre. «Me gustaría que hubiera justicia», dice Pilar. «Pero eso no nos va a devolver a Amando. Además, mi padre perdonó a los asesinos. Por qué íbamos nosotros a juzgar a nadie».
Hojea Pilar, sin dejar de sonreír, las cartas que conserva como un tesoro.En una de ellas -una de las últimas- escribe Amando: «Todo en gran calma. Un tiempo precioso, más fresco que de costumbre. Unas tonalidades que parecen atardeceres de cromo. Y yo conservándome muy bien». 
Veinticinco años después del asesinato de Amando y sus compañeros, su recuerdo sigue vivo, especialmente en El Salvador. En el jardín en el que los religiosos españoles fueron tiroteados lucen hoy unos rosales hermosos. Uno de ellos recuerda a Amando López Quintana, el mártir burgalés de la sonrisa eterna.
 
Manuel plaza | Jesuita y amigo de los asesinados
 
«Su recuerdo ayuda a seguir trabajando por la justicia»
 
Todavía recuerdo la llamada del teléfono a las 14,45 horas de aquel 16 de noviembre de 1989. La SER acababa de dar la gran noticia: «Han matado a Ellacu y a otros jesuitas». Me quedé sobrecogido y lo comuniqué a mis compañeros jesuitas de Burgos. Vimos el telediario y hasta media tarde no supimos quiénes eran todos los asesinados.
Las víctimas tienen rostro y dignidad. Y hay que devolvérsela. Los asesinos no tienen ni rostro, ni dignidad. Por eso Ellacu y compañía, con las dos mujeres, han sido todos estos años iconos de personas que creyeron en la justicia y en un Salvador con las mismas oportunidades para todos. Los asesinos -personas responsables del gobierno salvadoreño- han perdido el nombre y la visibilidad. A los mártires los conocí en España en la etapa de formación y luego en mis muchos viajes a la Universidad Centroamericana (UCA).
Los mártires son motivos de esperanza, y celebrar su recuerdo nos ayuda a seguir trabajando por la verdad y la justicia a pesar de las sombras que rodean nuestro país y la humanidad hoy. La paz y la justicia no pueden fundamentarse en la injusticia y la mentira.
Entre ellos estaba el burgalés Amando López. Un hombre con el don del consejo. Fue un buen amigo y compañero de todos. Con su buen humor hacía olvidar las tensiones  y disgustos con facilidad.
Recuerdo una frase de Ellacu que nos puede ayudar a luchar ante tantos recortes y situaciones que estamos viviendo: «Solo utópica y esperanzadamente uno puede creer y tener ánimos para intentar con todos los pobres y oprimidos del mundo revertir la historia, subvertirla y lanzarla en otra dirección».
Hoy deberíamos preguntarnos cómo actuaría Jesús de Nazaret ante nuestra realidad de pobres, inmigrantes, parados, encarcelados… Con seguridad se acercaría a ellos con amor, con compasión, les ofrecería liberación y les ayudaría a recuperar su dignidad de seres humanos, de hijos/as de Dios.