Un centenar de presos, a Cáritas para reconstruir su vida

A.G.
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«Aquello es para los pobres y de allí salen sin nada», dicen el capellán de la prisión, Fermín González, y el educador David Alonso, que coordinan el proyecto 'Volver a empezar', que solo en lo que va de año ha atendido a 28 personas

Mientras media España no para de hablar del artículo 155 de la Constitución, comentando si se aplica o si no, si se levanta, si se ha utilizado en su modalidad más dura o más blanda, al cura Fermín González el que más le preocupa es el 25.2, que dice que las penas privativas de libertad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social, lo que, a su juicio, no se cumple en absoluto. «Me parece que roza la inhumanidad hacer que los internos estén encerrados entre cuatro paredes al menos 14 horas al día. ¿Cómo te reeducas así?», se pregunta. González es el capellán de la cárcel y el responsable de la Pastoral Penitenciaria de la diócesis de Burgos que, junto con Cáritas, desarrolla desde hace ya seis años el proyecto ‘Volver a empezar’, que se dedica a dar una segunda oportunidad a personas que salen de la cárcel con un permiso y no tienen adónde ir y a quienes han cumplido su pena y tienen que empezar desde cero. 

Solo en los cinco primeros meses de este año, tanto Fermín González como el educador social David Alonso y el grueso de 30 voluntarios del programa han trabajado con 28 internos de la prisión, con quienes siguen en contacto ya que  no es sencillo recuperar una vida normalizada tras pasar muchos años sin más horizonte que cien metros a la redonda ni más preocupación que protegerse del entorno. Desde que el programa está en marcha, más de cien han tenido que recurrir a ellos: «Son muchas las habilidades sociales que se pierden en la cárcel, hasta las cosas más sencillas les resultan complicadas cuando salen, por ejemplo, orientarse en una calle. Se llama síndrome de prisionalización, que se caracteriza, sobre todo, por el estrés y el miedo que les provoca todo. Se les nota, incluso, en el aspecto físico: van siempre demasiado abrigados porque así sienten que se protegen y tienen la sensación de que no son observados todo el tiempo». David Alonso tiene mucha experiencia en el trato con internos tanto dentro como fuera de la prisión y coincide con González en que a la cárcel va, sobre todo, la gente pobre, que es, además, la que peor lo pasa al salir. 

«Quienes ante cualquier delito exclaman eso de que se pudran en la cárcel es que no conocen el entorno. Ojo, que esto no quiere decir que no estemos de acuerdo con que las penas se hayan de aplicar con rigor en función de los delitos cometidos, sino que dentro de la privación de libertad también se tiene que tener humanidad y la experiencia nos demuestra que esto no es del todo así y que los presos son, de entre todos los colectivos de personas excluidas, los últimos, aquellos de los que no se acuerda nadie», añade Alonso.

Así que para paliar este hueco que existe en la sociedad se perfiló  el ‘Volver a empezar’, que se gestó  en un proyecto de unos estudiantes de Educación Social de la UBU, y por cuyas tres fases han pasado ya un centenar de presos. Uno de ellos es José Antonio Avilés, de 60 años, 7 de los cuales los ha vivido encarcelado en Quito y en España. Su historia es tan común como dolorosa y está llena de elementos de desarraigo, de soledad, de mala pata y de peores decisiones: se separó, perdió el empleo, le desahuciaron, pasó un año durmiendo en un coche y cuando le ofrecieron ganar un dinero fácil tragándose unas cuentas bolsas con cocaína para llevarlas de Colombia a Amsterdam no se lo pensó dos veces. En Quito (Ecuador) le pillaron y allí, en una cárcel estremecedora en la que la vida no vale nada y hay que pagar un dólar para dormir en el suelo, pasó tres años. 

Aún así, los recuerda mucho mejor que los cuatro que estuvo preso en Soto del Real -donde coincidió con Luis Bárcenas, preso que no sufre los rigores de sus compañeros pobres y que a José Antonio le regaló una tarjeta telefónica- y en la cárcel de Burgos, solo porque en el país americano se había montado sus negocios y vivía de vender cigarrillos, caramelos y tiempo de tarjetas telefónicas, y de los 180 dólares que le daba cada tres meses la embajada española. «Aquí no tenía nada y sigo sin tenerlo porque salí hace un año con una mano delante y otra detrás». Con todo, pudo sacarse un dinerillo desempeñando algunas funciones en la Enfermería. También era preso de confianza que acompañaba a otros que tenían alto riesgo de suicidio. 

Ahora lleva un año en la calle y está intentando recuperar su vida junto a su mujer, María Eugenia Fonseca, colombiana de 49 años, que también conoce los rigores de la vida en prisión. 

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